Tan Solo A Un Paso
ourbina19 de Febrero de 2014
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Valle de la Reina, Santiago de Chile
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De tiempo en tiempo y de lugar en lugar, nacen
hombres, quienes no conformándose con la
complacencia de una vida tranquila y esforzada,
deciden partir en busca de nuevos horizontes,
entablando descarnadas batallas y arrojándose a la
caza de bestias de magnitudes mitológicas, meramente
motivados por el íntimo deseo de conocer, conocerse y
superarse a si mismos.
Yo soy uno de aquellos hombres y por eso decidí
hacerme avatar. Deje mi hogar y marché en la
búsqueda de un señor a quién ofrecer mi obediencia y
que me diese vasallaje.
Esta es mi historia.
Después de servir a mi señor durante tres años, cumpliendo para él sencillas encomiendas y
aseando sus caballerizas, fui llamado a su presencia. Al parecer tenía deseos de conocerme y
transmitirme algún mensaje. Sería la primera vez que podría verlo y oír de él directamente sus
palabras.
Emocionado, con el corazón dando vuelcos en el pecho y vestido con mis mejores harapos,
me dirigí al salón principal. Hinqué mi rodilla derecha en señal de sumisión y esperé a que me
hablara.
Primer Viaje
De vuelta y sobre mí, hecho uno con el Uno, vi mi reflejo en los ojos de mi madre, hasta que
el tiempo y el espacio perdieron sentido. Caí en un trance profundo.
Al despertar, encontré en ese lugar una piedra, no había nada más, el silencio acuchillaba mis
tímpanos y sólo el tenue sonido de la piedra que se resiste a quebrar me mantenía alejado de
un sueño que me atraía y parecía mortal.
Para no perder la cordura, evoqué en mi mente todos los objetos que podía recordar, hasta que
logré reproducir en la intimidad de mi pensamiento todo un mundo claro y coherente. Allí
también yo era parte inventada y gozaba de la facultad de cambiarme, transmutarme según yo
lo desease. Mi vigilia aumentó.
Terminé por recobrar la conciencia, y con los ojos bien abiertos pude ver la piedra que
encontré, más pequeña y trabajada, a su alrededor esparcidos quedaban cientos de esquirlas
desbastadas.
Segundo Viaje
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Me elevé por encima de montañas y nubes, hallé un cúmulo pequeño y compacto. No había
en aquella pequeña isla en el aire más que un árbol y niño pequeño.
La criatura lloraba desconsoladamente, pues no lograba alcanzar y hacerse con un fruto que,
graciosamente, guindaba en lo alto de la copa del árbol. Para intentar coger el objeto de su
deseo alzaba los brazos con mucho esfuerzo, sin darse cuenta que, por su corta estatura, jamás
podría siquiera tocarlo. Frustrado en su intento, el niño volvía a sentarse y rompía en llanto.
Sus lamentos eran estruendosos y a cada sollozo parecía como si una gigantesca ventolera
naciese de él. Fue ardua la labor de mantenerme en pié frente a tan terrible tormenta, pero
finalmente crucé y pude acercármele.
Intenté explicarle que su empeño sería infructuoso si no entendía que, del modo como lo
intentaba, nunca lograría su objetivo, pero que sin embargo no debía flaquear en su empresa
pues esta era posible de conquistar. Meditabundo y abstraído el niño caminó en torno al
tronco del árbol observando sus detalles y dando, de tanto en tanto, esquivas miradas a la fruta
de su obsesión.
Repentinamente, la criatura detuvo su paso y dando un formidable brinco extendió su cuerpo
y sus brazos se alzaron hasta tocar el fruto, cerró sus manos y pudo hacerse con él.
Sentado a los pies del árbol, disfrutaba dando ávidos bocados a su recuperado tesoro, se
despidió de mí, alegremente, agitando su mano.
Tercer Viaje
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Muy hondo nadé en las inmensidades del mar, tanto y hasta que el último rayo de luz había
desaparecido. La oscuridad era absoluta y me era imposible ver a mí alrededor. Sólo percibía
el débil y lejano sonido de un canto incoherente, casi fantasmal. Ese fue mi único faro, y lo
seguí, como encantado por las dulces notas que colmaban mi voluntad y me alimentaban el
brío en cada bracear.
Terminé a las puertas de una caverna, débilmente iluminada por un único rayo de sol que
tímidamente atrevía aventurarse en este mar de tinieblas. La entrada estaba bloqueada por una
tupida pared de minúsculas rocas que flanqueaban el paso.
Intenté derribar el obstáculo con mi empuje, pretendí soplarlo y también derrumbarlo con mis
manos. Esperé largo rato para ver si la marea, con su fuerza, podía debilitarlo; nada ocurrió y
la entrada a la fuente del canto misterioso seguía prohibida para mí.
Una tarde, calmado mi desasosiego, noté que caía una pequeña piedrecilla del muro y junto
con ella rodaban otras dos. Con cuidado me acerqué y cogí uno de los diminutos guijarros e
inmediatamente otros dos cayeron tras a él. Me di entonces a la tarea de recuperar, uno a uno,
los pequeños fragmentos de roca que conformaban el muro; cada vez nadaba a la superficie y
los dejaba apilados en un claro que se encontraba junto a la playa.
Pasaron días, meses y quizás años, no podría decirlo, hasta que finalmente la última de las
piedras quedó removida exponiendo para mi el interior de la gruta submarina. Allí estaba ella
sentada sobre una roca, hermosa como una diosa y parecía que una luz emanara de ella. Nada
me dijo, sólo me observaba con sus ojos grises e inexpresivos.
La rescaté y la llevé al castillo de guijarros que se erguía en el claro junto a la playa. En el
lapso de los años que estuve con ella nunca me dirigió palabra alguna y no se despidió
mientras me alejaba, se limitó a observarme con sus ojos grises e inexpresivos, llevando en su
vientre mi semilla.
Cuarto Viaje
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El camino a mi destino encomendado no lo recorrí solo, muchos hombres y mujeres
marchaban a mi lado, pero eran distintos a mí, caminaban como impulsados por una fuerza
invisible que los arrastraba paso a paso, sus miradas eran vacías y a la vez era posible leer en
ellas una agonía infinita.
El final del sendero estaba rematado por dos inmensas puertas, negras como el carbón. A sus
pies una bestia custodiaba la entrada, sus ojos relucían como dos linternas y marcaban un
feroz contraste con su pelaje de intenso azabache.
...