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NACIMIENTO, CRECIMIENTO, FLORECIMIENTO, DECADENCIA Y CAIDA DE LAS REPUBLICAS


Enviado por   •  18 de Febrero de 2016  •  Documentos de Investigación  •  12.756 Palabras (52 Páginas)  •  222 Visitas

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LIBRO CUARTO

CAPÍTULO I DHL NACIMIENTO, CRECIMIENTO, FLORECIMIENTO, DECADENCIA Y CAIDA DE LAS REPUBLICAS

Toda república tiene su origen o en la lenta multiplicación de las familias, o en el establecimiento de una multitud hasta entonces dispersa, o en una colonia fundada por otra república, como nuevo enjambre de abejas o como rama de árbol trasplantada, la cual, una vez que echa raíces, da más frutos que la que nace de simiente. En cualquier caso, la república se establece o por la violencia de los más fuertes, o por el consentimiento de quienes, voluntariamente, someten su plena y entera libertad a otros, para que éstos dispongan de ella con poder soberano, sea sin sujeción a ley, o bien bajo ciertas leyes y condiciones. Una vez que existe )a república, si está bien fundada, se asegura contra la fuerza exterior y contra los males internos, creciendo, poco a poco, en poderío, hasta llegar a la cumbre de su perfección, que es el estado floreciente; éste no puede durar mucho, debido a la variedad de las cosas humanas, tan cambiantes e inciertas que las más grandes repúblicas frecuentemente se desploman de un golpe por su propio peso, o son destruidas, cuando piensan estar más seguras, por la fuerza de sus enemigos, o van envejeciendo lentamente y mueren a causa de sus enfermedades internas... Es necesario saber, por ello, las causas que producen los cambios de una república, antes de poder juzgarla o proponerla como ejemplo. Llamo cambio de la república al cambio de estado, es decir, el traspaso de la soberanía del pueblo al príncipe, o de los poderosos a la plebe, o a la inversa. El cambio de leyes, de costumbres, de religión, o de lugar sólo representa una simple alteración, si la soberanía no cambia de titular. Por el contrario, la república puede cambiar de estado sin que las costumbres y leyes se alteren, salvo las que atañen a la soberanía, como ocurrió en Florencia, cuando el estado popular se transformó en monarquía. . . También puede ocurrir que, sin producirse ningún cambio en la ciudad, en el pueblo o en las leyes, la república desaparezca, como sucede cuando un príncipe soberano se somete voluntariamente a otro, o por testamento instituye heredero de su estado a una república popular.en tal caso, no se trata de transformación de un estado en otro, ya que la soberanía desaparece por completo. Al contrario, si de una ciudad o provincia se hacen uno o varios estados populares o reinos, no se trata de cambio de república, sino de origen y nacimiento de una o varias repúblicas nuevas... En ocasiones, dos repúblicas se integran en una, como ocurrió con las repúblicas de romanos y sabinos, que se unieron en un estado. . . Todo cambio es voluntario o necesario, o ambas cosas a la vez; la necesidad, por su parte, puede ser natural o violenta... Así como se considera más aceptable la muerte que procede de vejez o de enfermedad lenta e insensible, también puede decirse que el cambio sobrevenido a una república en razón a su edad, tras una secular existencia, es necesario, pero no violento, ya que no se puede llamar violento a lo que es resultado del curso necesario y natural al que están sujetas todas las cosas de este mundo. El cambio puede ser del bien al mal, o de lo bueno a lo mejor, sea natural o violento, si bien éste se opera súbitamente y aquél de modo lento. El cambio voluntario es el más tranquilo y el más fácil de todos, como cuando quien detenta el poder soberano se despoja de él y transforma el estado. . . Del mismo modo que el paso de la enfermedad a la salud, o de la salud a la enfermedad, puede ser producido por las fuerzas naturales, como la alimentación, o por las propiedades interiores del cuerpo o del alma, o por la fuerza del que hiere o sana, así también la república puede sufrir cambio o arruinarse por entero a causa de los amigos o enemigos, exteriores o interiores, sea del bien al mal, o del mal al bien. Muy -frecuentemente, acaecen tales