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Maquiavelo


Enviado por   •  18 de Febrero de 2014  •  6.202 Palabras (25 Páginas)  •  230 Visitas

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No es casual que Tomás Moro situara a la república de Utopía como parte de aquel Nuevo Mundo que en 1516 comenzaba a dibujarse brumosamente para los europeos, ni que su descripción la pusiera en boca de un navegante portugués, compañero de viajes de Américo Vespucio. Utopía era la fascinación de América, una descripción idealizada de sus culturas originarias, un modelo que debía servir para la reforma social de Europa. Es indudable que fue inspirada por los relatos maravillosos de los descubridores, a través de los cuales llegaban noticias de las civilizaciones incaica y mesoamericana.

No es casual que ese libro, inspirado por el primer contacto euro-americano, sirviera a la idea de las misiones, el esfuerzo más trascendente para armonizar la cultura de los conquistadores y los conquistados en una síntesis creadora: Juan de Zumárraga, primer obispo de México en 1527, llevó allí ese texto, que influyó en los asentamientos precursores de los franciscanos, extendidos y perfeccionados luego por los jesuitas.

Ni es casual que Tomás Moro, testigo y crítico de su tiempo, muriera decapitado en la Inglaterra de Enrique VIII; aunque ésa es otra historia. En Europa, su Utopía precedió a otras, las de Sidney, Campanella, Bacon. Sugirió doctrinas y empresas filantrópicas como las de Saint-Simon, Fourier, Owen. Nutrió una corriente de ideas humanistas y socialistas, que entroncaba con los orígenes del cristianismo y contradecía el espíritu implacablemente mercantil del capitalismo.

Paradójicamente, quien la descalificó en nombre de la ciencia del siglo XIX fue Federico Engels, con su célebre ensayo que oponía al socialismo utópico nada menos que el socialismo científico. Digo nada menos, pues esa teoría estaba destinada a convertirse en otra forma de utopía, una de las más significativas que han conmovido al mundo contemporáneo.

Porque ¿qué es al fin y al cabo la utopía? "Plan, doctrina o sistema halagüeño, pero irrealizable" define la Real Academia: acepción usual, que indica hasta qué punto prevaleció el escepticismo del statu quo. Sin embargo, la utopía ha movido las ruedas de la historia, ha contribuido a cambiar el mundo. En ese sentido fue eficaz la de Tomás Moro. Ernst Bloch reivindicó el valor profético, crítico y movilizador de estos mensajes. Hay muchos ejemplos de utopismo que han prosperado, desde el sionismo de raíz bíblica, hasta otra gran ilusión contemporánea, la democracia liberal diseñada por Rousseau y Montesquieu. ¿Quién duda que en alguna medida se han hecho realidad?

Pero aún por sobre la cuestión de su realizabilidad, hoy es valor corriente de especulación que la imaginación utópica −la utopía encarnada más que escrita− ha sido y sigue siendo necesaria en todo emprendimiento humano fundamental.

Desde que se planteó el problema de la causalidad histórica, ha habido varias maneras de interpretarla. Desde una filosofía idealista y voluntarista, la realidad es como los hombres quieren que sea (o como creen que debe ser). En otro polo, diversas doctrinas han sostenido una determinación superior, de la que los hombres solo podrían ser instrumento (llámense providencialismo, determinismo natural, economismo, etc.). Para el sentido histórico actual −que se podría llamar posmarxista, en la medida que incluye la crítica interna y externa al marxismo− el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas sociales presenta un marco de opciones (una relativa determinación o una libertad relativa, es lo mismo), dentro del cual las tensiones se pueden resolver produciendo una u otra forma alternativa de organización

social, explotando de uno u otro modo las condiciones dadas y abriendo hacia el futuro nuevos marcos de posibilidad.

Esto que hoy parece claro, ha sido el fruto de una lenta elaboración. De un arraigado providencialismo se pasó a las explicaciones idealistas, con el optimismo renacentista y protoburgués. La construcción teórica de Marx y Engels sentó las bases metodológicas para el desarrollo de las ciencias sociales, pero también suscitó cierta interpretación mecanicista del transcurso histórico: una característica de la utopía revolucionaria del marxismo, tributaria del milenarismo, es la certeza "científica" de un porvenir socialista inexorable (asunto hoy en revisión por los pensadores más lúcidos de esta teoría); aunque la función movilizadora, el llamado voluntarista, ha sido su contenido predominante.

Volviendo a nuestro sentido común histórico, parece evidente que los pueblos no pueden organizar la sociedad a su antojo, pero tampoco son mero objeto de un proceso inasible. Dentro de los límites de un estadio de evolución, tienen cierta soberanía para plantearse objetivos, alcanzables en la medida del éxito de una lucha conciente. Los lindes no están a la vista, nunca con la suficiente claridad, por la complejidad de la sustancia social y del encadenamiento histórico. De allí la validez de la exigencia utópica, su justificación en otro plano distinto y contiguo al de la ciencia.

Demos ya por superada la incompatibilidad utopía-ciencia. Frente a los modelos de base real que manejan los estructuralistas, la utopía sería un modelo ideal, de base más abstracta, pero que inevitablemente contiene referentes a alguna realidad conocida. Esto, que era evidente ya en Moro, constituye un aspecto insoslayable de la mayor importancia: la atracción, la fuerza de la utopía se apoya en experiencias concretas, proyectadas o desplegadas a un nivel superior. Todas las doctrinas colectivistas han abrevado en la nostalgia de la comunidad primitiva, así como la ideología liberal se nutrió en la tradición de la aristocracia griega.

Antes de entrar al tema, conste pues mi adhesión a esta redefinición de la utopía como incitación, doctrina de lo tracendente, desafío y proyección, apelación a ejercer nuestra libertad y ensanchar sus límites.

1De una manera general, el Occidente no ha llegado a pensarse a sí mismo como bárbaro, ya que esta categoría estuvo destinada por mucho tiempo a los pueblos de Oriente (desde las invasiones de los hunos y los mongoles) y a las comunidades primitivas sojuzgadas por los imperios coloniales, como en Africa, antes de que, ya en el siglo XX, antropólogos y etnólogos se dieran a la tarea de estudiarlas y ocasionalmente rescatarlas. Kipling, por ejemplo, consideraba que las comunidades africanas estaban integradas por "medio demonios, medio niños". Curiosamente, las civilizaciones prehispánicas de América, que tanto habían deslumbrado a los españoles a su llegada en el siglo XVI (como ocurriera con Tenochtitlán), no han sido calificadas de bárbaras, aunque una como la azteca tuviera entre sus costumbres los sacrificios

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