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Santo Tomas


Enviado por   •  13 de Octubre de 2014  •  1.812 Palabras (8 Páginas)  •  191 Visitas

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Como en el orden moral, en el ámbito político, Ockham entiende que toda ley o regla está sometida a la voluntad omnipotente de Dios, pues de ella deriva y en ella se justifica. Esta voluntad reconoce un único límite: el principio de no contradicción. Por tanto ninguna ley es legítima si expresa contradicción con la voluntad de Dios manifestada en la revelación.

Si bien su obra política más conocida por su corte polémico es el Contra Ioannen, hay cuatro exposiciones de mayor peso teórico: el Breviloquium de potestate papae, el De imperatorum et Pontificum potestate, las Octo quaestiones y elDialogus, fundamentalmente en su primera y tercera parte.

El problema de la pobreza evangélica puede ser considerado como el origen del pensamiento político ockhamista. El segundo ámbito temático de importancia radica en la relación entre los poderes civil y eclesiástico; entre el principado dominativus y el principado ministrativus [Damiata 1978-1979: 2 vol].

El tema de la pobreza evangélica es abordado en los primeros escritos polémicos. Ockham considera que el hombre tiene el derecho natural, dado por Dios, a la propiedad de los bienes de la tierra, pudiendo disponer de ellos según el dictamen de la recta razón. In principio, el hombre dispuso de un dominio genérico sobre el universo y sólo después del pecado, se manifiesta a través de la razón, que tanto la propiedad privada como la jurisdicción son necesarias para introducir orden en la vida [Opus nonaginta dierum, c. 14 (OP II: 432 ss)]. De modo que toda soberanía humana sea ésta sobre las cosas o las personas reconoce como origen al pecado; y su conocimiento tiene como fuente a las Escrituras [Ghisalberti 1972: 259, 261-2].

El derecho a la propiedad es inviolable, y nadie puede ser desposeído por un poder terrenal, de un modo contrario a su voluntad. Pero a diferencia de otros derechos naturales, como el derecho a la vida que convierte en un precepto moral la obligación de conservarla, no es necesario que todos los individuos ejerciten el derecho a la propiedad privada. Un hombre puede, por una causa justa y razonable, renunciar voluntaria y legítimamente a la posesión de propiedad. Así lo hicieron los franciscanos quienes, a imitación de Cristo y los apóstoles, habían renunciado a este derecho. Esta posición fue considerada herética por el papa Juan XXII, al sostener que la renuncia al derecho de propiedad, implicaba también una renuncia al derecho a la comida y al vestido.

En su respuesta Ockham distingue entre una renuncia legítima al derecho natural de propiedad y el derecho de usobajo permiso de la Santa Sede [Leff 1975: 620-1]. El derecho natural es una extensión del divino, y por lo tanto siempre es justo, mientras que la ley humana positiva necesita la conformidad con la recta ratio [Opus Nonaginta Dierum, cap. 93 (OP II: 673)].

En efecto, Ockham distingue entre el uso de derecho (usus iuris) y el uso de hecho (usus facti). Los franciscanos, renunciando al usus iuris, sólo pueden disponer legítimamente del usus facti, del uso simple de las cosas temporales, mientras que a la Santa Sede le corresponde el dominio radical o el usus iuris.

El verdadero interés filosófico de esta discusión está en la defensa que hace Ockham de la existencia de derechos anteriores a cualquier convención humana. Estos derechos participan de la ley natural que es inmutable en el presente orden creado por Dios (potentia Dei ordinata), orden que, en su sistema filosófico, se encuentra siempre subordinado a la potentia Dei absoluta.

En cuanto al segundo aspecto, su pensamiento también responde a las disputas contemporáneas en las que estuvo involucrado con la Santa Sede y su oficial ruptura con ella. La discusión está centrada en las tesis teocráticas que le reconocen al Papa el poder de legislar tanto en la esfera espiritual como en la temporal con el único límite representado por el derecho natural y la ley positiva divina.

Ciertamente, los pensadores teocráticos no pretendían que la iglesia gobernara de un modo directo al pueblo. En una vía ordinaria, es el Príncipe quien debe elegir y disponer las prácticas que conducen al bien común; pero también es cierto que su autoridad procede de una delegación del Pontífice quien tiene el derecho de controlarlo y juzgar la dignidad de su conducta. La iglesia conserva el derecho de consagrar al Emperador y sólo a través de su aprobación y bendición, el poder temporal deviene legítimo.

El punto de partida de la articulación entre las dos potestades está consignado en estas expresiones de Ockham: «el Papa tiene la potestad en lo espiritual y el Emperador en lo temporal» [Ockham, Dial. III, II, lib. II, cap. 2 (903, 19)]; y en su particular caracterización de cada uno de los dos ámbitos: «Por temporal se entiende todo aquello que concierne al régimen humano, es decir, al género humano constituido en la sola naturaleza sin ninguna revelación divina, y que siguen aquellos que no admiten otra ley que la natural y la humana positiva, y a quienes ninguna otra ley les es impuesta. En cambio, por espiritual se entiende aquello que concierne al régimen de los fieles en cuanto es dispuesto por revelación divina» [Ockham, Dial. III, II, lib. II, cap. 4 (904, 31ss.)].

