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INTRODUCCIÓN

cilsi17 de Marzo de 2014

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INTRODUCCIÓN

“Papá explícame para qué sirve la historia”, pedía hace algunos años a su padre, que era historiador, un muchachito allegado mío. Conservaré como epígrafe, esta pregunta. Algunos pensarán, sin duda, que es una fórmula ingenua, peor me parece del todo pertinente.

Ya tenemos, pues, al historiador obligado a rendir cuentas. Pero no se aventurará a hacerlo sin sentir un ligero temblor interior. ¿Qué artesano, envejecido en su oficio, no se ha preguntado alguna vez, con un ligero estremecimiento, si ha empleado juiciosamente su vida?.

El debate sobrepasa los pequeños escrúpulos de una moral coirporativa, e interesa a toda nuestra civilización occidental. Todo lo conducía a ello: la herencia cristiana como la herencia clásica. Los griegos y los latinos, eran pueblos historiógrafos. El cristianismo es una religión de historiadores. Otros sistemas religiosos han podido fundar sus creencias y sus ritos en una mitología más o menos exterior al tiempo humano. Por libros sagrados, tienen los cristianos libros de historia, y sus liturgias conmemoran, con los episodios de la vida terrestre de un Dios, los fastos de la Iglesia y de los santos.

El cristianismo es además histórico en otro sentido, quizá más profundo: colocado entre la Caída y el Juicio Final, el destino de la humanidad representa, a sus ojos, una larga aventura, de la cual cada destino, cada “peregrinación” individual, ofrece a su vez, el reflejo; en la duración y, por lo tanto, en la historia, eje central de toda meditación cristiana, se desarrolla el gran drama del Pecado y de la Redención. Nuestro arte, nuestros monumentos literarios, están llenos

de los ecos del pasado; Nuestros hombres de acción tienen constantemente en los labios sus lecciones, reales o imaginarias.

Convendría, sin duda, señalar más de un matiz en la psicología de los grupos. Hace mucho tiempo lo observó Cournot; eternamente inclinados a reconstruir el mundo sobre las líneas de la razón, los franceses en conjunto viven sus recuerdos colectivos con mucha menor intensidad que los alemanes, por ejemplo.

Los historiadores deberán reflexionar sobre ello. Por que es posible que si no nos ponemos en guardia, la llamada historia mal entendida acabe por desacreditar a la historia mejor comprendida.

Eso sería a costa de una profunda ruptura con nuestras más constantes tradiciones intelectuales.

Leed lo que se escribía antes de la guerra, lo que todavía puede escribirse hoy. Entre las inquietudes difusas del tiempo presente del tiempo presente oiréis, casi infaliblemente, la voz de esta inquietud mezclada con las otras.

Era en junio de 1940, el mismo día, si mal no me acuerdo, de la entrada de los alemanes en París. En el jardín normando en que en nuestro Estado mayor, privado de fuerzas arrastraba su ocio, remachábamos sobre las causas del desastre: “¿Habrá que pensar que nos ha engañado la historia?”, murmuró uno de nosotros. Así la angustia del hombre hecho y derecho se unía, con su acento más amargo, a la sencilla curiosidad del jovenzuelo. Hay que responder a una y a otra.

Las circunstancias de mi vida presente, la imposibilidad en que me encuentro de usar una gran biblioteca, la pérdida, la imposibilidad en que me encuentro de usar una gran biblioteca, la pérdida de mis propios libros, me obligan a fiarme demasiado de mis notas y de mis experiencias.

En verdad que, incluso si hubiera que considerar a la historia incapaz de otros servicios, por lo menos podría decirse en su favor que distrae. Personalmente, hasta donde pueden llegar mis recuerdos, siempre me ha divertido mucho. Cada sabio sólo encuentra una ciencia cuyo cultivo le divierte. Descubrirla para consagrarse a ella es propiamente lo que se llama vocación.

Este indiscutible atractivo de la historia merece ya que nos detengamos a reflexionar. Antes que el deseo de conocimiento, el simple gusto; antes que la obra científica plenamente consciente de sus fines, el instinto que conduce a ella: la evolución de nuestro comportamiento intelectual abunda en filiaciones de esta clase. Hemos visto, incluso, figurar a los pequeños goces de las antiguallas en la cuna de más de una orientación de estudios, que poco a poco se ha cargado de seriedad.

Ésa es la génesis de la arqueología y, más reciente, del folklore. La historia, sin embargo, tiene indudablemente sus propios placeres estéticos, que no se parecen a los de ninguna otra disciplina. Ellos se deben a que el espectáculo de las actividades humanas, que forma su objeto particular, está hecho, más que otro cualquiera, para seducir la imaginación de los hombres.

