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La Ciudad De Dios

alegonzalez00223 de Octubre de 2012

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Tabla de contenido

Introducción2

Desarrollo3

La Ciudad de Dios3

Libro XIX – Fines de las dos ciudades4

Libro XX – El juicio final7

Libro XXI – El infierno, fin de la ciudad terrena10

Libro XXII – El cielo, fin de la ciudad de Dios14

Conclusión17

Bibliografía18

introducción

San Agustín divide la Ciudad de Dios en dos partes: la primera contra el paganismo, y la segunda para exponer la doctrina cristiana desde sus orígenes, su desarrollo y el destino eterno de las dos ciudades: la de Dios y la del mundo, fundadas por dos amores, uno espiritual y otro terreno, el amor de Dios y el amor de sí mismo, que caminan entremezcladas en el tiempo, pero que serán separadas definitivamente en la eternidad.

En el presente trabajo pretendo profundizar sobre los últimos cuatro libros de la segunda parte de la obra “Ciudad de Dios”, donde San Agustín expone el final escatológico, que inicia con el juicio final, y los fines de las dos ciudades.

Con una introducción en el libro XIX sobre la felicidad y los diversos sistemas filosóficos, y otro fundamento metafísico también, que es el “ímpetus in pacem”, define la convivencia de los hombres en el intermedio de la historias que se proyecta y se representa en los siglos. La paz adquiere en este libro su más alto grado, y los capítulos dedicados a ella han pasado ya al acervo común de ideas claves, reguladoras de la humanidad. Tras esta introducción, pasa a examinar los textos de la Escritura sobre el juicio, ya que por él han de pasar las dos ciudades para recibir su fin debido, y en ello invierte el libro XX.

Los dos restantes están dedicados, una vez que el juicio haga la división, a los fines de ambas ciudades: uno a fin de la ciudad terrena (XXI), y otro al fin de la ciudad celestial (XXII). En ambos se plantearán muchas cuestiones discutibles, sea en lo tocante a la eternidad de las penas, a la posibilidad de las mismas, a la naturaleza del fuego eterno, y se apelará a ejemplos naturales, que puedan en cierto modo convencer experimentalmente de la posibilidad de ese fuego eterno que quema sin consumir; sea, por otra parte, a la resurrección y a la posibilidad de la misma a los milagros realizados para confirmar esa creencia y esa fe y a las doctrinas de los filósofos sobre tal problema, así como también al reposo eterno, el sabatismo y la quietud permanente.

Al fin, la inquietud humana quedará salvada con aquella felicidad que se buscaba por medio de la vía de purificación y salvación, que ofreció Cristo Mediador, y ésa será el premio de cuantos se refugiaron en esa vía y la siguieron hasta la patria, donde descansarán y verán, verán y amarán, amarán y alabarán. Ese será el fin sin fin, pues ¿qué mejor fin para nosotros que llegar al fin que no tendrá fin? (XXII 30,5)

desarrollo

la ciudad de dios

La ciudad de Dios es la principal obra escrita por san Agustín de Hipona, uno de los más notables representantes de la primera filosofía cristiana, cuyas teorías representaron una original síntesis entre los principios doctrinales del cristianismo y la herencia de la antigua filosofía clásica.

Redactada entre el 413 y el 426 en latín (título original: De civitate Dei), La ciudad de Dios fue escrita para responder a la crítica que los romanos no cristianos hacían a los cristianos, a quienes culpaban de la caída del Imperio por haber promovido el abandono del culto a los dioses romanos. San Agustín no aceptaba esta crítica y pensaba que el ocaso del Imperio romano se debía a otras causas más profundas, tales como la decadencia moral de Roma y el rechazo de los principios de vida que el cristianismo instauró. Toda la obra se erige en una alabanza del valor del cristianismo como única religión verdadera y en un reconocimiento de la providencia divina que permitió la gloria de Roma y su decadencia posterior.

En La ciudad de Dios, san Agustín describió los rasgos de dos ciudades que se encuentran en el cielo y en la Tierra. En el cielo distingue la “ciudad de Dios” (poblada por ángeles que adoran a Dios y le obedecen) y la “ciudad del mal” (formada por los demonios o ángeles rebeldes). Estas dos ciudades celestes tienen su contrapunto en la Tierra, donde también pueden distinguirse dos ciudades homónimas: la “ciudad de Dios” (integrada por quienes siguen los principios del cristianismo y practican la caridad y el amor a Dios, siguiendo el ejemplo bíblico de Abel) y la “ciudad del mal” (formada por quienes sólo viven para obtener placer y felicidad egoísta y siguen el ejemplo violento de Caín). Las dos ciudades que se encuentran en la Tierra, a imagen de las ciudades celestiales, deberán pasar una prueba decisiva: el Juicio Final que tendrá lugar al final de los tiempos, cuando se establezca la verdad definitiva y triunfe el cristianismo.

