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CIUDADANIA Y DERECHOS EN ROMA


Enviado por   •  4 de Febrero de 2013  •  5.037 Palabras (21 Páginas)  •  585 Visitas

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CIUDADANÍA Y DERECHOS FUNDAMENTALES*

Michelangelo BOVERO **

SUMARIO: I. Ciudadanía y derechos del hombre. II. Las preguntas de Aristóteles. III. Los orígenes romanos de la noción de ciudadanía. IV. La concepción premoderna de los derechos. V. Modernidad: derechos sin pertenencias. VI. Errores teóricos y prácticos.

I. CIUDADANÍA Y DERECHOS DEL HOMBRE

Desde no hace más de doce años casi todos hablan de "ciudadanía". La "culpa" inicial de ese hecho puede atribuirse a Ralf Dahrendorf, quien publicó en 1988 un libro sobre el conflicto social en la modernidad en el que recuperaba la idea de "ciudadanía" planteada por T. H. Marshall en un ensayo de 1950, mismo que después fue prácticamente olvidado. En el lenguaje socio-politológico que, después de ese libro de Dahrendorf, se ha vuelto el más común, "ciudadanía" indica el conjunto de los (llamados) derechos civiles, políticos y sociales -cuya determinación, y cuya relación recíproca, se encuentra en el centro de la reflexión-. En ese mismo lenguaje (por decirlo así, "profesional" de los sociólogos y politólogos contemporáneos), la noción de "ciudadanía" casi ha logrado expulsar a la noción de "derechos del hombre", la cual en cambio, bajo la fórmula un poco variada de "derechos humanos" ha invadido el habla común y corriente. Ahora bien, invito a observar que, por lo que hace a la noción de derechos del hombre, la fórmula completa, tal como estaba contemplada en las históricas declaraciones francesas que [de manera conjunta con sus homólogos documentos americanos] constituyen su nacimiento "positivo", era la de "derechos del hombre y del ciudadano". Por lo tanto, en el léxico más reciente de los sociólogos y politólogos, "ciudadanía" es el término genérico, es decir, indica una clase de derechos que comprende a varias especificaciones; en el léxico clásico-moderno de la revolución francesa "ciudadano" es un término específico, relacionado principalmente (aunque no sólo) a la especie de los derechos políticos. ¿Por qué ocurrió este cambio? Y, sobre todo, ¿es un cambio ventajoso el que lleva a extender el significado de la noción de ciudadanía, y a ampliar su contenido, de ser una especie, al entero género de los derechos que la sociedad y las Constituciones (más) modernas le reconocen al individuo? Se puede sostener con buenos argumentos -como ya ha hecho en modo excelente Luigi Ferrajoli-1 que no es un cambio ventajoso. No sólo, se trata más bien de una confusión que da origen a otras confusiones y, por lo tanto, de un error conceptual, como tal sencillamente dañino, que se ha repetido por una simple imitación de quien lo cometió al inicio. La faute est à Marshall on à Dahrendorf!

Pero, ¿en qué consiste precisamente el error? O mejor dicho: ¿en qué sentido es un error el utilizar la noción de ciudadanía como un término de género? Y ¿qué consecuencias negativas se derivan de ello, también y sobre todo desde el punto de vista de los valores de la modernidad jurídica y política? Desde mi punto de vista, no se trata solamente de un uso lingüístico equivocado que lleva a no distinguir de manera correcta la distinta naturaleza de las varias especies de derechos; tal vez impide también, incluso, reconocer a las nuevas generaciones de derechos, en todo caso induce a concebir -como hace Marshall- a los derechos de diversas especies como demasiado solidarios entre sí, lleva a pensarlos en el contexto de una serie de implicaciones de tipo lógico e histórico (de los derechos civiles a los políticos, a los sociales) que es continuamente impugnada desde el plano normativo y, a la vez, confutada en el plano empírico. Este uso lingüístico en realidad revela una convicción, expresa una tesis: la que vincula en general a los derechos subjetivos de los individuos con la "pertenencia" de esos individuos a una comunidad política, y, además, los hace depender de ésta, como si los individuos pudieran "tener derechos" en general sólo en tanto que son "ciudadanos", entendidos en el sentido (por otro lado ambiguo) de ser miembros de una comunidad. Esta tesis (contenida explícitamente en la mayoría de las definiciones formales de "ciudadanía" hoy aceptadas por la mayoría de los sociólogos y politólogos) debe ser puesta en discusión de manera radical.