cambios en contra la voluntad de los ciudadanos, a quienes es necesario constreñir. . . Así como sólo hay tres clases de república, según hemos dicho, sólo son seis los cambios perfectos: de monarquía a estado popular, de estado popular a monarquía, de monarquía a aristocracia, de aristocracia a monarquía, de aristocracia a estado popular y de estado popular a aristocracia. Para cada estado, hay seis cambios imperfectos: de estado real a señorial, de señorial a tiránico, de tiránico a real, de real a tiránico, de tiránico a señorial, de señorial a real; otro tanto puede decirse de la aristocracia legítima, señorial o facciosa, así como del estado popular legítimo, señorial y turbulento. Llamo a este cambio imperfecto. .. , porque se trata sólo de cambio en la calidad de los señores. Además de los cambios citados, sucede en ocasiones que el estado queda vacante, como ocurrió tras la muerte de Rómulo, cuando el pueblo romano estuvo un año sin monarquía, ni estado popular, ni aristocracia, porque los cien senadores que se turnaban en el mando no tenían poder soberano y sólo mandaban por comisión. . . Otras veces, sucede que al extinguirse el estado (real, aristocrático o popular) se produce la pura anarquía y no hay ni soberanía, ni magistrado, ni comisarios que tengan poder de mando. . . Finalmente, puede ocurrir que el estado se extinga con todo el pueblo, como sucedió con la señoría y el pueblo de Tebas, exterminado, junto con su ciudad, por Alejandro Magno...; en tal caso, no se trata de cambio de estado, sino de la ruina de éste y de su pueblo. Es distinto el caso cuando un miembro de la república, una provincia, es exterminado, una ciudad arrasada y toda su gente muerta, pero la república continúa existiendo, como ocurrió con la ciudad de Arzilla, en el reino de Fez, arrasada por los ingleses, que pasaron a cuchillo a todo el pueblo. . . Como nota característica de la monarquía, hay que señalar que, pese- a que los monarcas se destronan frecuentemente entre sí por medios violentos, no por ello cambia el estado.. .; en el Imperio romano no hubo cambio de la forma monárquica, pese a haber contado con cuatro emperadores en un año que se asesinaron entre sí.. . Algunas repúblicas se extinguen antes que hayan florecido en armas o en leyes y no faltan las que abortan o mueren al nacer, como la ciudad de Münster, miembro del imperio de Alemania, que fue desmembrada de éste por el bando de los anabaptistas. . ., hasta que la ciudad fue tomada y su rey ejecutado públicamente.1 1. El radicalismo social de los anabaptistas se manifestó de un modo agre- Cuando digo estado floreciente de una república, no quiero decir que sea el colmo de la perfección, porque nada perfecto hay en las cosas perecederas, y menos aún en las acciones humanas llamo estado floreciente de una república cuando alcanza el más alto grado de su perfección y hermosura o, para decirlo mejor cuando es menos imperfecta; esto sólo se puede apreciar después de su decadencia, cambio o ruina. Los romanos experimentaron los estados real, tiránico, aristocrático y popular, pero nunca fue. ron tan ilustres como en el estado popular y éste nunca floreció tanto en armas y en leyes como en la época de Papirio Cursor... No debe medirse la virtud con el palmo de las riquezas, ni la perfección de una república por la extensión del país. Los romanos nunca fueron más poderosos, ricos y grandes que bajo el imperio de Trajano. . ., y, sin embargo, la ambición, la avaricia, los placeres y el lujo habían ganado de tal modo a los romanos que no les quedaba ni sombra de la antigua virtud. . . Respecto a las causas de los cambios, si bien son numerosas, podemos señalar algunas: la falta de descendencia de los príncipes, que empuja a los grandes a mover guerra por el estado; la pobreza extremada de la mayor parte de los súbditos y la riqueza excesiva de unos pocos; el reparto desigual de las dignidades y honores,- la ambición desmedida por el mando; la venganza de los agravios; la crueldad y opresión de los tiranos; el temor de ser castigado cuando se ha merecido; el cambio de leyes y religión; el goce desenfrenado de los placeres; la determinación de acabar con quienes deshonran con placeres excesivos y bestiales las más elevadas