Poder civil y eclesiástico no se oponen, siendo necesaria su coordinación y colaboración [E. Peña Eguren 2010: 187]. Coinciden en el origen divino y en el fin, que en ambos casos es el bien común [Ockham, Dial. III.I, lib. I, cap. 14 (786,8 ss)]. En efecto, ambas formas de poder son una consecuencia del pecado original y han surgido como un remedio al desorden introducido en la creación. La potestad civil en sí misma no es imprescindible, puede imaginarse una sociedad ideal que carezca de ese poder. Sin embargo, la recta razón la descubre conveniente para la convivencia sobre todo por su capacidad para evitar el mal y castigar a quienes lo cometen [Ockham, Dial. III.II, lib. II, cap. 11 (911,41ss.)].

Tanto el poder civil como el eclesiástico deben mantenerse dentro de los límites de su potestad. Pero no se trata de compartimentos estancos: el bien común es más importante que la separación de poderes y puede exigir, en determinadas circunstancias y bajo ciertas condiciones, que uno de ellos intervenga en el ámbito propio del otro. En efecto, a partir de 1337 Ockham formula algunas precisiones en cuestiones institucionales y establece un principio fundamental: regulariter hay dualismo de poderes, casualiter tanto el Papa como el Emperador pueden intervenir en el ámbito que de un modo habitual corresponde al otro poder.

La diferencia de naturaleza de ambas potestades es tal que, el Papa no puede ejercer regularmente la potestad temporal, pues, ex ordinatione Christi y por tanto según el derecho divino, sólo le corresponde la potestad espiritual, exenta de coerción. Pero una división taxativa sería un precio demasiado alto para el bien común de la christianitas:de allí que in casu, el orden temporal pueda convertirse en asunto del Pontífice mediando una situación de necesidad, suplencia, concesión o delegación. Este carácter accidental y supletorio, no menoscaba la seriedad de la ocasional intervención cuando el bien común lo requiera. En el Dialogus Ockham llega a hablar, literalmente, nada menos que de la deposición del Emperador por la acción del Pontífice [Ockham, Dial. III, II, lib. III, cap. 22 (956, 21 ss.)].

Pero regulariter el Papa debe abstenerse de injerencias en asuntos civiles del Estado, ya que esto sería ir contra lo que Dios y la naturaleza han concedido a los hombres. Sólo en los casos extremos está justificada esta intervención.

La crítica ockhamista de la plenitudo potestatis del Papa se fundamenta en la repulsa de que el Emperador pueda devenir vasallo del Papa; y por otra en el carácter propiamente político de las injerencias pontificias en el orden temporal. Los príncipes seculares no están sujetos como siervos [Ockham, Dial. III, I, lib. I, cap. 8] sino que, al contrario, es el Papa quien está sujeto al Emperador en las cuestiones temporales [Ockham, Dial. III.II, lib. III, cap. 10]. Por ello el curialismo radical es herético, además de pernicioso y peligroso pues si el Pontífice dispusiera a su voluntad del Emperador, de los reyes, de los cristianos y de todos los hombres, se seguirían graves peligros para la convivencia y el bien común [Ockham, Dial. III.I, lib. I, cap. 5 (777,5ss.)].

Con criterio semejante, tampoco el Emperador tiene una plenitudo potestatis sino: «una potestas limitata, de modo que con los [hombres] libres que le están sujetos y con sus bienes sólo puede hacer aquello que conviene a la utilidad común» [Ockham, Dial. III, II, lib. II, cap. 27 (923, 27ss)]. Paralelamente, y también en una vía de excepción, cuando la conducta del Papa atente contra la seguridad del Estado, podrá intervenir el Emperador para castigar al Pontífice, pero no para deponerlo, ya que esto es de competencia de toda la cristiandad.

Ockham distingue entre la ley divina que gobierna la iglesia y las leyes humanas que gobiernan el imperio. El ejemplo que el Papa debe seguir es el de Cristo y sus apóstoles, pobres y carentes de toda plenitudo potestatis, en cuanto han abdicado de cualquier soberanía temporal. Ockham considera que el poder conferido por Cristo a Pedro no debe ser entendido como una potestad dominativa, sino como el servicio de un padre y pastor espiritual. Mal pueden conciliarse la relación que el Pontífice mantiene con sus fieles en cuanto padre, con aquella que vincula a un soberano temporal con sus súbditos.

Hay un claro ideal determinado en las Escrituras y expresado a través de la fe de la iglesia universal. En los datos de la Escritura hay que atender a la figura de Cristo quien renunció a toda forma de poder temporal. Por ello no es lógico que su vicario tome y exija prerrogativas temporales. En el plano espiritual el Papa es un purus viator, sujeto al pecado como todos los hombres. El oficio no lo santifica de manera que evite las consecuencias del pecado. Es verdad que el Pontífice tiene una labor sumamente cualificada, pero ha sido instituida sólo para el beneficio de los creyentes y su potestad no alcanza en modo alguno a la de Cristo, único fundador primario de la Iglesia.

La doctrina ockhamista es aplicable a cualquier rey o príncipe temporal, pero la plasmación perfecta de su realización fue el imperio romano. No se trata del imperio histórico que acabó con Rómulo Augústulo, sino más bien del Sacro Imperio Romano Germánico, trasvasado de Roma a Alemania por Carlomagno, y cuyo poder era ejercido por Luis de Baviera, en contra de las pretensiones de Juan XXII.

El pensamiento político de Ockham desmonta la convicción de la cultura medieval según la cual el Pontífice representa la unidad suprema de todos los poderes, con la convicción de que una reducción del poder temporal al espiritual implicaría el menoscabo de su carácter de poder legítimo. Su especulación constituye un intento por legitimarlo dando respuesta a los nuevos desafíos culturales, sociales y políticos en los que transcurrió su propia vida.

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