II. LAS PREGUNTAS DE ARISTÓTELES

Para hacerlo, puede ser útil, antes que nada, recurrir a la historia de los conceptos. Ésta nos muestra que, si la teoría de los derechos del hombre es moderna, la teoría de la ciudadanía no es más moderna, "contemporánea", sino más bien mucho más antigua; y si ha vuelto a proponerse en el contexto de la modernidad (entendida en un sentido no banalmente cronológico) puede revelarse, a pesar de las buenas intenciones de algunos de sus sostenedores, peligrosamente antimoderna. El punto de inicio de la historia del concepto de ciudadanía debe ser identificado en las páginas iniciales del libro III de La política de Aristóteles2 -uno de los pasajes más difíciles de interpretar de la entera obra aristotélica- donde el problema está planteado de la manera más pertinente. Aristóteles aclara inmediatamente que las preguntas a las que se debe dar una respuesta son dos: por un lado, "quién es el ciudadano"; por el otro, "quién [qué persona, qué individuo] debe ser llamado ciudadano".3 Son preguntas ciertamente vinculadas entre sí y fácilmente confundibles, pero precisamente por ello resulta esencial distinguir entre ellas. Una cosa es preguntarse qué cosa significa ser ciudadano (de esta manera entiendo el tís o polities estí de la primera pregunta aristotélica), es decir en qué cosa consiste el ser ciudadano, cuáles son las características esenciales del concepto, y por lo tanto los atributos que permiten calificar a un individuo como ciudadano; otra cosa distinta es preguntarse a cuáles individuos les corresponde el ser ciudadanos, es decir cuáles (pre) requisitos deben reunir los individuos para que pueda atribuírseles la calidad de ciudadanos. A la primera pregunta Aristóteles contesta que "ser ciudadano" significa -es decir, consiste en, coincide con- ser titular de un poder público no limitado, permanente (aóristos arché, distinta del arché, es decir del poder, de quien ocupa un cargo político temporal): ciudadano es aquél que participa de manera estable en el poder de decisión colectiva, en el poder político, o dicho de otra manera, la participación en el poder político es la característica esencial de la ciudadanía, la cual se resuelve, por ello, esencialmente en la que hoy se denomina, comúnmente entre los sociólogos y los politólogos, ciudadanía política (usando una fórmula que en griego sería un pleonasmo perfecto, como polítes politikós).

