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Identidad Y Formacion Del Estado

perlita0728 de Octubre de 2013

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Identidad y formación del estado en Latinoamérica

Pablo Rivera Vargas (2.006)

Desde el punto de vista cultural, a América Latina debe vérsele como una unidad en la diversidad; es decir, como inmersa en una relación dialéctica en la que sus dos polos contradictorios (origen histórico y modernidad) no se excluyen sino que se complementan, encontrándose permanentemente en conflicto y dando origen a continuas síntesis que superan pero, al mismo tiempo, integran elementos de sus fases anteriores.

Los múltiples procesos vividos Pre y Post independencia Española, en el ámbito político, cultural, económico, etc, han condicionado el ritmo de nuestras instituciones regionales en la actualidad, como son los gobiernos. Estos constante y reiteradamente han debido adaptar las formas de organizar su territorio por la influencia de distintas perspectivas venidas desde el exterior, principalmente desde la Europa Occidental y de USA.

a.- Influencia de Occidente

Las bases de la diversidad y la originalidad de la cultura que se desenvuelve en esta parte del mundo, que a partir del siglo XV llevará el nombre de América, tienen su plena expresión y plenitud en el período histórico precolombino. Es en ese momento cuando la cultura responde esencialmente a las necesidades y posibilidades tanto del entorno natural como de sus condicionantes sociales nativas. En este sentido, las culturas precolombinas de América constituyen la respuesta necesaria y posible, desde las capacidades del ser humano americano, sin intervenciones foráneas y sin matrices ideológicas condicionantes de lo que, después, será una constante: la imitación.

Es interesante ver como en este período de la historia de Latinoamérica, se expresa la diversidad cultural, en el marco de matrices civilizatorias, que son producto de siglos de acumulación de experiencias, que orienta hacia respuestas, específicas y creativas, en función del lugar concreto en el que cada grupo humano se sitúa y existe. Esta constatación nos lleva a identificar cómo la unidad civilizatoria se expresa básicamente como grandes zonas de influencia cultural en las que sobresalen la civilización azteca y maya; y la andina. A partir de esas tres grandes civilizaciones, en las que se pueden encontrar rasgos comunes de lengua, alimentación, arquitectura, urbanismo, agricultura, religión y otros, se desgrana una variedad local que evidencia la riqueza humana de existir y estar en el mundo.

Es a partir del siglo XV, con la invasión europea a nuestro continente, cuando esa variedad pasa a ser un elemento subordinado a la unidad que aporta la cultura del colonizador, en primer lugar la lengua -el castellano-, la religión -la católica-, y los ritmos de producción -coloniales-. La presencia de la colonización ibérica en nuestro continente orienta en dos direcciones a la cultura: por una parte, aporta elementos básicos para una identidad común que tiene rasgos que no son propiamente los del colonizador pero, tampoco, los del colonizado. En este sentido, da origen a una identidad cultural que podríamos llamar híbrida o mestiza, en la medida en que es un producto nuevo que incorpora elementos de las que le dan origen pero, al mismo tiempo, no es ninguno de ellas. Por otra parte, esta colonización también genera procesos de afirmación de identidades culturales particulares, al identificarse el "modo específico de estar en el mundo", es decir a la cultura, como una forma de resistencia ante esa colonización.

En este nuevo momento histórico se gesta, además, un rasgo característico de nuestra identidad cultural, que será un signo permanente en ella por haberse conformado como parte intrínseca de su estructura: el de la imitación. Este "rasgo característico" de nuestra cultura, es propio de la matriz colonial que le da origen, en la cual la cultura del colonizador (y de sus centros metropolitanos) es instituida al rango de modelo al que se aspira por reportar estatus, prestigio y brillo. En este contexto, la cultura del colonizador es vista como "la" cultura, como la única posible ante formas de expresión de seres (los americanos, los indios) a los cuales se les regatea, incluso, sus calidades humanas. En este sentido, ser hombre total, completo (no mujer, que en ese momento histórico es más difícil todavía) significa formar parte de las huestes de los conquistadores, primero, y de los colonizadores, después.