dignidades. . . He mostrado antes que las repúblicas nacieron como tiranías violentas, constituyéndose después, unas, en monarquías señoriales, otras en monarquías reales, por derecho hereditario. Más tarde, se han producido cambios diversos, debido a las causas citadas. Tanto la historia sagrada como la profana, concuerdan en este punto... sivo en Miinster, donde bajo la dirección de Juan de Leyden establecieron, en 1534, un régimen comunista; allí resistieron los ataques dirigidos por la Diet a contra la ciudad durante largos meses. Los príncipes medos, descendientes de Artabajo, los reyes de Per- 5ia, de Egipto, de los hebreos, macedonios, corintios, atenienses, celtas y espartanos obtuvieron por derecho d e sucesión sus reinos y principados, fundados, en su mayor parte, mediante l a fuerz a y l a violencia, aunque después fuero n gobernados con justicia y buena s leyes. Tal situación perduró hasta que llegó a faltar descendencia, [o que, a menudo, conlleva cambio de estado, o hasta que los príncipes fueron expulsados o matados por haber abusad o d e su poder y maltratado a sus súbditos. Por temer los súbditos recae r en la tiranía. . ., fundaron los estados aristocráticos, sin tene r en cuenta al pueblo bajo. . . Incluso cuando la monarquía se transformaba en estado popular, los ricos y nobles se las arreglaban par a acaparar todas las dignidades y oficios.- Así, cuando Solón fund ó e l estado popular, no quiso que los pobres y el pueblo bajo participasen de las dignidades; de modo semejante, cuando los romanos expulsaron a los reyes, aunque fundaron un estado popular, reservaron las dignidades y beneficios exclusivamente a la nobleza. . . [Esta situación perduró} hasta que Arístides y Pericles, en Atenas , y Canuleyo y oíros tribunos, en Roma, abrieron la puerta de los oficios y beneficios a todos los súbditos. Más tarde, al comproba r los pueblos, a través de los siglos, que las monarquías eran más seguras, más útiles y más duraderas que los estados populare s y aristocráticos, en especial las monarquías fundadas sobre el derecho hereditario del varón más próximo, éstas se propagaron por doquier. En algunos pueblos, el temor de que el monarca muer a sin heredero varón aconseja a los príncipes a nombrar u n sucesor , como hicieron algunos emperadores romanos. . .; en otros lugares , cuando el príncipe muere sin sucesión, el derecho de elección corresponde al pueblo que, a veces, también tiene el poder d e elección aunque los príncipes tengan herederos varones. No debe extrañarnos el hecho de que hay a poco s príncipe s virtuosos. Los hombres virtuosos son escasos y n o es entr e est e pequeño número donde se eligen los príncipes. Po r tanto, ser á extraordinario encontrar alguno excelente, y milagroso que persevere en su virtud después de verse tan alto que, salv o Dios , n o reconoce superior, y asediado, como está, por todas las seducciones capaces de hacer Raquear a los más fuertes. Por ello, el resplandor de justicia en un príncipe, como faro que alumbra desde una elevada torre, es tan luminoso que sigue reluciendo mucho tiempo después de su muerte y determina que sus hijos, aunque perversos sean amados por el recuerdo del padre. . . Debido a ello, las repú. blicas no se transforman a causa de la tiranía del príncipe, si éste es hijo de un padre virtuoso; su estado es como un árbol robusto con tantas raíces como ramas; por el contrario, el príncipe nuevo sin predecesor es como el árbol alto sin raíces, que caerá al primer golpe de viento. Si el sucesor e hijo de un tirano sigue las huellas de su padre, él y su estado correrán gran peligro de cambio... Estos cambios se producen con tanta mayor facilidad cuando el tirano es exactor, cruel o afeminado, o reúne todos estos vicios a la vez, como Nerón, Tiberio y Calígula. La disolución de costumbres ha arruinado más príncipes que todas las restantes causas, y es mucho más peligrosa para la conservación del estado por el príncipe que la crueldad; ésta hace a los súbditos tímidos y cobardes y los aterroriza, en tanto que la disolución produce odio y desprecio por el tirano. . . No se olvide que Sardanápalo, rey de Asiría, Canades, rey de Persia. . ., Roderico de España. . ., Galeazzo Sforza, Alejandro de Médicis. . ., Lugal