Por lo que respecta a la segunda pregunta,4 Aristóteles excluye de entrada que para poder ser ciudadano -que significa, repito, participar en el poder político- el requisito demandado sea la residencia, porque hay hombres que habitan en la ciudad pero no son ciudadanos, como los metecos, que literalmente significa "cohabitantes", conviventes (asimilables a los inmigrantes); y pone en duda la validez del requisito de la descendencia, dado que no puede aplicarse, obviamente, a los primeros ciudadanos de la ciudad: por ello, tiende a poner en duda la pertinencia de elementos naturales como el suelo y la sangre. La respuesta de Aristóteles -en este pasaje su obra exige una difícil reconstrucción- parece ser doble. Por un lado, desde un punto de vista descriptivo, afirma que la ciudadanía -reitero nuevamente, la participación en el poder político- se atribuye, o mejor dicho, se distribuye, entre sujetos distintos dependiendo de las diversas Constituciones: en una democracia serán ciudadanos todos los hombres libres, en una aristocracia sólo los nobles, en una oligarquía sólo los ricos. Por otro lado, desde un punto de vista normativo, según Aristóteles debe ser (reconocido como) ciudadano aquel sujeto que sabe mandar, que es capaz de ejercer el arché: es decir, la denominación de ciudadano corresponde, o debería corresponder, a quién sea capaz de ser tal. La respuesta es menos banal de lo que parece. Para Aristóteles, como es sabido, aprende a mandar aquel sujeto que obedece: por lo tanto todo hombre libre, dotado plenamente del logos que esté sometido al arché, al poder político, es por ello que aprende a ejercerlo, convirtiéndose así en un individuo capaz de formar parte del poder político, y en tal razón es ciudadano (en el sentido de que no hay ninguna razón para excluirlo, en tanto que es un hombre libre, de la clase de los ciudadanos, es decir de quienes participan en el poder). No obstante, si se admite, entrando en contradicción con la definición esencial de ciudadano, pero de conformidad con el uso común del término, que hay ciudadanos únicamente pasivos, sólo sometidos al poder y no partícipes del mismo -como los trabajadores manuales (los banausi y los teti), que son hombres libres y autóctonos, no esclavos ni extranjeros-, deberán ser considerados como "ciudadanos imperfectos", incompletos, como son, por ejemplo, frente a los adultos, también los niños (que Aristóteles llama, sugestivamente, "ciudadanos hipotéticos"). No sólo Aristóteles sugiere que el ciudadano pasivo es en realidad asimilable al meteco, al inmigrado, que no es ciudadano.

III. LOS ORÍGENES ROMANOS DE LA NOCIÓN DE CIUDADANÍA

No sólo por una razón histórica, sino por su intrínseca riqueza y fecundidad teórica, este pasaje de Aristóteles debe ser tomado en cuenta para realizar una meditada reconsideración del concepto de ciudadanía en general. Pero la construcción y elaboración jurídica de la categoría de ciudadanía tiene un origen propiamente romano. Émile Benveniste, en El vocabulario de las instituciones indoeuropeas, sostiene que el término latino civis -en el significado de "ciudadano" que estamos intentando determinar- no tiene equivalentes en las otras lenguas de matriz indoeuropea, y sostiene que "debemos reconocer en civis la denominación con la que se identificaban, en sus orígenes, los miembros de un grupo depositario de los derechos derivados del ser indígena, autóctono, en contraposición a las diversas variedades de `extranjeros'".5 Sugiero analizar esta afirmación de Benveniste teniendo presentes, y bien distinguidas entre sí, las dos preguntas aristotélicas. Es decir, en primer lugar: ¿qué cosa es para los romanos el ciudadano? O sea: ¿cuáles son los derechos que caracterizan a la civis en cuanto tal y distinguen la condición de ciudadano, el status civitatis, de la de extranjero? Como muestran de manera coincidente todos los estudiosos, son derechos de cualquier especie (acompañados de toda clase de obligaciones): desde el derecho de constituir una familia, de tener esclavos y liberarlos [¡otorgándoles la ciudadanía!], hasta el de contraer obligaciones; del de votar en los comicios decidiendo sobre la guerra y la paz, así como la creación y designación de los magistrados, hasta el de ser elegido, precisamente, a las magistraturas. Se podría decir, forzando (de manera provisoria) los términos: todas las especies, es decir el entero género, de los derechos subjetivos son para los romanos derechos del civis, es decir del ciudadano. Para que el individuo sea sujeto de derechos (dotado de capacidad jurídica y de capacidad de acción) tiene que ser ciudadano, o mejor dicho, el ciudadano es (ser civis, miembro de la civitas, significa ser) sujeto de derechos en general, y obviamente de deberes explícitamente reconocidos por el ordenamiento romano.

