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La Linares Ivan Eguez

alendruska23 de Abril de 2012

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La década de 1960 en Hispanoamérica consagró a un grupo de autores

importantes y se desentendió con sutileza del resto. Julio Cortázar, Carlos

Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa ocuparon el interés de

catedráticos, críticos, estudiantes de la ciencia literaria y público

en general. A

ese mismo nivel, pero con cierta distancia, lucían Juan Rulfo, Augusto Roa

Bastos, José Donoso, José Lezama Lima y Guillermo Cabrera Infante. Las

li­

teraturas que no dependían de esta promoción fueron ignoradas, y la ecuato­

riana fue una de esas muchas, a pesar de que técnicas experimentales, renova­

ción de temáticas, un lenguaje menos vernáculo

y, de hecho, las sugerencias

de

1. A. Richards de prestar más atención a los detalles del texto mismo que

ya aparecían en la palestra de esa era. Sin embargo, en el caso ecuatoriano la

narrativa tuvo mayor fondo

en la década de 1970 cuando se usaba la comple­

jidad en la narración,

el desdoblamiento del personaje, la experimentación y el

elemento lúdico

en el lenguaje, el fluir de la conciencia, la fragmentación pa­

ralela de la dimensión espacio-tiempo,

la invención de mundos alternos como

el onírico, el monólogo interior, la pluralidad de voces, ecos a veces, el realis­

mo mágico, la simultaneidad de verdades ficticias enmarcadas en un trasfon­

do definitorio que «[e ]sa ilusión de falsedad, dijo Renzi, es la literatura mis­

ma» (Piglia, 28), o la visión totalizadora de la realidad y tantos otros ardides

que sorprendieron a propios y extraños.

En el ambiente de los años 70 deambulaban también las enseñanzas de T.

S. Eliot con sus tres enunciados de crítica: la desasociasión de la sensibilidad, la

impersonalidad poética y la noción del objetivo correlativo. Asimismo, el nuevo

acceso

al estructuralismo y posestructuralismo que debatían preocupaciones so­

bre el lenguaje y la filosona

y, no necesariamente, la historia o el contenido.

No obstante, gracias a los enunciados del lingüista suizo, Ferdinand de Saus-

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sure en los años de 1950 y 1960 comenzó a tomar forma un estudio más mo·

der~o de la lengua y menos histórico a diferencia de lo que se haáa en el si·

glo

XIX. Igual cosa d9bemos decir de los trabajos del crítico literario Roland

Barthes que siendo estructuralista, también

en los 60 y 70, era ya un abande­

rado del posestructuralismo y usó el

método del primero dentro de la cultura

moderna y en lo segundo anunciaba la

muerte del autor, un concepto contro­

versial que permitió la libertad literaria textual. Del mismo

modo, Jacques De­

rrida promulgó la idea

de que en el universo no hay absolutos y éste es decen­

trado. Por otro lado, también estaba presente el trabajo misional de Terence

Hawkes

que consistía en animar y continuar en un cambio hacia los estudios

literarios estructuralistas. Además, el posestructuralismo cobró mayor vigencia

en la década de los 80 al hacerse más emotivo y evadir cualquier forma de au­

toridad textual ya que, de acuerdo con Barbara J ohnson, lo deconstructivo es

una identificación disciplinada y desmantelada de las fuentes del

poder del tex­

to.

La narrativa del Ecuador

-pese a las corrientes del criollismo, el cosmo­

politismo y sus ismos subalternos, el neorrealismo, el boom como fenómeno

catalizador

de la grandeza hispánica, el pos boom y el posmodernismo, cuya

fragmentación es aceptada como

un fenómeno liberador, sintomático de esca­

pe

de sistemas fijos, dentro de módulos de comportamientos literarios- no

llegó a integrarse ni a participar activamente en ello, aunque dentro del realis­

mo social la literatura ecuatoriana de los años 30 tuvo una participación de li­

derazgo en Hispanoamérica, lo que contradice

uno de los postulados más fir­

mes del modernismo, cuyo lamento, pesimismo y desesperación se hacen pre­

sentes frente a

un mundo fragmentado. No obstante, sin una comprensión so­

mera de este movimiento, seria imposible entender la cultura del siglo

XX.

