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Operacion Masacre

fernandito2130 de Junio de 2014

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RODOLFO WALSH: TABÚ Y MITO

Osvaldo Bayer

No tengo otra forma de definir a Rodolfo Walsh que tomar la frase de Madame de Staél

referida a Schiller: “La conciencia es su musa”. Su conciencia lo seguía a todas partes. (“Me

siento insultado, como me sentí sin saberlo cuando oí aquel grito desgarrador detrás de la

persiana.”) Ése es el parámetro de su vida: su conciencia. Predestinación de mezclarse con

la vida, de meterse. No fue consciente, tal vez, de su predestinación. La sangre que

circulaba por sus venas no lo dejaba tranquilo con los productos que le depositaba en el

cerebro. Sus mejores cualidades literarias fueron alma y humanidad. (Y precisamente ésas

no son las que hay que tener para ser considerado un creador literario. Los mandarines

oficiales de la cultura del '83 lo quisieron apostrofar con aquello de “esteta de la muerte”.

Arrogancia y profundo desconocimiento humano propios de cierta cultura académica sostenida

con papeles de Harvard y Cambridge.) Sí, porque Rodolfo Walsh era de Choele-

Choel y había cabalgado doscientos kilómetros para salvar el caballo de su padre muerto.

Ésa es su verdadera universidad; esas horas plenas de dolor del chico ante ese mundo

amenazante, ante ese Dios ontológicamente injusto con los débiles, que son siempre los

faltos de malicia. La inspiración de Walsh siempre vino de las contrapartidas, porque

sospechó de la miopía que crece en la rutina de los claustros. Por eso Walsh se les escapa

a los críticos establecidos -los frígidos y los infibulados- que no lo pueden encasillar. Y no

van a poder nunca. Esos examinadores sinodales no se atreven a aplazarlo pero no le dan

el pase para ser admitido en las órdenes sagradas. Lo califican de periodista para enviarlo al

depósito de mercaderías varias. Walsh -creo- habría aceptado gustoso la definición de “autor

de novelas policiales para pobres” si hubiera leído el ensayo que le dedicó un buen

hombre, tal vez un tanto confundido por la enorme fuerza de este autor y su obra, por la

mezcla salvaje de ética y rebeldía, con una imaginación donde se notan las precoces

transfusiones de la sangre de Georg Büchner, de Roberto Arlt y de aquel increíble “reportero

frenético” Egon Erich Kisch, el genial cronista de la república de Weimar que desnudó la

falacia de Hitler y sus protectores, y lo previo todo antes del '33. No sé si Walsh quiso hacer

con su máquina de escribir más pedagogía social que literatura; si se lo propuso o se lo

preguntó a sí mismo. Sus respuestas son irónicas a este respecto. Su idioma dominaba

todos los registros; le interesaba ser breve y claro para que lo comprendiese el lector pobre

de novelas policiales. Esto no se lo van a perdonar jamás ni la sociedad argentina

establecida ni sus acólitos, que nunca quieren perder el tren del poder y se sienten cómodos

en sacralizar a sus intelectuales octogenarios hundidos en el suave desencanto de la vida

con la metáfora siempre elegante de la duda y el pesimismo.

A Walsh no lo van a perdonar porque él sobrevoló su propio laberinto para acompañar en

calles cuadradas y simétricas, numeradas del uno al cien, al desconocido que es condenado

a muerte todos los días por las circunstancias y sus custodios.

Tabú y mito quedará para siempre Rodolfo Walsh entre nuestra sociedad argentina y sus

mandarines culturales, por un lado, y los que divagan entre la poesía, el sueño y la justicia

con sol.

A Walsh lo han llamado “el anti-Borges”. Qué rara coincidencia. Al joven Büchner (apenas

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con su magistral fragmento Lenz, con su Woyzeck, su Leonce y Lena, su Muerte de Dantón)

lo califican el “anti-Jünger” (y a éste, el “Borges alemán”). Büchner era -como Walsh- un

agitador. Walsh era, como Büchner, un contrabandista de la literatura. Büchner era un

comunista precoz; Walsh, un revolucionario latinoamericano consecuente y sin prisa. Ernst

Jünger (el Borges alemán -o Borges, el Jünger argentino) ha sido denominado no sin cierta

ternura en un seminario cumbre de Berlín un fascista noble de frialdad proporcionada, donde

el calificativo de fascista no fue pensado en peyorativo sino como categoría de pensamiento.

