Personalismo
edennet6 de Noviembre de 2013
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PERSONALISMO
El término personalismo está gravado de una ambigüedad casi crónica. Si acudimos a cualquier diccionario de filosofía nos encontraremos con que remiten a toda filosofía que afirma la primacía de la persona sobre la realidad material o sobre las abstracciones idealistas, sea porque sostiene el valor superior, ontológica, moral y socialmente, de la persona humana o suprahumana, sea porque, en un sentido más estricto, cifra en el significado de la persona el significado de toda la realidad. Si, por el contrario, consultamos un diccionario de la lengua española encontraremos un significado netamente negativo: la adhesión a una persona o a las ideas que ella representa, especialmente en política, así como la tendencia a subordinar el interés común a miras personales. Se trata del vicio y la conducta de quien todo lo subordina a sí y del afán desmedido de protagonismo en cualquier ámbito o actividad. Esta ambigüedad se refleja en el lenguaje cotidiano, en el que domina el uso negativo, pero también en el lenguaje filosófico, en el que se ha entendido el personalismo como una forma sutil de designar el individualismo y el espiritualismo desencarnado. Nosotros, estando atentos a estos malentendidos, tomamos el personalismo en el primer sentido indicado y, de manera especial, en el que le ha dado Mounier y el grupo nucleado en torno a la revista Esprit. La acepción personalismo, dice Mounier, es de uso reciente (en torno a 1903 la usa Renouvier para calificar su filosofía). Pero, continúa, «lo que se llama personalismo no es una novedad. El universo de la persona es el universo del hombre. Sería asombroso que se hubiese esperado al siglo XX para explorarlo, aunque fuese bajo otros nombres. El personalismo más actual se inserta, como veremos, en una larga tradición»1.
I. LAS RAÍCES HISTÓRICAS DEL PERSONALISMO.
En Grecia, como prácticamente en toda la Antigüedad, domina lo general sobre lo individual, lo cósmico sobre lo propiamente humano, el destino sobre la soberanía de la libertad; de modo que falta incluso el concepto de /persona. Pero ya en el pensamiento griego podemos encontrar una primera veneración hacia el hombre y la tendencia a destacar su /dignidad sobre el orden cósmico natural. En las tragedias griegas se atisban protestas de la libertad contra el destino ciego; en la sofística, con todas sus limitaciones, se da una primera contracción del pensamiento a la dimensión humana que, sobre todo Sócrates dignifica por la vía de la virtud y del «conócete a ti mismo»; es la primera revolución personalista conocida. La ética aristotélica y el amor universalista estoico son también hitos de esta toma de conciencia. Pero donde el personalismo encuentra decisivas aportaciones es con la novedad del /cristianismo. Ya en la profunda experiencia religiosa del pueblo judío, aparecen con claridad las raíces del personalismo: en su literatura sapiencial, y en su vigoroso profetismo y su defensa del hombre concreto, del / pobre, del huérfano y de la viuda. Se cree en el Dios trascendente y personal, creador del mundo, que vacía el mundo de dioses y lo hace el lugar propio del hombre, creado a imagen del mismo Dios, en el que aquel proyecta responsablemente su libertad, en un tiempo no ya cíclico-natural, sino abierto como historia humana e historia de salvación. El hombre, hecho de barro y soplo divino, encuentra en sí un cierto absoluto que lo libera de los vínculos genéricos que quieran agotar su imposible definición. El hombre es vocación, llamada a una existencia de la que es responsable y en la que el riesgo del pecado no hace sino subrayar su libertad, incluso respecto del Dios que le llama al ser y a la /gracia, que incluye la regeneración del perdón. Y la /comunidad ya no es sólo el género próximo y anterior que llena su identidad, sino también, y ante todo, el fruto de una contribución libre por la que cada uno aporta riquezas inéditas antes de él: la comunión creada por el amor mutuo, comunión de corazón y de bienes, parte esencial de la vocación del cristiano. Con el cristianismo quedan dibujadas las grandes líneas del personalismo comunitario, y se entiende la relación del hombre con el mundo y con el mismo Dios como un gran diálogo en el que, además de la sacramentalidad del mundo, tiene importancia primordial la sacramentalidád, de la historia y de la palabra. Hasta el punto que la misma Palabra de Dios se hace palabra humana en Cristo; y, por él, se hace del /prójimo el lugar privilegiado de la exigencia moral y de la experiencia religiosa.