Pasando a la otra pregunta aristotélica, debemos preguntarnos, en segundo lugar, qué individuos son o deben ser considerados ciudadanos, a qué personas corresponde el calificativo de ciudadano, sus atributos, y con base en qué requisitos. Benveniste sugiere: a los autóctonos, a los indígenas. Originalmente, en efecto, en el ámbito de la comunidad romana los derechos en general les pertenecían únicamente a los gentiles: gentilis, patricius y civis eran tres aspectos de una misma figura. Pero es un dato conocido que toda la historia de Roma se caracteriza por progresivas extensiones de la civitas romana -llamada posteriormente ius romanae civitatis o más sencillamente (por Cicerón) ius civitatis- hasta llegar a la Constitutio Antoniniana, llamada vulgarmente edicto de Caracalla, que en el año 212 d. C. atribuía el derecho de ciudadanía romana a todos los habitantes del imperio. Cayó, pues, bastante pronto el requisito de ser indígena, en sentido estricto, y con ello cae poco a poco también la referencia a elementos naturales, como la sangre y el suelo: la ciudadanía -la integración en la comunidad romana mediante la atribución de derechos- se convierte en una creación meramente positiva, artificial, diversamente graduada y motivada en cada ocasión por razones de oportunidad política.

IV. LA CONCEPCIÓN PREMODERNA DE LOS DERECHOS

Pero el derecho de ciudadanía, o mejor dicho, el conjunto de los derechos del ciudadano, de la misma manera en la que podía ser adquirido, aún no siendo indígenas, podía perderse, a pesar de ser indígenas o gentiles, por varias razones en todo o en parte (y esto es lo más interesante para nosotros). La pérdida de derechos, como es sabido, era llamada capitis deminutio, de la cual existían tres formas o grados. El grado máximo coincidía con la reducción a la esclavitud de un hombre libre, por ejemplo como consecuencia de una determinada sentencia penal: en relación con el derecho de ciudadanía esta pérdida era equiparable a la muerte, en la medida en la que extinguía la personalidad jurídica del individuo (ésta es la primera fuente de la expresión, de uso corriente en el lenguaje común, de "muerte civil"). Es más interesante para los fines de nuestra reflexión sobre el concepto de ciudadanía y sobre la teoría de la ciudadanía, la segunda forma de capitis deminutio, llamada media, con la cual el individuo perdía la civitas, pero conservaba la libertas. De ello podría deducirse -como lo han hecho algunos- una verdadera independencia de la condición de hombre libre frente a la condición de ciudadano, o al menos una efectiva distinción entre el status libertatis, definido por algunos derechos no vinculados con la integración del individuo en la civitas, y el status civitatis, definido por otros derechos propiamente vinculados por la pertenencia de un individuo a una comunidad. Pero la opinión que (tal vez) ha prevalecido entre los estudiosos niega que ello pueda sostenerse, porque el hombre libre que ha perdido la civitas romana es equiparado por los romanos con ciertos peregrinos, o sea, con una clase determinada de extranjeros, es decir, en otras palabras, es tratado como si perteneciera a otra civitas. En suma, la libertad sin la ciudadanía, sin algún tipo de ciudadanía, parece ser inconcebible en el mundo romano. Ello quiere decir que para los romanos tiene validez -o tal vez en este caso su validez es aún mayor- lo que sostenía Aristóteles: un hombre sin ciudad, sin ciudadanía, no es propiamente un hombre, sino un dios o una bestia, o una "cosa animada" como lo es un esclavo.