Sobre todo cuando, gracias a su alejamiento en el tiempo o en el espacio, su despliegue se atavía con las sutiles seducciones de lo extraño. Leibniz nos lo ha confesado: cuando pasaba de las abstractas especulaciones de las matemáticas, o de la teodicea, a descifrar viejas cartas o viejas crónicas de Alemania imperial, sentía, como nosotros, esa “voluptuosidad de aprender cosas singulares”.

Pero si esa historia a la que nos conduce un atractivo que siente todo el universo no tuviera más atractivo para justificarse; si no fuera, en suma, más que un amable pasatiempo como el bridge o la pesca con anzuelo, ¿merecería que hiciéramos tantos esfuerzos para escribirla? Por escribirla, según lo entiendo yo, honradamente, verídicamente, y yendo en la medida de lo posible hasta los resortes más ocultos, es decir, difícilmente.

En 1942, año en que ha tocado escribir, ¡el propósito adquiere un sentido todavía más grave! En un mundo que acaba de abordar la química del átomo, que comienza a sondear apenas el secreto de los espacios estelares, en nuestro pobre mundo que, justamente orgulloso de su ciencia, no logra, sin embargo, crearse un poco de felicidad, las largas minucias de la erudición histórica.

“Para entender y apreciar bien estos procedimientos de investigación, aunque se trate de los más particulares en apariencia, sería indispensable saberlos unir con un trazo perfectamente seguro al conjunto de las tendencias que se manifiestan en el mismo momento en las demás clases de disciplina. Este estudio de los métodos considerados en sí mismo constituye, una especialidad, cuyos técnicos se llaman filósofos. No puedo presentarlo sino como lo que es: el momento de un artesano al que siempre le ha gustado meditar sobre su tarea cotidiana; el “carnet” de un oficial que ha manejado durante muchos años la toesa y el nivel, sin creerse por eso matemático”.

LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO

• LA ELECCIÓN DEL HISTORIADOR

La palabra historia es muy vieja, tan vieja que a veces ha llegado a cansar, muy rara vez se ha llegado a querer eliminarla del vocabulario. Sólo para regarla al ultimo rincón de las ciencias del hombre: especie de mazmorras, donde arrojan los hechos humanos, considerados a la vez los más superficiales y los más fortuitos, al tiempo que reservan a la sociología todo aquello que les parece susceptible de análisis racional.

Sin duda, desde que apareció, hace más de dos milenios, en los labios de los hombres ha cambiado mucho de contenido. Éste es el destino, el lenguaje, de todos los términos verdaderamente vivos. Si las ciencias tuvieran que buscarse un nombre nuevo cada vez que hacen una conquista, ¡cuántos bautismos habría y cuánta pérdida de tiempo en el reino de las academias!.

Por el hecho de que permanezca apaciblemente fiel a su glorioso nombre heleno, nuestra historia no será la misma que escribía Hecateo de Mileto, como la física de Lord Kelvin o de Langevin no es la de Aristóteles. ¿Qué es entonces la historia?

No es menos cierto que frente a la inmensa y confusa realidad, el historiador se ve necesariamente obligado a señalar el punto particular de aplicación de sus útiles; a hacer en ella una elección, elección que, evidentemente, no será la misma que, por ejemplo, la del biólogo: que será propiamente una elección de historiador.

Ahora bien, la obra de una sociedad que modifica según sus necesidades el suelo en que vive es, un hecho eminentemente “histórico”. Asimismo, las vicisitudes de un rico foco de intercambios, un punto de intersección en que la alianza de dos por una disciplina a otra.

II. LA HISTORIA Y LOS HOMBRES.

El objeto de la historia es esencialmente el hombre, mejor dicho, los hombres. Detrás de los rasgos sensibles del paisaje, de las herramientas o de las máquinas, detrás de los escritos aparentemente más fríos y de las instituciones aparentemente más distanciadas de los que las han creado, la historia quiere aprehender a los hombres.

Del carácter de la historia, en cuanto conocimiento de los hombres, depende su posición particular frente al problema de la expresión.

Cada ciencia tiene su propio lenguaje estético. Los hechos humanos son esencialmente fenómenos muy delicados y muchos de ellos escapan a la medida matemática.

III. EL TIEMPO HISTÓRICO

El historiador piensa no sólo lo “humano”. La atmósfera en que su pensamiento respira naturalmente es la categoría de la duración.

Es difícil, imaginar que una ciencia, sea la que fuere, pueda hacer abstracción del tiempo. El tiempo de la historia, realidad concreta y viva abandonada a su impulso irrevertible, es el plasma mismo en que se bañan los fenómenos y algo así como el lugar de su inteligibilidad. . El numero de segundos de años o de siglos que exige un cuerpo radiactivo para convertirse en otros cuerpos es un dato fundamental de la atomística.

Pero que esta o aquella de sus metamorfosis haya ocurrido hace mil años, ayer y hoy o que deba producirse

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