Contexto histórico Sur del Tolima

Contexto situación del Sur del Tolima

La exclusión social, económica y política a la que se han visto sometidos los pobladores del sur del Tolima ha sido una constante a lo largo de 50 años de olvido por parte del Estado, nos presenta regiones y poblaciones enteras con ausencia de servicios públicos, falta de vías e infraestructura, a lo que se suma la situación crítica del conflicto armado. Para las comunidades de estas zonas, la “presencia estatal” es sinónimo de presencia militar, que en una seguidilla interminable de operaciones de ataque contra los grupos insurgentes, ha generado una historia de violencia que data desde la guerra bipartidista de los años 50 y que se intensifica con el surgimiento de los grupos al margen de la ley en los años 60.

Al hablar del Estado, hacemos referencia a un Estado con una presencia débil que no cumple su función principal que en el concepto clásico de Max Weber implica “tener el monopolio legítimo de la violencia política” (Esty, D. C. 1995), es decir quienes manejan el poder militar en todo el área nacional,  un concepto básico que complementan Susan Rice, Stewart Patrick (2008) y Francis Fukuyama (2004) quienes definen al Estado débil como aquel con “falta de estatalidad y falta de funciones para actuar en el territorio”. Estos conceptos definen exactamente la carencia estatal en una zona donde históricamente la gobernabilidad la ejercen los grupos al margen de la ley.

Era la misma violencia la que generaba condiciones de atraso para el territorio y lo desarticulaba del resto del país, un buen ejemplo de ello es que en los años 60 la situación era compleja en la zona montañosa del sur del Tolima, “no había carreteras y sólo era posible entrar a lomo de mula, lo que facilitó la violencia”^[1], además, esa misma violencia era causa de la baja productividad agrícola de la región. En otras palabras, el sur del Tolima aprendió a ver un Estado que se quedó corto asegurando la seguridad nacional y humana, con poca presencia institucional y control del territorio y con una pobre actuación que permitió impunidad y violencia en la región mientras los grupos al margen de la ley se iban haciendo fuertes y tomaban el control de vastos territorios al punto de que decidían  a su antojo, quien entraba o salía de los municipios o incluso quién vivía y quién no.

En estos territorios vivían poblaciones cautivas que con el tiempo aprendieron a callar las injusticias ante el abandono generalizado de las instituciones que debían protegerlos; al punto de permear el poder político de la zona y manejar a su antojo los recursos públicos con un poder local cooptado por la vía armada. “Los candidatos recibían apoyo de la guerrilla, es decir, concedían autorización para que esta desarrollara libremente actividades proselitistas a su favor. A cambio, una vez electos debían favorecer a determinadas veredas y cabeceras municipales con obras para beneficio general, emplear en los cargos municipales a sus simpatizantes y colaboradores o contratar con determinadas personas la realización de obras públicas”^[2].

Las balas y la violación continua de los Derechos Humanos por parte de todos los actores del conflicto se volvieron cotidianos para la población civil. Incluso,  más allá de los desplazamientos forzados, también se hizo victima a quienes por alguna razón no abandonaron sus tierras y se quedaron a vivir allí en medio del temor.

Hubo iniciativas que buscaban empoderar a los ciudadanos y a la vez darle un empujón a la productividad de la región, iniciativas como la de Carlos Lleras, que en 1967 propuso la creación de asociaciones de usuarios para que “la gente pudiera actuar colectivamente y pudiera incrementar sus niveles de vida” (Henderson 1984),  en esa época nació la asociación Nacional de usuarios campesinos y una de las organizaciones que apareció fue la Federación Nacional de Cafeteros.

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