El pensamiento de san Agustín, con sus Confesiones, constituye la admirable ejecución, sin precedentes en la historia, de un programa personalista, por el que el alma del individuo se rescata y se conquista a medida que conoce la verdad y se conoce en Dios: soliloquio que es un diálogo con Dios y un coloquio con todos los hombres2. No obstante, se mantienen en el pensamiento filosófico y teológico cristiano medieval las influencias del intelectualismo griego, que impiden al cristianismo producir todos sus efectos: la fecunda adopción de las categorías filosóficas griegas hace, como contrapartida, que siga dominando lo universal sobre lo individual, y la dignidad absoluta del ser humano, así como la igualdad de todos los hombres en esa común dignidad, se afirma en el terreno teológico, sin que llegue a tener suficientes repercusiones antropológicas y sociales. Pero, ya al final de la Edad Media, comienza a delinearse lo que será el humanismo moderno, especialmente en el pensamiento de Tomás de Aquino, que afirma enérgicamente la superioridad ontológica de la /persona sobre todo el resto de la realidad y su esencial unidad sustancial, sanando la tradición cristiana del dualismo que venía arrastrando desde la Alta Edad Media.
Un paso decisivo en la estimación de la realidad personal, en cuanto irreductible a la naturaleza subhumana, se da en el Renacimiento. Pese a sus pretensiones de retorno al clasicismo griego, este período es incomprensible sin el cristianismo, del que prolonga y potencia la veneración por el hombre: el /Humanismo. Destaca aquí la aportación de la escolástica renacentista de Salamanca: afirmación filosófica y jurídica de lo absoluto del hombre («bien de sí mismo», dice Francisco de Vitoria) y de los /derechos humanos, con ocasión de la defensa de los derechos de los indígenas americanos. Pero es después cuando se van extrayendo algunas de las potencialidades teóricas contenidas en la tematización del hombre como individuo irreductible. En esta clave cabe interpretar la potencia del cogito cartesiano, que, pese a sus graves unilateralidades, como la ruptura de la comunión con la naturaleza y con el otro hombre, supone la «afirmación de un ser que detiene el curso interminable de la idea y se afirma en la existencia»3, y desemboca en la tematización kantiana de su valor absoluto o fin en sí, y la proclamación política de los derechos del hombre.
El Romanticismo, filosófico y literario, está recorrido de «palpitaciones personalistas»4, aunque la titánica autoafirmación del yo acabe siendo devorada por la pasión de la /totalidad, cuya máxima expresión es la hegeliana sumisión del individuo al Estado. Así pues, también la /modernidad, pese a sus contribuciones, está tocada de la ambigüedad que veíamos en la Edad Media. La exaltación de la razón científica y el culto de una libertad que tiende a afirmarse absolutamente en la subjetividad humana, así como la ruptura de esas dos instancias, que favorecen simultáneamente la tendencia al objetivismo cientista, al individualismo antropológico y social y al subjetivismo moral, limitan los logros del mundo moderno en la contribución al personalismo. El /individuo humano tiende a ser reducido a mero objeto de investigación y, por otro lado, a elevarse a la condición de divino.
II. ANTECEDENTES PRÓXIMOS.
A juicio de Mounier, son tres los nombres que deben destacarse en el siglo XIX para una historia del personalismo: Maine de Biran, S. Kierkegaard y K. Marx. El primero, precursor del moderno personalismo francés, oponiéndose al sensismo mecanicista de su tiempo, tematiza la unidad de la conciencia y de la espacialidad objetiva, en la que aquella se abre paso. Kierkegaard y K. Marx representan dos aceradas críticas del sistema hegeliano; el primero en nombre de la libertad irreductible del hombre y de su dramática situación; el segundo denuncia la abstracción idealista olvidada de las condiciones sociales y económicas en que se da la existencia del hombre concreto. Pese a su importancia, estos dos autores son expresión de la fractura razón-libertad antes aludida, de modo que el primero es proclive a la desviación romántica en versión individualista y subjetivista, y el segundo se inclina, mediante su materialismo histórico, ante el mito decimonónico de la ciencia, aplicado a la realidad social e histórica. Pero se va abriendo paso la conciencia de la necesidad de superar la escisión entre una visión espiritualista del hombre, que lo separa de su pertenencia terrena, y otra materialista, que quiere reducirlo a mero producto de la evolución, la presión social o las fuerzas ciegas que operan desde su inconsciente. Diversos autores (Maine de Biran ya fue uno de ellos) tratan de pensar la realidad y al hombre haciendo justicia a la diversidad de dimensiones que se dan cita en él, sin sacrificar ninguna. De esta forma se prepara el terreno del personalismo que fragua en 1932, en torno a E. Mounier y el movimiento Esprit.
Precursor de esa tendencia es R. H. Lotze, que trata de conciliar en su filosofía los principios del mecanicismo científico, con un espiritualismo que afirma la superioridad de la realidad personal y de los valores que dan unidad teleológica
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