y Megal, reyes de Escocia, perdieron todos sus estados a causa de la disolución de sus costumbres . . . Debido a la crueldad de un príncipe, el estado no cambiará tan fácilmente, salvo que sea más cruel que los animales salvajes, como Falaris. . ., Nerón, Vitellius, Domiciano. . ., Juan María de Milán, los cuales fueron muertos o expulsados de sus estados tirá- nicos, transformados casi todos en estados populares. Tal peligro proviene no tanto de! la crueldad hacia la plebe, a la que no se tiene en cuenta en el estado tiránico, como de la crueldad ejercida en las personas de los magnates y de miembros de las mejores familias. . . Cierto que la fuerza y el temor son dos malos consejeros para conservar un estado, pero, sin embargo, son necesarios al nuevo príncipe que, mediante la violencia, transforma el estado popular en monarquía. Esto no ocurre en la monarquía real, tanto más segura cuantos menos guardianes tiene; por ello, el prudente rey Numa despidió trescientos arqueros que Rómulo tenía para su custodia, diciendo que no quería desconfiar de un pueblo que en ¿1 había confiado, ni mandar a un pueblo que desconfiase de él.. . Todas las monarquías nuevamente establecidas sobre las ruinas Je una aristocracia o de un estado popular deben, casi siempre, su origen al hecho de que uno de los magistrados, capitanes o gobernadores, decide usar de las fuerzas a su disposición, y de igual se convierte en señor y soberano, o al hecho de que un extranjero los ha sometido, o por su sumisión voluntaria a las leyes e imperio de otro. Respecto al primer caso, que representa el cambio más ordinario, nos sobran ejemplos: los Pisístratos en Atenas los Cypseiidios en Corinto, Trasíbulo, Gelón, Dionisio, Hierón, Agatocles en Siracusa. . ., los diez comisarios en Roma y, tras ellos, Sila y César, la casa de la Scala en Verona, los Bentivogligos en Bolonia. .. y otros muchos que, de simples capitanes y gobernadores, se convirtieron en señores mediante la fuerza. En materia política, existe una máxima indiscutible: es dueño del estado quien dispone de las fuerzas armadas. Por ello, en las repúblicas aristocráticas y populares bien ordenadas, las grandes dignidades se otorgan sin poder de mando, y quienes detentan algún poder no pueden ejercerlo sin asociado; cuando es imposible dividir el mando entre varios -—como en caso de guerra, a causa del peligro que conlleva—, el período de la comisión o de la magistratura es corto. . . Si bien la discordia —común entre los iguales en poder—, imposibilita, a veces, la ejecución de los asuntos provechosos, sin embargo, una república tal no correrá tanto riesgo de transformarse en monarquía como si hubiese un único magistrado supremo, del tipo del gran arconte de Atenas. . . Epaminondas y Pelópidas fueron condenados a muerte por haber retenido el poder cuatro meses después de haber expirado su período, pese a que fue la necesidad la que los obligó a obrar así. Por la misma razón, casi todos los magistrados, en las repú- blicas populares y aristocráticas, eran anuales... En efecto, siempre ha ocurrido, en todos los cambios de repúblicas, que han sido destruidas aquellas que habían dado demasiado poder a los súbditos para levantarse. . . El cambio de estado popular en aristocracia se produce, gene - ralmente, cuando se pierde alguna gran batalla o la república re- cibe algún daño de consideración de los enemigos. Al contrario el estado popular se refuerza y asegura cuando obtiene alguna v¡c' toria. Tal afirmación podemos comprobarla en dos repúblicas coe táneas: Atenas y Siracusa; habiendo sido vencidos los atenienses pof los sirscusanos, por culpa del capitán Nicias, transformaron inmediatamente el estado popular en aristocracia de cuatrocientos horabres..., al propio tiempo que los siracusanos, ufanos de su victoria, transformaron la aristocracia en estado popular. . . La razón de estos cambios, radica en la inconstancia y temeridad de un popu. lacho irreflexivo e insensato, versátil a todos los vientos y ¿an presto a conmoverse por el menor revés como insoportable se muestra tras la victoria. . . Así, el mejor medio para mantener el estado popular es mover constante guerra e inventar enemigos cuando no los hay; no fue otra la principal razón