No obstante, lo que a mi juicio puede afirmarse, en todo caso -reflexionando en torno a la institución de la capitis deminutio media- es que también para los romanos algunos derechos están más estrechamente vinculados que otros con la ciudadanía, son sus connotados más pertinentes, son, pues, derechos del ciudadano en el sentido más estricto: y se trata principalmente de los derechos políticos, cuya titularidad representa para un individuo la posesión de la ciudadanía plena, la civitas optimo iure. Ello puede ser confirmado si se consideran las formas de relación que los romanos instituyeron con algunas especies de extranjeros, que en cuanto tales son, propiamente, no-ciudadanos, reconociéndoles algunos derechos -principalmente el ius connubii et commerci, o bien el núcleo de los iura privata- pero no otros, como es el caso, obviamente, de los derechos políticos. Ello prueba que no necesariamente los sujetos titulares de derechos privados lo eran también de derechos políticos, y que solamente los titulares de estos últimos eran propiamente (plenamente) ciudadanos. La persistencia y preeminencia de esta línea de distinción -aunque su ubicación es variable en el tiempo y en el espacio, como aquella línea que separa la esfera pública de la privada- puede ser confirmada por diversos ejemplos muy ilustrativos. Para simplificar, baste pensar en Kant, que reconocía a todos los individuos los derechos de libertad individual privada, pero sólo a algunos (a aquellos que pueden sostenerse a sí mismos sin tener que "servir" a otros) el derecho de participación política: es decir el derecho de ciudadanía en sentido estricto. En la terminología romana, la distinción entre derechos privados y derechos políticos se refleja y se exprime en las dos fórmulas contrapuestas de la civitas optimo iure y de la civitas sine iure sufragii et honorum.

Pero es precisamente la reflexión sobre estas dos fórmulas que sugiere una doble conclusión. Por un lado, también para los romanos la noción de civitas indica, en sentido pleno y eminente, la ciudadanía política (la titularidad de los derechos políticos): y por lo tanto, como decía Aristóteles, ciudadano es ser -ser ciudadano significa propiamente ser- un individuo que participa en el poder de decisión colectiva. Por otro lado, no obstante, no se puede ser propiamente un sujeto de derecho, ni siquiera de algunos derechos, sino y en la medida en que se es "ciudadano" en alguna manera o en alguna forma, aunque sea disminuida, incompleta o imperfecta. Incluso: no existe propiamente libertas sino para el civis (para un sujeto que sea miembro de una cualquier civitas), al grado que un extranjero sin una patria reconocida por Roma podía ser reducido, legítimamente, a la esclavitud por un civis romanus. Una vez más, escuchamos el eco de las célebres tesis aristotélicas: los esclavos no tienen polis, es decir, sólo un hombre libre puede ser ciudadano; e, invirtiendo los términos, solamente un ciudadano, integrado en alguna civitas, es decir, "perteneciente" a una comunidad, puede ser un hombre libre.

V. MODERNIDAD: DERECHOS SIN PERTENENCIAS

Pero ésta es, precisamente, la concepción premoderna del hombre (de la persona) y de los derechos, particularmente de los derechos de libertad: la concepción que fue, por decirlo de alguna manera, desafiada y vencida en la modernidad por la idea, precisamente, de los derechos del hombre. En un sentido determinado, en una cierta interpretación filosófica, el nacimiento del mundo moderno no es otra cosa que el nacimiento de esta idea, que encontró su primera expresión plena en la gran invención conceptual del jusnaturalismo moderno: el estado de naturaleza como condición de igual libertad individual de los hombres como tales, una condición prepolítica, idealmente anterior a la formación de la comunidad política. Dicho en palabras de Locke: "no hay nada más evidente que esto, que criaturas de la misma especie y del mismo grado, nacidas sin distinciones frente a las mismas ventajas de la naturaleza y al uso de las mismas facultades, deben ser iguales entre sí, sin subordinaciones ni sujeciones".6 Es decir: sin distinciones entre libres y esclavos, señores y siervos. La célebre afirmación de la Declaración de los derechos del hombre de 1789, "los hombres nacen y permanecen libres e iguales en sus derechos", es la hija legítima del jusnaturalismo moderno. Pero no es indispensable ser jusnaturalistas para captar (y acoger) el sentido de esa afirmación, que es el siguiente: la libertad individual, en el mundo moderno, no depende de la pertenencia a la comunidad, al contrario, la antecede y la condiciona. Según Norberto Bobbio, la lección del jusnaturalismo, expresión y a la vez factor de una transformación epocal, coincide con la tesis que sostiene:

