Prólogo
steeeInforme7 de Julio de 2013
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Prólogo
Si la benévola acogida con que el público de Madrid ha concedido a la novelita intitulada Sab, impusiese solamente a su autora la obligación de presentarle otra obra de más estudio y profundidad, acaso no se atrevería a dar a la prensa su ensayo en tal difícil género, desconfiando de llenar debidamente aquella obligación. Pero como quiera que no cree menos imperioso el deber de ofrecer a tan indulgente público un testimonio de su gratitud, y no alcanza otro que el de presentarle sus ligeros trabajos, se determina a publicar la presente novela, sin creerse en la precisión de hacer alarde de una falsa modestia, -6- rebajando el mérito que pueda tener, ni menos atribuirle alguno de que acaso carezca.
Dirá únicamente que la presente obrita no pertenece al género histórico descriptivo que inmortalizará el nombre de Walter1 Scott; ni tampoco a la novela dramática, por decirlo así, de Víctor Hugo. No hay en ella creaciones, tales como el Han de Islandia y Claudio, ni ha intentado la autora desentrañar del secreto del corazón humano el instinto del crimen. Más humilde y menos profunda, se ha limitado a bosquejar caracteres verosímiles y pasiones naturales; y los cuadros que ofrece su novela, si no son siempre lisonjeros, nunca son sangrientos.
A los críticos abandona los defectos numerosos que deben contener estas páginas como obra literaria, y previene cualquiera interpretación ligera -7- o rigurosa que pueda deducirse de su lectura, declarando que ningún objeto moral ni social se ha propuesto al describirlas.
La autora no se cree en la precisión de profesar una doctrina, ni reconoce en sí la capacidad necesaria para encargarse de ninguna misión de cualquier género que sea. Escribe por mero pasatiempo, y sería dolorosamente afectada si algunas de sus opiniones, vertidas sin intención, fuesen juzgadas con la severidad que tal vez merece el que tiene la presunción de dictar máximas morales doctrinales.
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- I -
-Te repito por centésima vez, hermana, que es absolutamente preciso que mi hijo conozca un poco del mundo antes de contraer empeños tan solemnes como los del matrimonio.
-Sí, porque arrojar a un pobre muchacho de veinte años, que sale de un colegio, en esa Babilonia de Madrid, para que le perviertan y -10- corrompan, es el mejor medio de prepararle a ser un buen marido. ¡A la verdad, hermano, que discurres con acierto!
-Leonor, tú interpretas mis palabras con una arbitrariedad que me pasma. ¿Quién trata de arrojar a Carlos, como dices tú, para que le perviertan y le corrompan? No pude mi hijo ir a la corte recomendando a sujetos apreciables y prudentes, que le sirvan de guía en ésa que tú llamas Babilonia? Además, en Madrid como en Sevilla hay bueno y malo: no sé por qué se ha de suponer que todo el que vaya, habrá de pervertirse forzosamente. ¡Tienes unas preocupaciones tan injustas y tan tenaces!
-¡Y tú unos caprichos tan inconcebibles!... Conque, en fin, Francisco, estás resuelto a pesar de las -11- repetidas reflexiones que te hago, a enviar al chico a Madrid apenas llegue a Sevilla.
-No digo yo que sea precisamente apenas llegue a Sevilla, no por cierto. Hace ocho años que no veo a Carlos y...
-Gracias a la loca manía que tuviste de querer hacer a tu hijo un revolucionario, un hereje, un francés. No fue ciertamente mi dictamen el que seguiste cuando enviaste a Carlos a tomar lo que tú llamas una brillante educación, a un colegio de Francia: de esa Nínive, de ese centro de corrupción, de herejías, de...
-Por el amor de Dios, hermana, suspende tus calificaciones y déjame concluir lo que iba diciendo. Repito que hace ocho años no veo a mi -12- hijo, y que es natural desee tenerlo a mi lado algunos meses antes de volver a separarme de él. Pero después, es cosa decidida, después irá a Madrid, irá a tomar ese bañito de corte que sienta tan bien a un joven de su clase, y que en nada, así lo espero, podrá perjudicar a sus sentimientos y buenas costumbres. ¡Hermana Leonor! Ningún Silva ha sido pícaro ni libertino, y yo juro, vive Dios, que no será Carlos el primero.
-Pero ¿qué necesidad tiene Carlos de ese bañito de corte, como tú dices? Porque se quede tranquilo en su patria al lado de su padre y de su esposa, cuidando sus intereses, que a Dios gracias son considerables, será menos caballero, menos estimado de sus compatriotas? ¿Pierde algo con no ir a Madrid?
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-Sí, señora, porque este paseo, que por otra parte no será largo, le proporcionará revivir útiles relaciones, que yo tengo muy descuidadas: podrá, por medio de ellas, vestir el distinguido hábito de Carlos III que yo obtuve a su edad, pues mi hijo no ha de ser menos que yo; se dará a conocer y cultivará la amistad su primo que es capellán de la Reina, anciano valetudinario y poderosos, que no tiene parientes más próximos... en fin, suponte que ninguna ventaja resulte de este viaje, yo lo quiero y esto basta.