que indujo a Escipión el joven a impedir, en cuanto de él dependía, la destrucción total de la ciudad de Cartago, previendo sabiamente que si el pueblo romano, belicoso y guerrero, carecía de enemigos, se vería inclinado a la guerra civil... La transformación del estado popular en monarquía es, sin embargo, más corriente, cuando la causa del cambio es la guerra civil o la ignorancia del pueblo, que otorga poder excesivo a uno de los súbditos, como dije más arriba. Por ello, decía Gcerón: ex victoria curn multa, eum certe tyrannis existit, al referirse a la guerra civil entre César y Pompeyo. Por el contrario, el cambio de la tiranía a causa de guerra civil, normalmente, conduce al estado popular, porque el pueblo, lejos siempre del término medio, una vez que se desembaraza de la tiranía, movido por el odio que siente contra los tiranos y temeroso de recaer en ella, se ve empujado por la pasión de un extremo al otro. . . Ya he dicho que la transformación del estado popular en tiranía es normal cuando la causa es la guerra civil. Si se trata de un enemigo extranjero, el vencedor lo une al suyo o lo organiza de modo semejante, dejándole el gobierno. Así procedían los espartanos, que cambiaban todos los estados populares en aristocracias, o los atenienses que cambiaban todos los estados aristocráticos en populares, según los conquistaban. Debido a esto, hay que distinguir entre cambios exteriores e interiores. A veces el pueblo es tan caprichoso que apenas instaurado un estado ya se siente hastiado.. ., enfermedad que se da más frecuentemente en los estados populares, cuyos súbditos son de ingenio más sutil. . . Cuando los súbditos son más incultos, soportan más fácilmente ser mandados...; los atenienses, en menos de cien años, cambiaron seis veces de estado y los florentinos siete veces, lo que no es el caso de los venecianos, de ingenio menos fino. . . Los estados aristocráticos son más estables y duraderos que los populares, a condición que los señores actúen de completo acuerdo, pues, en caso contrario, deberán hacer frente a'un doble peligro: su propia facción o la rebelión del pueblo. Si luchan entre sí, no tardará el pueblo en abalanzarse sobre ellos, como vemos en la historia de Florencia. . ., o como ocurrió en todas las ciudades griegas gobernadas por la nobleza o por los ricos. Un peligro mayor se corre cuando los señores abren las puertas del país a los extranjeros. Poco a poco, éstos se multiplican y, no teniendo acceso a las magistraturas, aprovechan la menor ocasión, cuando son maltratados y cargados de impuestos, para rebelarse y expulsar a los señores naturales; así sucedió en Siena, Génova, Zurich y Colonia... Es de temer que tal cosa ocurra en Venecia, estado aristocrático puro y refugio de todo extranjero, los cuales se han multiplicado tanto que, por cada gentilhombre veneciano, hay cien ciudadanos, nobles o plebeyos, descendientes de extranjeros. . . Todos los cambios de aristocracia a estado popular han sido violentos y sangrientos. . . En cambio, los estados populares se transforman en señorías aristocráticas a través de un cambio lento e insensible. . . Una vez que se admite a los extranjeros y que éstos, por el paso del tiempo, se establecen y multiplican, sin participar en las dignidades y oficios, acaba por producirse una disminución de las familias de los señores, debido a que se dedican a los cargos públicos y a la guerra, en tanto que los extranjeros siguen aumentando en número, resultando que el menor número de los habitantes detenta la señoría, lo que constituye precisamente la aristocracia legítima... Este modo de cambio es, con mucho, el más tranquilo y soportable de todos. Para prevenirlo, es preciso admitir a los hijos de los extranjeros, si no existe otro impedimento, a los cargos y oficios, espe- cíalmente si el pueblo es de instinto belicoso; de otro modo, es de temer que los señores, que no se atreven a armar a los súbditos al tener que ir ellos mismos a la guerra, sean exterminados de una ve* y que el pueblo se apodere de la señoría... Por esta razón, los señores de Argos, habiendo sido casi todos aniquilados por Cleó- menes, rey de Esparta y temiendo los supervivientes la rebelión del pueblo, otorgaron derecho de burguesía y