que antes está el individuo, atención, el individuo singularmente concebido, que tiene valor por sí mismo, y después viene el Estado, y no viceversa, que el Estado está hecho para el individuo y no el individuo para el Estado, no sólo, citando el famoso artículo 2 de la Declaración de 1789, la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre es "la finalidad de toda asociación política".7

La modernidad consiste en la prioridad lógica y axiológica del individuo sobre la comunidad y de la identidad individual sobre la identidad colectiva. Para simplificar drásticamente: si imaginamos que dirigimos a un antiguo romano -una especie de sujeto ideal de la concepción premoderna del hombre y de los derechos- la pregunta elemental relativa a su identidad, es decir la pregunta "¿quién eres?", éste responderá, antes que nada, con un nombre propio acompañado de un gentilicio, o de un patronímico, luego con una declaración de descendencia, y finalmente con una declaración de su propia "ciudadanía", de su pertenencia política. Mientras que un individuo moderno -también ideal en su género- no declarará su propia identidad primaria o fundamental, es decir, no se definirá a sí mismo, ante todo con una identificación relativa a la comunidad a la que pertenece, sino más bien con la indicación de características relativas a su propia personalidad individual, y reivindicará como un derecho su propia libertad de juicio (de consenso o de disenso) y también de acción (de participación o de protesta, o también de salida: voice o exit) frente al (o a los) colectivo(s) a los cuales reconoce pertenecer (en el cual nació) o al cual se adhirió (en el cual se integró); no sólo se integrará en formas de vida colectiva, aceptando sus deberes, sólo hasta, y en la medida en que, juzgará a las condiciones de la pertenencia como no intolerables para su propia identidad, sus derechos fundamentales y sus intereses vitales. En la medida en la que la teoría contemporánea de la ciudadanía se funda en una tesis -la que vincula los derechos a pertenencias colectivas predeterminadas- que invierte los términos de la relación moderna entre individuo y comunidad, asignándole nuevamente a ésta prioridad sobre aquél, dicha teoría corre el riesgo de revelarse, más allá de las intenciones de muchos de sus sostenedores, como una teoría antimoderna, por no decir, explícitamente reaccionaria.

VI. ERRORES TEÓRICOS Y PRÁCTICOS

Pero un sostenedor de la teoría contemporánea de la ciudadanía -que incluye en la "ciudadanía" a las varias especies de derechos, es decir, los adscribe al ciudadano, miembro de una colectividad- podría a este punto plantear una objeción prima facie muy sólida. Me refiero a un argumento como el esgrimido por Dahrendorf en su libro El conflicto social en la modernidad, publicado en 1988,8 en donde oponiéndose a una tesis de Robert MacIver (que, de otra parte, es verdaderamente discutible), por el cual los romanos deberían de ser elogiados por haber instituido la distinción entre "derechos civiles, es decir el derecho de igualdad frente a la ley, y derechos políticos, es decir el derecho de pertenencia al cuerpo soberano" afirma de manera repetida: "Una vez actuada esa distinción, los derechos civiles tienden a evaporarse en los lejanos cielos de la moralidad, mientras los derechos de pertenencia se transforman rápidamente en deberes de los súbditos".9 Indirectamente, Dahrendorf parece sugerir que la perspectiva instituida por el léxico de la ciudadanía es (teórica y prácticamente) ventajosa: es más útil que la de los derechos del hombre precisamente en la medida en la que induce a vincular las pretensiones reivindicadas como derechos por los individuos con la pertenencia de éstos a una determinada comunidad. Ello, porque solamente la colectividad puede reconocer las pretensiones individuales como legítimas, es decir, como derechos, y solamente la fuerza colectiva puede otorgar a estas pretensiones el status de derechos efectivos, protegiéndolos eficazmente. Por lo tanto, el léxico de la ciudadanía es más concreto frente al de los derechos del hombre. Para decirlo de alguna manera: solamente un ciudadano, es decir, el miembro de un cierto colectivo, puede sensatamente reivindicar el ser tratado de conformidad con los derechos del hombre; mientras que reivindicar su propia dignidad humana, y los derechos que le son consecuentes, fuera de un colectivo que los pueda reconocer y proteger, es una pretensión vacía. El ciudadano existe, no existe el hombre en cuanto tal, es decir como miembro del género humano: la humanidad es solamente un ens rationis, una figura moral, a lo mucho una realidad biológica, pero ciertamente (hasta este momento) no es una realidad política. Comentando en una nota un ensayo de Raymond Aron, Dahrendorf llega a afirmar: "Los derechos humanos son reales sólo dentro de los confines de los Estados-nación... la ciudadanía y la ley son inseparables, y la única ley que conocemos es la ley nacional".10

