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El Mexicano - Jack London


Enviado por   •  3 de Febrero de 2014  •  4.282 Palabras (18 Páginas)  •  632 Visitas

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EL MEXICANO

Nadie conocía su historia; menos aún los de la junta revolucionaria. El era su "pequeño misterio", su "gran patriota", y a su modo trabajaba con tanto ardor por el advenimiento de la revolución mexicana como ellos. Los de la junta no reconocieron inmediatamente este hecho, pues ninguno de ellos simpatizaba con él. La primera vez que se presentó en su local, siempre lleno de gente atareada, sospecharon de él, al creerlo un espía: uno de los agentes secretos de Porfirio Díaz. Y de cierta manera tenían razón para sospechar a cada paso, pues muchísimos camaradas se encontraban en las prisiones militares y civiles de los Estados Unidos, mientras a otros se les hacía cruzar la frontera, y allí, en México, se les ponía en fila y se les fusilaba contra los muros de adobe.

El primer encuentro con el desconocido no los impresionó favorablemente en modo alguno. El muchacho no tenía más de dieciocho años y aparentaba tener aún menos edad. Dijo que se llamaba Felipe Rivera y que deseaba trabajar para la revolución.

La visión del muchacho le produjo la impresión de algo siniestro, terrible e inescrutable. Sus ojos negros parecían los de una serpiente. En ellos brillaba una pasión contenida, y reflejaba una inmensa y concentrada amargura...

Aquel muchacho enjuto era lo desconocido, representaba una amenaza que aquellos revolucionarios honestos y corrientes no podían comprender, ya que el odio ardiente que sentían hacia Porfirio Díaz no era más que el repudio de cualquier patriota común.

-Muy bien dijo fríamente-. Usted desea trabajar por la revolución. De acuerdo. Quítese la chaqueta, cuélguela allí, yo le indicaré el lugar, venga, allí donde hay unos cubos y trapos. El piso está sucio y hay que fregarlo un poco. Usted lo hará aquí primero y luego en la otra pieza. Hay que lavar también las escupideras. ..y limpiar los cristales de las ventanas.

-¿y todo ello será por la revolución? -preguntó el muchacho.

-Si señor, por la revolución -contestó Vera.

Día tras día vino a realizar su trabajo de fregar, barrer y limpiar. Vaciaba la ceniza de las estufas, traía el carbón y encendía el fuego antes que el más diligente de los revolucionarios, se sentara ante su mesa de trabajo.

-¿Podría dormir aquí? -preguntó una vez.

¿Así era la cosa, no? Ya estaba mostrando las uñas al agente del tirano Díaz. ..Porque dormir en las salas de la junta significaba tener acceso a sus secretos, a las listas de afiliados, a las direcciones de los camaradas que actuaban en México. La solicitud fue denegada. Rivera no volvió a hablar del asunto. Nadie sabía dónde dormía, ni cómo se ganaba la vida, ni donde comía. Una vez, Arellano le ofreció un par de dólares. El muchacho se negó a aceptarlos moviendo la cabeza. Cuando Vera quiso saber el motivo de esta negativa, él dijo simplemente:

-Yo trabajo por la revolución.

Cuando, en cierta ocasión, se debían dos meses seguidos de alquiler y el dueño amenazó con el desahucio, Felipe Rivera, el enjuto y mal vestido limpia pisos, fue quien puso sesenta dólares en monedas de oro sobre la mesa de May Sethby.

La situación era difícil. Ramos y Arellano se jalaban los bigotes con desesperación. Las cartas tenían que ser despachadas lo más pronto posible, y el correo no concedía, por desgracia, crédito a los que no podían comprar los sellos para enviar su correspondencia. Entonces fue cuando Rivera se puso el sombrero y se marchó sin decir nada. Cuando regresó algunos días después, traía en las manos los mil doscientos sellos que le hacían falta a May Sethby para despachar las cartas retrasadas.

-¿No creen que este hombre recibe dinero de Díaz?

-dijo Vera a sus camaradas.

Todos fruncieron las cejas y nadie pudo manifestarse esta vez decididamente. Felipe Rivera, el que fregaba los pisos por la revolución, continuó trayendo dinero a la junta cada vez que hacía falta.

Pese a todas estas demostraciones de adhesión, los revolucionarios no confiaban en Rivera. Ninguno lo conocía en realidad. Su vida era distinta a la de ellos. El muchacho no hacía nunca ninguna confidencia y rechazaba toda intimidad. A pesar de lo joven que era, tenía su presencia una fuerza tal, que dejaba cohibidos a los demás.

-Este hombre seguramente ha llevado una vida infernal -alegaba Vera-, Nadie que no ha sufrido terriblemente tiene esa mirada. ..y no es más que un muchacho.

-Tiene un carácter endemoniado -dijo May Sethby. Este hombre no tiene corazón. Es despiadado como el acero, agudo y cortante como una espada.

Yo, francamente, no tengo miedo de Díaz ni de sus matones. Creérmelo. Pero tengo miedo de este muchacho. Es el aliento de la muerte.

Pero Vera fue el primero en persuadir a los demás para que tuvieran confianza en el muchacho y le encomendaran una delicadísima misión. Había que restablecer la línea de comunicación entre los Engels y la Baja California. Tres camaradas habían caído ya en la empresa. Los habían hecho cavar su tumba antes de fusilarlos.

Juan Alvarado, el comandante federal, era un verdadero monstruo. Frustraba todos los planes de los revolucionarios.

Felipe Rivera recibió las instrucciones y partió en dirección al sur. Cuando volvió semanas después, la línea de comunicación se encontraba ya restablecida y todo el mundo sabía Que Juan Alvarado había muerto.

Lo habían encontrado en su lecho con un puñal que le atravesaba el corazón.

Yo se lo advertí, el peor enemigo de Díaz es este muchacho. Si él lo conociera, lo temería más que a ningún otro revolucionario. Es un hombre implacable. Es la mano castigadora de Dios.

El carácter endemoniado a que aludía May Sethby, y que todos los demás presintieron, se había puesto ya en evidencia materialmente. Se aparecía allí con un labio cortado, con una contusión en la mejilla, con una oreja hinchada. Era seguro que participaba en broncas, por aquellos lugares donde iba a dormir, a comer, a ganar dinero, donde vivía de manera desconocida para sus correligionarios.

-¿Pero de dónde sacará dinero? -preguntaba Vera-.

Me acabo de enterar de que ayer pagó la deuda del papel de imprenta, unos ciento cuarenta dólares.

Las ausencias y el modo de ganarse la vida de Rivera eran realmente misteriosos.

En cierta ocasión, Arellano lo había encontrado

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