Tal vez para evitar confusiones, el sociólogo Oskar Negt se apresuró a corregir aquel título

por el de un antidemócrata constitucional. De cualquier manera, Jünger (el Borges alemán)

ha construido los fuertes pilares del edificio teórico de la revolución conservadora. Un pionero.

¿Walsh, el anti-Borges? Tal vez una definición excesivamente ampulosa, un poco para

asustar al descuidado. O más bien una búsqueda desesperada de congruencia entre los

conceptos de moral, estética y política. Walsh es siempre joven, impetuoso. Vuelo y

profundidad. En su conversación con el lector pobre de novelas policiales hay genio,

tragedia, misterio, ansia. (¿Qué es literatura, acaso?)

Nunca le van a perdonar a Walsh eso: que ha quedado siempre joven. Se les escapa de

los moldes y las escuelas. Supo ver y desnudó a toda la sociedad argentina cuando dejó de

jugar al ajedrez y se asomó a ver qué pasaba. Así nació Operación Masacre. En esas pocas

páginas está toda esa sociedad argentina que no dejó de gobernar nunca. Están los

uniformados pero también la justicia, en esos personajes próceres del derecho: Sebastián

Soler, Alconada Aramburu, Amílcar Mercader. Que van y vienen y cambian de nombre pero

no de rostro y están en todas las épocas, desde 1810.

Operación Masacre es el gran grito de alerta. Nadie como Walsh supo describir a los

verdaderos fundadores de la gran masacre que vendría después. El teniente coronel

Fernández Suárez no es nada más que la reencarnación del otro teniente coronel Héctor

Benigno Várela, fusilador de las peonadas patagónicas, y el predecesor contemporáneo de

esas figuras casi inverosímiles en su crueldad y su brutal soberbia: Menéndez, Massera,

Camps. El método de Fernández Suárez es el mismo: la bravata, el golpe, la intimidación, la

tortura, el robo de las pertenencias, el asesinato. Walsh pone una a una las pruebas sobre la

mesa. Los Aramburu, Rojas, Manrique Quaranta recurren a los civiles. Los civiles

encuentran siempre la solución. El discurso de Aguirre Lanari -hombre de todas las

dictaduras y de nuestras pobres democracias- en La Plata, lo dice todo. El asesino será

aplaudido. Walsh no se queja: demuestra. Cuando uno lee Operación Masacre puede

entender muy bien el porqué de la reacción de la juventud en los sesenta y setenta. Ahí está

la raíz de la violencia. Había que ser muy pequeño, como joven, para no sentir vergüenza.

Vendrá el golpismo como profesión, con aquellos protagonistas dignos de sainetes y

novelones de principios de siglo, como los Toranzo Montero, Sánchez de Bustamante,

López Aufranc. Y después de ellos aparecerá un Aramburu franquista: el triste Onganía con

su general Fonseca, aquél de los bastones largos. Todo esto y mucho más. Ése era el

ejemplo de democracia que se daba a nuestra juventud. Se sembró violencia. Y sus obispos

representativos fueron generales y almirantes de gestos mesurados, respaldados por

intelectuales afincados en la aristocracia de la cultura y políticos ansiosos asomados a la

puerta de los cuarteles, mientras se apaleaba y se metía picana al vulgo, a los plebeyos. No

había más censura para las clases lectoras pero se metía bala en los basurales. Un pueblo,

de la mano de la democracia peronista a la nueva década infame de los cincuenta y

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sesenta; la primera, de trece años; la segunda, de dieciocho. Pero lo que más aflige es la

ofensa que el hombre lleva adentro, le basta escribir a Walsh.

Y más adelante: Entonces estamos todos avergonzados. Ahí le está dictando su

conciencia, él se limita a teclear. Él tampoco es un héroe de película sino solamente un

hombre que se anima; sí, al hablar de otro, Walsh se está describiendo a sí mismo. Y toma

contacto con los que van a ser sus personajes: He hablado con sobrevivientes, viudas,

huérfanos, conspiradores, asilados, prófugos, delatores presuntos, héroes anónimos. Walsh,

como Arlt, no sublimiza a la gente de pueblo. Para Walsh es como es y en tres líneas la

retrata al hablarnos de un vecino, don Pedro: Sus ideas son enteramente comunes, las

ideas de la gente del pueblo; por lo general acertadas con respecto a las cosas concretas y

tangibles, nebulosas o arbitrarias en otros terrenos. Walsh no se hace ilusiones, los toma

como son, pero no

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