El Seductor De La Patria
fercorgom20 de Septiembre de 2012
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*Lo que pienso del Libro*
Uno de los peores defectos que tenemos los mexicanos es que nos encanta echarle la culpa a otros de nuestras desgracias, es por eso que en nuestra historia sólo contamos con héroes y con villanos, jamás con gente normal. Santa Anna es uno de esos terribles bandidos, tan parecido en todo a nuestros políticos actuales. Serna nos cuenta esta triste e indigna historia desde el punto de vista del protagonista, pero a la vez nos permite saber lo que opinaban de él los demás, desde generales que, celosos o no, lo acusaban de corrupto con sus superiores, hasta su esposa Inés, que lo describe como un ser sin escrúpulos, cruel y engreído. El general recuerda su vida cuando ya es un anciano y por ello modifica la realidad de acuerdo a lo que hubiera deseado, aunque permitiéndonos entrever siempre sus verdaderas intenciones. A su Alteza Serenísima le sucedió lo mismo que a muchos gobernantes mexicanos: el pueblo lo endiosó –igual que al expresidente Salinas– y cuando se equivocó, entonces lo acusaron hasta de los terremotos.
Al igual que el exgobernador del Estado de México, Hank González, Santa Anna habla de su modesta fortuna, hecha "a base de esfuerzo" y dice: "un político pobre es un pobre político". Tenía la ventaja de que nadie lo podía acusar, pues había compartido sus corruptelas con muchos diputados y otros "servidores públicos". Y esta forma de ser de los políticos mexicanos sigue tan de moda que sus trapacerías no asustarían a nadie hoy en día. Don Antonio llegó a creer que sus "negocios" eran lícitos y que su persona era indispensable para la patria, exactamente igual que nuestros ilustres senadores y diputados, que cobran impuestos especiales para artículos "suntuarios" que luego nos obligan a pagar a los contribuyentes para su uso particular. Pobre México, condenado siempre a soportar la corrupción e ineptitud de sus gobernantes. Santa Anna no sólo fue corrupto, fue también un inepto, no le gustaba ni sabía gobernar, cuando se hacía con el poder se retiraba a su hacienda y dejaba en la presidencia a quien más lo adulaba. Durante sus múltiples gobiernos el país perdió la mitad de su territorio a manos de los voraces yanquis que, eso sí, indemnizaron "generosamente" al país.
Cuánto se habría ahorrado el México del siglo XIX si Antonio López de Santa Anna hubiera tenido una infancia feliz, si no hubiera sido el hijo nada agraciado, una especie de patito feo junto a su hermano. Se habría ahorrado mucha sangre; cientos o miles de vidas; la inestabilidad como signo del curso político; la pérdida de extensísimas superficies de territorio; iras y sátiras de periodistas y escritores; litros y litros de tinta; la irrupción de una figura que parece concentrarlo todo en una gran, grotesca, opereta que sería el ya exangüe emblema de la historia patria.
Porque como este antihéroe pocos. Raya en el cinismo en la obra que Enrique Serna le dedica a sus luces y a su sombra renovada, aunque nunca asume plenamente esta actitud: este seductor de la patria se la pasa vanagloriándose, justificándose, dando razón de sus actos en nombre de las inalterables insuficiencias de los otros, del país, de la historia mexicana y sus circunstancias. A lo largo de muchas páginas (de muchos años en la presentación cronológica de la novela) parece que va a surgir al fin el Antonio López de Santa Anna que de más de un modo se da a desear mediante sus palabras: el que se reconoce como un perfecto cínico, alguien que no sólo tiene conciencia de los hechos y de sus causas y horizontes sino también de sí mismo, no como un personaje que va presuroso tras la salvación de los lustres de su nombre mientras pierde la ocasión de carcajearse de lo que ocurre en torno a él, por cuenta y gracia suyas o por designio de la naturaleza corrupta de la patria. Entonces Santa Anna es un pícaro cuya ruinosa historia reconstruye con erudición, paciencia, detalles de humor y una buena dosis de mala leche Enrique Serna, un personaje al que le falta sólo la capacidad de reírse de sí mismo para ser redondo en el perfecto espejo que se manda construir y pulir.
¿Por qué esperar tal cosa de este Santa Anna? Porque desde el comienzo está asombrosamente firme la capacidad discursiva, la destreza de la mala fe, la conciencia de los hechos, la intuición de asuntos y de asertos que forman parte de campos tan presumiblemente lejanos del caudillo como la teoría política, la filosofía de la historia, la psicología del poder, las marcas de los primeros años (infancia es destino).