Libro XIX.- Fines de las dos ciudades

En este libro San Agustín vuelve a tratar extensamente la cuestión de la verdadera naturaleza de la felicidad y de su carácter necesariamente trascendental, divino. Hace una revisión sobre las opiniones de los filósofos, cuya pretensión ha sido forjarse en vano la felicidad en esta vida. Los refuta no sin gran esfuerzo, mostrando al mismo tiempo la felicidad y la paz, que le espera a la ciudad celestial, es decir, al pueblo cristiano, así como la que aquí puede esperar.

Menciona que el principal problema de las discusiones filosóficas radica en saber donde se encuentra la fuente de la felicidad humana. Para esto distingue el bien final o supremo como algo que se va perfeccionando hasta su plenitud y el mal final o supremo que es aquello por lo que se consuma su daño.

Hace un análisis de las doscientas ochenta y ocho sectas que el filósofo Varrón llegó a distinguir y expone el método seguido por este filósofo para eliminar simples diferencias doctrinales que no constituyen sectas. Varrón llega así a una triple definición del bien supremo quedándose con la virtud, que la define como el arte de gobernar la vida. Para los antiguos académicos la vida feliz es el resultado de una vida virtuosa y han pensado que los bienes y los males últimos se hallan en esta vida, situando el sumo bien en el cuerpo o en el alma, o en ambos a la vez.

Para los cristianos, por el contrario, la vida eterna es el sumo bien; la muerte eterna, el sumo mal. El justo, gracias a su fe, vivirá. La rectitud de la vida no viene de nosotros mismos, sino que a los que creen y a los que piden su ayuda al dador de nuestra misma fe. San Agustín habla de las virtudes cardinales: justicia, templanza, fortaleza y prudencia y considera que tales virtudes verdaderas las poseen quienes viven una auténtica vida religiosa y procuran al hombre la felicidad de la vida humana mediante la esperanza del siglo futuro.

Afirma que la vida en sociedad, aunque parece necesaria, está llena de dificultades. Hace ver el error de los juicios humanos cuando la verdad permanece oculta, considera la diversidad de lenguas como fuente de división social y sostiene que no existen las guerras “justas”. Refuerza la afirmación de los filósofos del deber de los sabios de vivir en sociedad, ya que para él la vida de los santos en sociedad sería el origen, desarrollo y el fin de la ciudad de Dios.

Contra la concepción estoica de la virtud, establece la verdadera noción de la virtud como medio y no como fin. La fe no es la felicidad, pero es condición y medio de llegar a la felicidad; lo mismo que la esperanza, la caridad y las virtudes cardinales. Si uno vive esta vida ordenándola a aquella otra que ama ardientemente y espera con plena fidelidad, no sin razón se le puede llamar ahora ya feliz, más bien por la esperanza aquélla que por la realidad ésta.

Todo hombre, incluso en el torbellino de la guerra, ansía la paz, así como nadie trabajando por la paz busca la guerra. Tan estimable es la paz, que incluso en las realidades terrenas y transitorias normalmente nada suena con un nombre más deleitoso, nada atrae con fuerza más irresistible. El fin de esta ciudad, en el que consistirá el bien supremo, lo debemos llamar “la paz de la vida eterna”, o bien “la vida eterna en paz”.

Para San Agustín la paz universal no puede sustraerse a la ley de la naturaleza en medio de cualesquiera perturbaciones; bajo el justo juez se llega siempre a lograr, en virtud del orden natural, lo que se ha merecido por la voluntad. El hombre en la búsqueda de la paz del alma racional aspira a sentirse libre del impedimento del dolor, de la turbación del deseo y de la corrupción de la muerte, sin embargo, dad la limitación de la inteligencia humana, para evitar que en su misma investigación de la verdad caiga en algún error detestable, el hombre necesita que Dios le enseñe. De esta forma, al acatar su enseñanza, estará en lo cierto, y con su ayuda se sentirá libre.

Este gran santo busca el último fundamento del orden y de la paz en la ley eterna, que es la manifestación de la voluntad imperial de Dios en la conciencia misma de los hombres. “Dios, como maestro, le ha enseñado al hombre dos preceptos fundamentales: el amor a Dios y al prójimo. En ellos ha encontrado el hombre tres objetos de amor: Dios, él mismo y el prójimo”

La primera responsabilidad que pesa sobre el hombre es la relación a los suyos, de aquí que hace hincapié en la primacía de la paz en el hogar y la armonía ordenada en el mandar y en el obedecer de los que conviven juntos. Desarrolla brevemente una sociología partiendo de la familia como semillero de la sociedad y de la humanidad.

Considera que no pueden existir las virtudes verdaderas donde falta la

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