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Picasso: La Logica No Es Como La Pintan


Enviado por   •  16 de Junio de 2014  •  9.151 Palabras (37 Páginas)  •  172 Visitas

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Picasso: la lógica de la libertad no es como la pintan

I

La gran exposición del Museo del Prado, con el título «El retrato español: de El Greco a Picasso», es uno de los acontecimientos culturales del año. Por primera vez en su historia, la pinacoteca nacional presenta un recorrido cronológico por la historia de un género, que en este caso resulta esencial para la comprensión de la pintura española. Basta repasar la nómina de artistas que estan representados en esa exposición, para apreciar hasta qué punto la pintura de retrato está en el corazón de nuestro arte: Berruguete, Moro, El Greco, Zurbarán, Velázquez, Valdes Leal, Goya, Madrazo, Zuloaga, Picasso, Miró y Gris, y no son todos los nombres que se proponen en este recorrido desde los orígenes del retrato hasta las vanguardias. Nueva Revista publica un ensayo que el director de la publicación, Rafael Llano, ha preparado para esta ocasión. A propósito de Picasso, es difícil encontrar un género plástico en el que, a la larga o a la corta, no haya obrado él una revolución. Pero tratándose del retrato, estamos autorizados a pensar que se trata de uno de los géneros que están más en el centro de su poética. No en vano Picasso ha sido considerado por algunos críticos de arte como el retratista más importante del siglo xx. Sus opiniones, observaciones y relatos de anécdotas, que están en la base de los siguientes comentarios, pueden ser una buena propedéutica para esa inminente gran fiesta, que resulta siempre la contemplación de nuestra pintura.

«Yo no lo digo todo, pero lo pienso todo».

Pablo Picasso, en Hélène Parmelin, Picasso dit; Gonthier, París, 1966.

Autodidactas, casi habría que decir: pintores primitivos, eso tendrían que ser por necesidad, según Picasso, quienes se dedicaran a pintar después de haberlo hecho el loco de Van Gogh. Él, que era hijo de un profesor de dibujo de academia, don José Ruiz; él, un muchacho precoz que había superado todas las etapas de formación académica a velocidad de vértigo, tenía ante sí esta disyuntiva: o acomodarse a la pintura anterior a la de aquellos innovadores absolutos que eran Van Gogh y Cézanne, y hundirse junto con la tradición en un academicismo orgulloso pero huero; u olvidarse de todo lo aprendido, de las reglas, de los cánones, de las academias y crear, también él, su propio lenguaje.

Con apenas diecinueve años, y ya consagrado en su país, Picasso había llegado a la Exposition Universelle de París aquel año, 1900, porque uno de sus lienzos se exhibiría en el pabellón de España. De allí en adelante, podría él consagrarse a los partenones, a las venus, a las ninfas, a los narcisos y a toda la caterva de «bellezas» acrisoladas por la tradición y que descubría colgadas de las paredes del Louvre, por primera vez; podía hacer eso, y seguir viviendo del éxito, o bien escoger como punto de partida la galería del viejo Tanguy, donde los parisinos, hacía todavía pocos años, iban a burlarse de las bañistas de Cézanne y de los girasoles de Van Gogh. Para reírse, sí, de aquel hombre solitario y atormentado, que había dado un carpetazo a todas las herencias de la pintura y creado él solo un lenguaje enterito, desde la A hasta la Z; para burlarse, sí, de ese, como le llamaría Matisse, Dios bondadoso de la pintura, que era Cézanne, y a quien la pintura debía tantos caminos, tantas posibilidades nuevas, que hacía falta ser un Hércules para ponerse a transitar cualquiera de esas sendas.

Era sin duda una encrucijada la de París, 1900: el orden del canon, de la academia, del gusto que se vende al público en estuches; o la libertad de los colosos. O la plétora «du charme», de las obras «bonitas», «encantadoras», que llenaban el Louvre; o trabajar dando libre curso a las propias emociones, y disponerse a sufrir el escarnio. O trabajar con aquel: «Le suplico, distinguido amigo, acepte la expresión de mi consideración más distinguida», inciso en cada cuadro, mostrando sumisión a todos los gustos; o disponerse a abrazar el exilio a cuenta de su obra, como Voltaire lo hizo a cuenta de la suya. Como pintores primitivos y autodidactas... pues si los hombres habían llegado a fijar imágenes en las paredes de las cuevas, en las astas, en un pedazo de madera, fue porque sus ojos las descubrían allí casi por azar, prefiguradas en las realidades de su entorno, casi al alcance de la mano: una forma le sugería a uno una mujer, otra un bisonte, otra, aún, la cabeza de un monstruo... que pintaban o tallaban, sin pedir permiso a nadie, sin echar mano a recetas.

Ni los espíritus cobardes que se apegan a los mitos enterrados de los museos, ni las imposturas de los charlatanes que han hecho de la pintura un modo lucrativo de vida, nos pueden hacer olvidar lo único importante, según Picasso: sentir la vida interior de los hombres grandes. Porque lo significativo no es tanto lo que el artista hace, como lo que el artista es. Cézanne nos interesaría un comino si hubiera vivido y pensado como un Jacques Émile Blanche, incluso si sus manzanas hubiesen llegado a ser diez veces más bonitas que las que realmente pintó. Lo que nos fuerza a interesarnos por Cézanne es su ansiedad: esa es su lección, eso lo que podemos aprender de él, según Picasso. Y lo que nos empuja a interesarnos por Van Gogh, es el drama actual de ese hombre, su soledad —una vida miserable, que ha llegado a ser el arquetipo de la aventura moderna de la creación—. Todo lo demás, es prescindible; de todo lo demás, podemos avergonzarnos.

El artista adolescente quiere ser original, y tiene una manera segura de conseguirlo: olvidarse de la pintura cuando pinta. Para medrar, la pintura tiene que ignorar, o mejor dicho, olvidar todas las reglas aprendidas. Formas bonitas, armonías de colores... se pueden encontrar en cada esquina, pero un artista con personalidad, ay amigo, eso es otra cosa. Ni siquiera la personalidad debe buscarla el artista, porque o se lleva dentro o es que simplemente no se tiene. Ni siquiera va a emanar del deseo de ser original. El individuo que insiste en serlo pierde el tiempo y se engaña a sí mismo.

Basta ya de hacer arte, se dice Picasso; basta ya de ofrecer belleza. Nadie quiere pintar, sólo se busca hacer arte. La gente demanda arte, y nosotros le proporcionamos «bellas armonías» y «colores mágicos». Basta ya; dejémos de hacer arte, y conformémonos con hacer pintura.

Y Picasso partió de cero, y se puso a hacer pintura y sólo pintura. El joven artista rechazó todo lo que no estuviera directamente relacionado con las cualidades sensibles de su oficio. Inició su propia comprensión del dibujo, de la composición,

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