Serna pone delante de nosotros a un personaje extraordinario que tiene de sí mismo una imagen extraordinaria y que a la vez es capaz de ver lo que sucede y lo que sucederá si no con razón sí con indudable poder imaginativo. Este Santa Anna comienza por conocerse a sí mismo. Escribe en su moderna prosa: "El don de mando no es innato en el hombre: se forja poco a poco en el alma del humillado, primero como un berrinche contra el mundo, después como una fuerza desgobernada que es preciso encaminar hacia un objetivo, para evitar que estalle por dentro".
No se trataría aquí más que de una más de las abundantes reflexiones sorpresivas del caudillo, pero es sobre todo un aviso a tiempo, una advertencia, un punto de partida, una de las definiciones posibles de la novela. Toda la tensión narrativa de la obra consistirá en ver cómo el antihéroe libra su batalla contra aquella "fuerza desgobernada". Y esa batalla, pretende el antihéroe, habría de ser la de un esgrimista: fino, calculador, preciso, enriquecido con el valor fiero de un fajador, un hombre dispuesto al sacrificio que sabe que "el dolor curte a los hombres, los endurece y al mismo tiempo los purifica".
La batalla de un Santa Anna sabio a pesar de todo: de algún coito interrumpido por la mala digestión de la mujer conquistada; de las burlas de la esposa que lo hace comer su propio gallo de pelea; de la ingratitud de los habitantes de una patria que es "infiel por naturaleza, que no vacila en traicionar a sus amantes, pero exige que den la vida por ella" y que lleva a preguntarse si "acaso estoy obligado a sacrificarme por una puta". Los dolidos berrinches del caudillo lo llevan a buscar ejercer su don de mando en la política, la historia, en el campo de guerra y en el del juego y las relaciones carnales y los hartazgos de comida y bebida. Santa Anna cuenta con la ayuda de un amanuense y con el cruce de comunicaciones de otros personajes de la historia y de su propia biografía, desde una sola certidumbre (que, en este caso, sí es efectivamente cínica):
"Yo jamás traicioné mis convicciones por la simple y sencilla razón de que no las tuve"; lo hace casi siempre en un solo registro —al igual que los demás personajes de la larga opereta—, alcanzando páginas notables —como las de la incursión en Texas—, en una novela de completa información histórica y redonda y pulida, como quiso el caudillo que fuera su espejo.
Este libro, si bien excelentemente escrito, no es disfrutable y menos para un mexicano, porque nos recuerda lo mal que le ha ido –y le va– a nuestro pobre país; pero aunque no disfrutemos de la indigna historia, es material obligado de lectura para ver si por fin abrimos los ojos y dejamos de ser un pueblo resignado y atropellado.
*Biografía* Militar y político mexicano (Jalapa, 1795 - México, 1877). Era un joven capitán del ejército español cuando estalló la insurrección anticolonial en 1810. Tras luchar en el bando virreinal, apoyó a Iturbide una vez que éste se hizo con el poder y proclamó la independencia (1821). Luego encabezó la sublevación que derrocó al régimen monárquico de Iturbide y abrió el proceso para convertir a México en una República federal (1822-24). Desde entonces se convirtió en el «hombre fuerte» del país por espacio de cuarenta años, si bien su presencia formal al frente del poder político fue intermitente. Su prestigio militar se acrecentó cuando consiguió rechazar una expedición enviada por España con intención de restaurar el régimen colonial en 1829.
Después de derrocar a los gobiernos establecidos en 1829 y 1832, en 1834-35 asumió personalmente la presidencia de la República. Carente de ideas propias, Santa Anna fue un demagogo populista, que empezó gobernando con los federalistas anticlericales, para aliarse luego con los conservadores, centralistas y católicos, con los que tenía mayor afinidad.
En 1835 suprimió el régimen federal aplastando por la fuerza a sus defensores; este refuerzo del centralismo desencadenó la rebelión de Texas, territorio del extremo noreste de México con fuerte presencia de colonos anglosajones.
Atacó Texas con su ejército, enfrentándose también a los Estados Unidos, que prestaban apoyo a los rebeldes (1836); pero fue derrotado y hecho prisionero en San Jacinto, enviado a Washington y liberado por el presidente Jackson tras entrevistarse con él. Había perdido así su ya escasa popularidad; pero una expedición militar francesa contra Veracruz le dio la oportunidad de redimirse en 1838, rechazando al invasor y recuperando su carisma de héroe nacional (perdió una pierna en el combate). Aprovechando esa popularidad volvió a erigirse en dictador en 1841-42; aunque fue obligado a dejar el poder ante la desastrosa situación económica que provocó su gobierno.
Regresó de su exilio en Cuba al año siguiente, al estallar el conflicto entre México y Estados Unidos por la anexión a este país de la antigua provincia mexicana de Texas (independiente desde 1836). Santa Anna, que se veía a sí mismo como el
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