acceso a los cargos y oficios a todos los habitantes descendientes de extranjeros, de modo que la aristocracia se transformó pacíficamente en estado popular... El cambio de estado a causa de la desaparición de la nobleza no puede producirse en la monarquía, salvo si todos los príncipes de la sangre desapareciesen. . . De este modo, los mayores y más notables cambios se producen en las señorías aristocráticas y populares. El motivo más común es la ambición de los poderosos, quienes, al no conseguir las dignidades que pretenden, se hacen amigos del pueblo y enemigos de la nobleza. . . Esto ocurre fácilmente si a los hombres indignos se les confieren las dignidades principales y se excluye de ellas a quienes las merecen, pues nada hay que más irrite a las personas honestas. . . Donde más debe temerse esto es en la aristocracia gobernada aristocráticamente, es decir, cuando el pueblo no participa en los oficios, puesto que es doblemente irritante ser excluido de todos los oficios y beneficios y ver que éstos se distribuyen entre los más indignos, debiéndoles obediencia y sumisión. En tal caso, aquel de los señores que acaudilla la sedición, con poco que el pueblo le favorezca, transformará la aristocracia en estado popular; no sucederá tal cosa si los señores obran de común acuerdo, porque, como ya dije, el antagonismo y división de los señores es lo que más debe temerse en el estado aristocrático. . . En ocasiones, los cambios y destrucción de las repúblicas tienen su origen en los procesos que se siguen a los poderosos, con razón o sin ella, para que den cuenta de sus acciones. Los procesados, aunque sean honrados, tienen miedo a las calumnias y al resultado incierto del proceso que, a veces, significa la pérdida de la vida, los bienes y la honra de los acusados. . .; este fue el motivo para que Pericles, temiendo el resultado de las cuentas que se le pedían acerca de las finanzas públicas que había manejado y, en general, je sus acciones, lanzase al pueblo ateniense a una guerra que destruyó varias repúblicas y cambió por completo el gobierno de otros estados en toda Grecia... Si hombres virtuosos han incurrido en tales peligros, no hay duda que los ciudadanos perversos estarán dispuestos a alterar el estado público antes que exponer sus vidas y bienes al azar. . . Tales cambios son más frecuentes cuando la república es de i poca extensión. . . Una república pequeña fácilmente se divide en : dos bandos, en tanto que una grande difícilmente se divide, ya que entre los grandes señores y ios pequeños, entre los ricos y los pobres, entre los virtuosos y los maios, existe gran número de per- : sonas medianas que ligan a unos con otros, gracias a que comparten propiedades de ambos extremos, a los cuales ponen de acuerdo... £n una misma ciudad, la diversidad de localización es la causa, ; muchas veces, del cambio de un estado. . . Nos dice Plutarco que ¡ la república de Atenas sufrió varias sediciones y cambios, debido a | que los habitantes del puerto y los marineros vivían lejos de la ciu- ! dad alta, por lo cual siempre andaban en disputa, hasta que Peri- : cíes prolongó las murallas para abarcar el puerto. . . Ocurre con frecuencia que las sediciones internas producen cambios exteriores. Generalmente, el príncipe vecino se abalanza sobre el estado al ver derrotados a sus vecinos, como hicieron los normandos después de la jornada de Fontenay, en la que la nobleza de Francia fue casi exterminada. . . Este cambio exterior producido por las sediciones internas, es más de temer cuando los vecinos no son amigos y aliados, porque la proximidad abre el apetito a la ambición, para apoderarse del estado ajeno, antes que se pueda poner remedio. . . No acontece lo mismo con las repúblicas grandes y poderosas, que tienen muchas provincias y gobiernos; cuando uno se pierde, es socorrido por los otros, como miembros de un cuerpo robusto que se socorren mutuamente en caso de necesidad. En esto ofrece ventajas la monarquía sobre los estados aristocráticos y populares, puesto que en éstos sólo hay una ciudad... que, cuando se pierde, es como si se perdiera el estado; por el contrario, el monarca puede ir de un lugar a otro, e incluso su prisión no significa la pérdida del estado... Cuando