Son afirmaciones que recuerdan, de alguna manera, aquella célebre tesis del gran reaccionario Joseph de Maistre, que en Considerations sur la France ironizaba sobre la concepción moderna de los derechos de la siguiente manera:

La Constitución de 1795 fue hecha para el hombre. Pero, no hay hombres en el mundo. He visto, a lo largo de mi vida, a franceses, italianos, rusos, etcétera; y sé también, gracias a Montesquieu, que se puede ser también persa; pero por lo que hace al hombre, declaro que nunca he encontrado a uno en mi vida; y si existe, ciertamente, es de manera desconocida para mí.

Tal vez no resulte superfluo recordar que Hegel, el cual ciertamente no era un paladín del progresismo político, en Lineamientos de filosofía del derecho (209 A) replicaba con palabras que parecen haber sido escogidas para una respuesta puntual a De Maistre: "El hombre tiene valor porque es hombre, no porque es judío, católico, protestante, alemán, italiano, etcétera". No pretendo insinuar, obviamente, que las inclinaciones y las intenciones de Dahrendorf sean antimodernas. Sería algo absurdo. No obstante, el núcleo conceptual de la teoría de la ciudadanía que él retoma conduce, por sí mismo, hacia soluciones objetivamente antimodernas, más allá de inclinaciones subjetivas, porque está fundado en un error de perspectiva. Dicha teoría mira al individuo sujeto de derechos (al problema de la definición de su o de sus status) desde el punto de vista de las instituciones que reconocen y garantizan derechos al individuo, y proyecta la (afirmada) particularidad de estas instituciones, por ejemplo su carácter nacional, sobre el sujeto de derechos, presentándolo como algo también necesariamente particularizado, es decir, como un sujeto que tiene derechos en la medida en la que está vinculado a una pertenencia específica, en la medida en que es un "ciudadano". Pero se trata de una confusión evidente: incluso admitiendo que las instituciones de las que depende el reconocimiento y la protección de los derechos sean "particulares", como los Estados-nación -admitiendo, pero de ninguna manera concediendo-,11 no por ello el sujeto al cual esos derechos han sido conferidos es necesaria y solamente el miembro de ese Estado en particular, el "ciudadano". Un Estado nacional (o una unión de varias naciones, finalmente también parcial y particular, como Europa) puede y, no sólo, debe -con base en los principios del constitucionalismo moderno- reconocer ciertos derechos fundamentales también a los no-(con)nacionales, a los no-ciudadanos: en otras palabras, a todas las personas en cuanto tales. ¿Es acaso cierto que la libertad personal o la libertad de pensamiento son "derechos de ciudadanía", derechos exclusivosdel ciudadano? Si ello fuera cierto, se derivaría que un "extranjero" -un "extracomunitario"- puede ser arrestado arbitrariamente, o sometido a la censura, y en general a medidas restrictivas de los derechos de libertad individual, frente a las cuales el "ciudadano" es inmune. No sólo hay grupos y movimientos políticos que piensan que las cosas deberían ser de esta manera, sino que, por desgracia, en parte, las cosas suceden efectivamente de esa manera -a pesar de que en todas las Constituciones modernas, en cuanto tales, la mayor parte de los derechos individuales sean derechos de la persona: es decir, retomando el léxico clásico-moderno, derechos del hombre, no sólo del ciudadano-.