-Ésa es la razón que tú acostumbras oponer a todas las que yo te presento para apartarte de alguno de los proyectos desatinados que formas cada día. A la verdad, hermano, que a los cincuenta y cuatro años -14- eres más loco que fuiste a los veinte.
-Y tú más tenaz y dominante a los cincuenta que a los diez y ocho, cuando te casate con aquel pobre hombre a quien echaste a la sepultura a fuerza de impertinencias. Estas beatas o devotas son más temibles que una legión de demonios.
-¡Hermano Francisco!
-¡Hermana Leonor!
-Tú te excedes.
-Tú me precipitas.
En el momento en que el debate de los dos hermanos, llegaba a esta línea peligrosa que divide el terreno de la discusión y el agravio, abriose sin ruido una puerta vidriera cubierta de cortinas de tafetán verde, y asomó por ella una rubia angélica cabeza diga del pincel de Urbino o del Corregio.
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-¿Qué es esto, mi querida mamá?, ¿qué tiene Ud., mi amado tío?, ¿están ustedes riendo? ¡Ah! ¡y yo me aflijo tanto siempre que tienen Vds. estas disputas que terminan por enfadarse!
Al oír estas palabras, pronunciadas con un ligero y gracioso acento andaluz por una voz musical, desarrúguese la frente de don Francisco de Silva, y una sonrisa de orgullo maternal asomó a los pálidos labios de doña Leonor que un momento antes temblaban de cólera.
-Ven, Luisita -exclamó la buena señora, removiendo en un ancho sillón de damasco encarnado con galón de plata, su cuerpo enjuto y acartonado-. Ven y tráeme agua de colonia, éter, cualquier cosa, porque me siento muy mala. ¡Ay, Dios -16- mío, qué flato!, estas cosas me asesinan.
-Hermana -dijo don Francisco mirándola con inquietud- yo siento mucho..., ¡pero tú me insultas de un modo...! En fin, olvídese esto; si te he ofendido perdóname. Ya sabes mi genio... soy una pólvora... pero repito que me perdones.
Mientras el caballero tartamudeaba estas palabras, sintiendo sinceramente la indisposición de su hermana, aunque debía estar acostumbrado a tales escenas que eran demasiado frecuentes, Luisa salió del gabinete con un frasquito de éter, y poniéndose en una banquetita delante de su madre, acercó su linda cabeza para examinar con tierno sobresalto las facciones de la anciana, alteradas aún por la cólera, pero en -17- las que se traslucía la satisfacción que le causaba la victoria que, merced a su flato, acababa de obtener sobre su antagonista.
Luego la hermosa niña aplicó el frasquillo a la nariz de la enferma, y volviendo a su tío dos bellísimos ojos azules, llenos de ternura y mansedumbre, pareció decirle con ellos: «¿Por qué, por amor a mí, no es Ud. más dulce con mi madre?»
Don Francisco se levantó de su silla, no ya con las cejas fruncidas ni la frente arrugada, sino con aire contrito y avergonzado, y tomando una mano de su hermana.
-Leonor -la dijo-, dime que me perdonas. De todos modos Carlos no irá ya a Madrid.
Estas palabras fueron un himno de triunfo de triunfo para doña Leonor, que -18- aparentó sin embargo no atender a ellas, y haciendo alarde de generosidad.
-Yo te perdono, Francisco -exclamó-, y espero que tú también...
-No digas más, mi buena Leonor, olvídese de esto; ¿estás mejor?
-Quisiera irme a la cama, hermano mío, necesito reposo. ¡Hace tres días que me siento tan mala!
-¡Y yo, bárbaro!, que sin consideración al estado de tu salud, te doy a cada hora un nuevo disgusto...
-Vamos, tío, ya Ud. ha dicho que no se hable más de eso. Venga Ud.; llevemos a mamá a su cama y luego... luego le daré Ud. un abrazo en premio de lo bien que ha reparado su falta.
-¡Hechicera!
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Y el caballero miraba cayéndosele la baba, como suele decirse en su país, a la linda niña, hasta que dándole un golpecito en el hombro le recordó ésta que era preciso conducir al lecho a la anciana.
Mientras que descansa en sus bien mullidos colchones la respetable y doliente señora; que se marcha don Francisco después de recibir el prometido abrazo; y que Luisa aprovecha el momento en que se ve sola para leer a hurtadillas detrás de las cortinas de la cama de su madre, el libro de Pablo y Virginia, que por pertenecer al anatematizado gremio de las novelas era en el concepto de ésta una obra perjudicial a la juventud, nos tomaremos sin disgusto el trabajo de dar al lector una breve noticia de las personas que le -20- hemos presentado. Poco hay que decir de don Francisco de Silva: era ni más ni menos, lo que aparece en la escena anterior. Corazón bueno y generoso, alma cándida, carácter vivo, un poco caprichoso pero fácil de
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