Podemos entonces decir, que esta situación asentó las bases de la dominación Occidental en Latinoamérica, como lo plantea Aníbal Quijano con su concepto de “Colonialidad del Poder”, el autor manifiesta que la sumisión (Latina) a lo exógeno (Occidental), se gestó en esta época, producto de la Colonialidad del Poder, que “se sustenta en la clasificación racial, como principal instrumento de dominación, que separa a la población en superiores e inferiores, y por lo tanto no se tiene “Capacidad para...”; aunque se den “márgenes para luchar por...”” (Quijano 1992; 204-205). “Concretamente, la Colonialidad del poder, de la cual la dependencia histórica estructural es su correlato, se sustenta por la creencia de que en la Conquista, los Indios eran inferiores (Dominio colonial que impidió una democratización de la sociedad); luego el proceso de Independencia vivida por los países Latinoamericanos, fue hecho por blancos, que eran una minoría y que se identificaban con los blancos Europeos, por lo tanto consideraban inferiores a toda la Mayoría. Cuando los Mestizos, luego de varias luchas, fueron ganando Poder, se pudo observar también en ellos todo el peso de su conocimiento Eurocéntrico, hacia los Blancos, Indios y Negros, y también en su política respecto al capitalismo .(Quijano 1992: 205)

Con estas divisiones claras entre los distintos grupos de poder (conquistadores y colonizadores) y el resto (americanos e indígenas), y moviéndonos entre los dos polos que están en la base de nuestra cultura, el de la unidad y el de la diversidad, ingresa América Latina al siglo XIX, llena de proyectos en relación con la necesidad de conformar un ser humano acorde con la construcción de estados independientes. Es entonces cuando se dan algunos de los planteamientos más significativos en torno a este "pequeño género humano", como dijera Simón Bolívar. Él mismo, producto de su tiempo, de sus posibilidades y límites, pensará a este pequeño género humano según los patrones que le dictaba el modelo europeo de la ilustración. Pero ya hay en él algo que es importante: la conciencia de que somos distintos, que tenemos una especificidad que nos diferencia.

Esa misma diferencia (que no siempre se identifica cuál es) será concientizada por otros pero dolorosamente, renegando de ella y viviéndola como un lastre del que hay que desembarazarse para poder ir hacia adelante, progresar y crecer. Este es el caso del argentino Domingo Faustino Sarmiento, quien ve y conoce la diferencia de la que somos portadores, pero lamenta que exista porque considera que nos condena al atraso, al oscurantismo, a la muerte. Identifica a los indios y a los negros con la indolencia, con el pasado colonial que quería dejarse atrás lo antes posible para poder incorporarse a las filas de las naciones progresistas, pujantes, brillantes y animosas que él identificaba con los Estados Unidos; Sarmiento se relaciona vergonzantemente con su realidad: no la quiere, no le gusta lo que es, se avergüenza de su identidad y quiere cambiarla, dejar de ser como es para ser otro. Esta contradicción que es tan patente en el pensamiento, la acción y las políticas estatales impulsadas por Sarmiento en la Argentina de la primera mitad del siglo XIX, no le son propias solamente a él y a su tiempo. Siguen estando presentes aún en nuestros días, aunque los referentes culturales, los modelos y los deseos de ser se proyecten en otras direcciones. Es aquella parte de nuestra identidad que reniega de nosotros mismos, que sigue viendo, siempre, hacia afuera, que piensa que la vida (la real, tal como debe ser) está en otra parte (generalmente en el Norte).

También existen aquellas posturas ligadas mas a un sentimiento de orgullo por nuestras raíces, considerando a estas, como nuestra mayor fortaleza. Esta idea está representada, por ejemplo, por José Martí. En él florece el orgullo de ser lo que somos: herederos de los mayas pero también de los griegos; es decir, doble, triplemente ricos porque podemos reivindicarnos herederos de la cultura occidental, ser una expresión particular de ella y, al mismo tiempo, continuación de las culturas ancestrales que poblaron a Nuestra América. Y, más aún, forjadores de una cultura en la que se incrusta poderosamente el tronco africano que le da ritmo, dioses y color José Martí pide que privilegiemos lo nuestro sin perder de vista que somos parte del género humano: "Injértense en nuestras repúblicas el mundo- dirá- pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas". Para José Martí, nuestra identidad, para ser completa, tiene que ser también no sólo afirmación de lo propio sino defensa frente a lo que se nos impone. Esa dimensión de nuestra identidad tendrá un nombre: el antiimperialismo, dimensión que sabrá crecer y desarrollarse con los años a través de la acción y el pensamiento de otros.

Otros aspectos nos han unido y separado. Por ejemplo, de forma muy importante, la construcción de las identidades nacionales en el siglo XIX, que fue un proceso liderado por los grupos liberales. Construir las naciones nos trajo nuevos elementos cohesivos por regiones pero también

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