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La coleccionista


Enviado por   •  13 de Noviembre de 2016  •  Ensayos  •  1.971 Palabras (8 Páginas)  •  181 Visitas

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Esa mañana desperté con un punzante dolor de cabeza. Las sábanas de lino terminaron en el suelo al lado de mi cama, un indicador inconfundible de que había tenido otra pesadilla. La indumentaria me observaba desde cada ángulo posible, absorbiendo los detalles de mi impresión matutina: el cabello revuelto y la ropa de dormir recargada a un lado de mi cuerpo, párpados somnolientos y bolsas que se acumulaban debajo de mis ojos como una sombra dentro de otra sombra. Al depositar las piernas sobre la alfombra el ya conocido escalofrío me recorrió.

El reloj marcaba las siete veintidós cuando salía por la puerta, mi apartamento en la parte norte de la ciudad me permitía la posibilidad de llegar rápido a mi trabajo si me despertaba un poco más tarde de lo regular, una ventaja a la que recurría constantemente. Las nubes se arremolinaban y unas cuantas gotas caían ya sobre los transeúntes. Había llegado a Monterrey hace dos años y aún me sorprendían los cambios repentinos del estado del tiempo; no pocas veces terminé calada hasta los huesos en un día que parecía soleado. Los edificios se disipaban gradualmente conforme se alejaban sobre la avenida mientras los autos volaban como suele suceder en las grandes ciudades y la música de la mañana inundaba todo cuanto tocaba en su lento crescendo.

Llegué a la calle Zaragoza y doblé la esquina, el estudio fotográfico donde trabajaba se encontraba solo a dos cuadras más, en la esquina de Nicolás Bravo y Reforma. Un complejo con doce ventanas, dos puertas de entrada, tres pisos y ciento veintidós ladrillos de frente.

Mi gran pasión siempre había sido la gente. Elegí estudiar fotografía para poder observar a las personas y captar momentos, para contener recuerdos, pues no cabía en mí la posibilidad de irme de este mundo sin antes haber comprendido, si no en su totalidad, al menos en buena parte la compleja y sinuosa extravagancia de su existencia.

Con el recurrente escalofrío registré mi llegada al frío tic tac del checador, con solo dos minutos de retraso. El día parecía tranquilo, mi único compromiso era una sesión en el parque Fundidora y después podía dedicarme a tomar fotografías personales para mi proyecto de exposición. Teníamos que elegir un tema que fuera trascendente para nosotros y, después de varios días de reflexión y contemplación, la realidad me golpeó con un sordo impacto como una ola arrastrada por el mar: siempre coleccioné máscaras y el tema me poseía con una pasión casi tan arrebatadora como la fotografía.  Comencé a ir a museos prehispánicos y a tiendas de antigüedades para ampliar mi colección ya extensa. Si no conseguía las máscaras, las fotografiaba y su esencia sobre el papel de impresión, aunque no tan fidedigna, me parecía de lo más cautivadora. Las sombras, los relieves y los colores se fundían en una sola imagen llena de dinamismo y fuerza. Mi vehemencia por estos objetos comenzó cuando entré a la universidad, en mi clase de historia del arte al estudiar una pintura hecha por un autor mexicano que retrataba a un hombre moldeando estos objetos como si se trataran de espadas en una fragua. Desde entonces, las máscaras aparecían en mi memoria, cada vez más frecuentes, sombras en las paredes, una mirada ineludible mezclada con ironía. Se habían vuelto una parte de mi piel, unidas a ella por hilos que yo nunca pude ver. Ese día me di cuenta de que lo que yo tomaba como simple gusto, se convirtió lentamente de una obsesión; había anidado en mi cerebro como un capullo esperando el declive correcto para romperse.

Si uno se pregunta la razón de sus pasiones se pueden llegar a terrenos inhóspitos, a parajes abandonados de la personalidad y de algo que, posiblemente, va más allá de un simple gusto exagerado, pero es ahí donde se debe buscar la esencia primitiva de nuestra contemplación de la realidad.  

Hice lo que esperaba, unas cuantas fotografías certeras en el parque y la tarde era toda mía. Comenzó a llover, así que tenía es escenario ideal para continuar la ampliación de tomas de mi proyecto. Me encaminé a paso lento hacia la cineteca para pensar en donde más podía encontrar máscaras, aunque una idea había comenzado a brotar en lo más profundo de mi memoria, ¿qué tal si coleccionara todas las máscara que existen? Tendría que remitirme a las físicas naturalmente pero… ¿y si no? ¿Cómo coleccionar las máscaras con las que nos vestimos a diario?  Como había comprobado anteriormente, estas máscaras se encuentran en dónde uno fije la vista y se perpetúan como estatuas en la penumbra. Mi proyecto había tomado repentinamente un rumbo desconocido, y una simple convicción por tener la mayor colección de máscaras me poseyó como quien tiene la certeza  de que es lo que tiene que hacer.

Mis botas salpicaban gotas hacia todas direcciones cuando golpeaban un charco que comenzaba a formarse al arreciar la lluvia. Abrí mi paraguas. Fundidora se había convertido en un abrir y cerrar de ojos en un paraje desierto como solo entre semana suele suceder y las únicas personas que vi rehuían la lluvia con determinado pesar- curioso lo que un poco de agua puede hacer en la mayoría de la gente. Un cuento de Borges acudió a mi memoria, una tarde como ésta el personaje principal se encontraba con su otro yo para discutir la paradoja de estar en un momento determinado sin llegar recordar el suceso en un futuro, mas uno de ellos, el Borges más viejo, lo hacía, como si la memoria al perder su definición verídica se encontrara con otro plano más estrecho en el que los recuerdos perduran de forma diferente, igual que en una fotografía. Los escalofríos se volvían más frecuentes cuando aumentaban mis ansias y en ese momento mi corazón estaba desbocado por la idea que acababa de ocurrírseme, ¿cómo coleccionar una máscara metafórica, cuyo propósito no es más que el de ser de utilidad por un rato y volverse desechable?

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