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Tus Buenas Intenciones


Enviado por   •  18 de Febrero de 2015  •  1.277 Palabras (6 Páginas)  •  145 Visitas

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Tenía uno de esos rostros que podrían provenir de cualquier lugar de Europa del sur, América Latina o el norte del subcontinente indio. Con pinta de halcón, atractivo, ese rostro tenía algo esencialmente camaleónico. Auden decía que después de los cuarenta todo el mundo tiene la cara que se merece, pero siempre me pareció que Iván Illich había “desnacionalizado” su rostro de la misma manera que se había desnacionalizado él mismo. Es bastante difícil que los escritores produzcan su mejor obra en un lenguaje distinto a su lengua materna; solo Conrad, Beckett y Cioran lograron salvar el abismo, aunque también Borges podría haberlo hecho de haber elegido camino tan ingrato. Iván, que estudiaba tagalo cuando yo trabajaba para él, hablaba unas doce lenguas fluida o cuando menos convincentemente, y podía arreglárselas en otras seis. Alguna vez me dijo que, después de las primeras cuatro o cinco, aprender otra lengua no resultaba terriblemente difícil. Tenía el mismo genio para las culturas, aun cuando sin duda le guardaba una lealtad especial, por no hablar de cariño, a América Latina.

Dada la biografía de Iván, esto era quizás una sobredeterminación. Se podría argumentar que solo quienes provienen de países pequeños –lugares que, antes que modificar la historia, son modificados por ella, como dijera alguna vez Cioran de su nativa Rumania– pueden ser verdaderos cosmopolitas. Iván encajaba perfectamente en este molde. Nació en Viena en 1926; su madre era judía, su padre –un ingeniero civil– pertenecía a la pequeña nobleza de Dalmacia. Para los profesionistas ambiciosos de los Balcanes en la década de 1920, Viena debía ser lo que Nueva York o Londres hoy. La gente iba ahí a hacer carrera, pero su corazón permanecía en otro lugar. No es de sorprender, pues, que cuando Iván tenía tres meses de edad, su padre lo llevara de vuelta a Split para ser bautizado.

Cuatro décadas más tarde, Iván describía las islas del Adriático croata –donde la familia de su padre había vivido por un milenio– a partir de imágenes, pero con la viveza de la elegía. Él tenía 44 años en el verano de 1970, cuando de-

jé la universidad y conduje de la ciudad de Nueva York a Cuernavaca para unirme a una banda políglota de asistentes de investigación que trabajaban para él en el Cidoc [Centro Intercultural de Documentación] –centro de estudios y escuela de idiomas para norteamericanos que había fundado en esa ciudad– sobre un manuscrito muy preliminar de su libro Némesis médica (mi contribución a dicho proyecto difícilmente pudo haber sido más trivial). Yo había conocido un poco de Yugoslavia en la adolescencia, así que muchos de los lugares que describía Iván me eran familiares. Y, sin embargo, siempre resultaba un tanto sorprendente, y desquiciante, escalar la colina que llevaba a su casa –conducir un auto ahí no era cosa fácil; Iván había descuidado el camino a propósito, hasta un punto peligroso, y a decir verdad solía fanfarronear sobre ello– y encontrarse de alguna manera de vuelta en los Balcanes, mientras Iván hablaba casi como si nunca hubiera partido.

Hablaba bajo el signo del pesar, y lo que parecía llenar a Iván con más pena era que la forma intemporal en que la gente había nacido, vivido, se había casado, había criado niños, labrado, pescado, rezado, envejecido y muerto en la tierra natal de su padre, ya estaba siendo golpeada en el yunque de la modernidad, hasta el punto de volverla irreconocible, antes de que él abandonara Europa a finales de la década de 1940. Según decía, fue la llegada del primer megáfono a la isla –un acontecimiento al que Iván regresaba una y otra vez al conversar– lo que había echado abajo un mundo en el que las voces eran iguales para sustituirlo por otro en el que el poder dominaba. A menudo me parecía que de haber sido Foucault menos distante y olímpico en tanto pensador, sus opiniones sobre el poder habrían reflejado las de Iván de manera significativa;

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