En la medida en la cual adscribe toda clase de derechos al ciudadano, parece que la teoría contemporánea de la ciudadanía se niegue la posibilidad de "ver" el problema de los derechos de la persona, su relevancia específica y la gravedad de la situación en la que se encuentran actualmente: en síntesis, el error de perspectiva sobre el cual se funda esta teoría puede tener consecuencias perjudiciales en un mundo que se ve atravesado por migraciones masivas.

Quisiera hacer una última y muy breve observación, que nos conduce a un problema de gramática de la democracia. La confutación del error sobre el que se basa la teoría contemporánea de la ciudadanía nos lleva a reiterar la necesidad de distinguir (al menos) dos status del sujeto titular de derechos fundamentales, y de manera correspondiente dos clases de esos mismos derechos: los derechos del hombre (de la persona) y los derechos del ciudadano;12 además, toda la historia del concepto de "ciudadano" conduce, como hemos visto, a la identificación (principalmente) de la se-

gunda clase de derechos con los derechos-poderes de participación política. A este punto se podría decir: si los derechos del hombre (de la persona) son propiamente universales, es decir, le corresponden a cualquiera en su calidad de persona, los derechos del ciudadano son necesariamente particulares, al menos hasta que no se instituya una ciudadanía universal, cosmopolita. También, según la teoría moderna de los derechos fundamentales, los derechos políticos le corresponden a los "miembros" de cada civitas, de cada comunidad política concreta, no son atribuibles a las personas en cuanto tales. Por lo tanto, los derechos del ciudadano no son derechos del hombre. Yo creo que sea no sólo posible sino algo debido revocar también el sentido de esta distinción, o por lo menos la rigidez con la que es entendida normalmente. Regresemos a la pregunta aristotélica: ¿a qué hombres (a cuáles personas) les corresponde el derecho de ser ciudadanos? Desde un punto de vista descriptivo, que toma en cuenta la legislación vigente de los varios Estados en particular, sabemos que las respuestas pueden ser muy distintas. Pero para una teoría democrática consecuente consigo misma, importa el principio prescriptivo, que retoma una formulación cercana a la propuesta por Kelsen, en el sentido de que todo aquél que está sometido a las decisiones colectivas tiene (o, mejor dicho, debería tener) el derecho de participar directa o indirectamente en el proceso de formación de dichas decisiones. Ello significa que los derechos de "ciudadanía política", los derechos de participación en el proceso de decisión política, deben ser considerados derechos de la persona, es decir, corresponden (deberían corresponder) a todo individuo en tanto que es persona, en la medida en la cual la persona está sometida a esas decisiones políticas: y no hay ninguna razón válida para excluir a alguno de aquellos que están sometidos (de manera estable) a un ordenamiento normativo del derecho de participar en la formación de ese mismo ordenamiento. De ello se deriva, dentro de la perspectiva planteada por este concepto de democracia, lo injustificado de la atribución de los derechos políticos con base en criterios predefinidos de "pertenencia a la comunidad" ex natura o ex historia. No tiene ningún sentido (democrático) reconocer el derecho de

voto a los "italianos en el extranjero", de la misma manera en que no tiene sentido no reconocerlo a cualquier persona residente (de manera estable) en Italia, sea cual sea su origen y su proveniencia.

Pero ésta, quizás, no es sólo una batalla exclusivamente italiana.

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