En Ecuador los que ponen la variación son los autores de la Generación

del 30, cuyo realismo social despertó un cambio violento y proletario en el

país dentro de un contexto nacional histórico que presenció América. Así, la

narrativa ecuatoriana moderna, en lo que se refiere a un inicio nacional, reci­

be influencia directa

de esta época. El Grupo de Guayaquil, compuesto por

Demetrio Aguilera Malta, Joaquín Gallegos Lara y Enrique Gil Gilbert, ofre­

ce una producción atrevida y despampanante con Los que se van (1930). Lue­

go Jorge lcaza y Alfredo Pareja Diezcanseco dan al mundo una realidad mar­

ginada

por la injusticia, el desdén y la pobreza. Según Raymond L. Williams,

además

de éstos, «Adalberto Ortiz y Miguel Donoso Pareja fueron los escri­

tores

que modernizaron la narrativa ecuatoriana y lo hicieron con una ficción

de alta calidad ... , una obra relativamente desconocida fuera del Ecuador».

(Williams,

139) Hay seres desesperados en vías de desilusionarse en los que el

silencio, la angustia,

la nostalgia y la amargura refuerzan la tristeza hemisféri­

ca del ejidista mejicano, del guajiro cubano, del llanero venezolano, del

pam·

pero argentino o del huasipunguero ecuatoriano. La crítica de su producción

literaria enfatiza y reconoce

las injusticias al denunciar los abusos y la explota­

ción del indio serrano, del montuvio costeño y del cholo citadino en ambas

regiones geopolíticas.

El latifundista criollo es el responsable del estancamien­

to integracionista necesario y relevante.

La denuncia de los escritores es tan fe­

roz que, al exponer una autenticidad tremendista, subraya el lado escatológi­

co y mórbido de la condición humana. Recuerda, a distancia, los postulados

naturalistas de Zola, basados en

la filosofía positivista de Comte, las teorías de

Darwin y

la medicina experimental de Bernard. Este artificio de subrayar lo in­

frahumano dentro de una realidad externa en opresión, distorsiona su contex­

to de denuncia porque uno no sabe, a ciencia cierta, del estado sicológico, in­

terno de los personajes, sean estos los villanos o los redentores. Quizá

si citá­

semos en este momento a Jacques Lacan

-crítico psicoanalista expulsado de

la Asociación Internacional Psicoanalítica por su visión no ortodoxa, entre

otras, sobre el inconsciente mismo como núcleo de nuestro

ser- comprende­

ríamos objetivamente

su idea de la deconstrucción como una amalgama de

concienciación. Obviamente, este realismo social de hace más de setenta años,

no existe hoy en día con el mismo atrevimiento, intensidad y pujanza de en­

tonces. Los autores, a partir de los 70, han hecho de

la narrativa ecuatoriana

una

más atrayente para que se lea no tan solo en suelo patrio, sino que atra­

viese

las fronteras y se integre dentro de las corrientes más exigentes del he­

misferio. Sin embargo, como residuo de aquella literatura primeriza de cam­

bio

y, sobre todo de denuncia, permanecen dos escritores claves de esa época:

José de la Cuadra y Pablo Palacio, cuya literatura innovadora y visionaria ha

dado precedentes para nuevos estudios de renovación en la literatura hispa­

noamericana.

La influencia del primero, con Los Sangurimas(1934), se inser­

ta dentro del realismo mágico, suceso que ha llamado la atención: «que ... de

la Cuadra anticipara el procedimiento mítico que hoy caracteriza a la nueva

novela» (Sacoto, 24) y que

se puede percibir ya en Eliécer Cárdenas, en su me­

jor novela

Polvo y ceniza (1979). Pablo Palacio, con Un hombre muerto a pun­

tapiés (1927) refuerza una literatura de intimidad y surrealista, al igual que en

el caso de Miguel Donoso Pareja, con su obra Henry Black (1969).

El crítico Hernán Vidal con acierto opinó que el fenómeno del «boom»

se debía a una producción, comercialización y distribución de sectores pode­

rosos.

De

la misma manera, Jorge Dávila Vázquez es el maestro en presentar to­

do un cosmos regional de problemas en un mundo circular enclaustrado y cu­

yos personajes

se desenvuelven en un hábitat del pasado, sin poder soltarse de

las ataduras caducas y llenas de mala intención y malicia; porque un presente

no abriga un cambio. En una amalgama de contrastes salen libres los defectos

de

las beatas o de las personas que siguen «con piedad» los ritos católicos, pe­

ro que una vez fuera de la iglesia, con su lengua viperina, son capaces de in­

cendiar a

las personas con sus murmuraciones, juicios sin fundamento o ca­

...

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