el rey cae prisionero generalmente es liberado mediante rescate, pero, si el enemigo no lo acepta, los estados pueden proceder a nueva elección, o nombrar al príncipe de la sangre más próximo. . . Así como un edificio construido sobre buenos cimientos y J e materiales resistentes, bien trabajados y ensamblados todos sus elementos, no teme ni vientos ni tormentas y resiste a la violencia así la república fundada sobre buenas leyes, unidos y ensamblados todos sus miembros, no es presa fácil de las alteraciones. Por el contrario, las hay tan mal construidas y desunidas que se vienen abajo al primer viento. Sin embargo, no hay república que, con el paso del tiempo, no sufra cambio y no termine por desaparecer. En todo caso, es más tolerable el cambio que se opera lentamente... CAPÍTUL O JI SI HAY MOD O DE PREVER LOS CAMBIOS Y RUINA DE LAS REPUBLICA? Dado que, como todos los teólogos y filósofos más sabios lian resuelto unánimemente, nada fortuito hay en este mundo, estableceremos, en principio la siguiente regla: los cambios y ruinas de las repúblicas son humanos, naturales o divinos. En otras palabras, se producen, o por el exclusivo designio y decisión de Dios, o por el medio ordinario y natural —esto es, por una sucesión de causas encadenadas y dependientes unas de otras, de acuerdo al orden divino—, o bien por la voluntad del hombre, libre, según los teólogos, al menos en las acciones civiles. Esta, que dejaría de ser voluntad si estuviese constreñida, es, en realidad, tan cambiante e incierta, que resulta imposible basar sobre ella ninguna previsión acerca de ios cambios y ruinas de las repúblicas. En cuanto al designio de Dios, es inescrutable, salvo cuando su voluntad se manifiesta mediante inspiración, como hizo con los profetas, haciéndoles ver, con anterioridad de siglos, el fin de imperios y monarquías, confirmado después por la posteridad. Nos queda sólo por saber si se puede prever la suerte de las repúblicas por causas naturales. No entiendo por naturales las cau- }J¡ próximas que de modo directo producen la caída o el cambio de 1jn estado; así, basta ver, en una república, las maldades sin castigo y las virtudes sin premio, para prever su pronta destrucción. Me defiero a las causas celestes y más remotas. Se engañan quienes creen que la investigación de los astros y su virtud secreta, disminuye en jigo la grandeza y poder de Dios, cuando lo cierto es que Su majestad se acrece y enaltece al valerse de sus criaturas para realizar cosas tan grandes. . . Toda persona sensata reconoce los efectos | maravillosos de los cuerpos celestes sobre toda la naturaleza.. . Platón, que no poseía todavía el conocimiento de los movimientos celestes y, menos aún, de sus efectos, dijo de la república por él diseñada —considerada por muchos tan perfecta que les parecía eterna—, que estaría sujeta a cambios y que, al fin, sería jestruida, aunque no se cambiasen sus leyes, al igual •—decía— que las restantes cosas de este mundo. Parece, pues, que ni las hermosas leyes y ordenanzas, ni toda la sabiduría y virtud de los nombres pueden impedir la ruina de una república. .. Platón no atribuye ésta a ios influjos celestes ni al movimiento de los astros, sino a la disolución de la armonía, de la que nos ocuparemos después. Muchos autores posteriores, en desacuerdo con Platón, han tratado de estudiar las repúblicas por los movimientos celestes. Nos encontramos aquí con muchas dificultades, que serían menores si las repúblicas naciesen como los hombres y las demás cosas naturales. Aun en el supuesto de que, después de Dios, dependan totalmente del cielo, seguiría siendo, no obstante, difícil llegar a un juicio seguro, ya que existen tantos errores y contradicciones entre quienes establecen las efemérides que. . ., incluso, por lo que se refiere al movimiento de la luna, que es el más notorio, no hay dos que estén de acuerdo. . . Aunque Mercator1 ha puesto, en su investigación por medio de los eclipses, mayor cuidado que ningún otro, sin embargo, todos sus estudios se basan sobre una hipótesis que no puede ser cierta, ya que supone que, en el momento de la creación del mundo, el sol estaba en el signo de Leo, siguiendo la opi- 1. Gerard Mercator (Kremer), famoso geógrafo renacentista flamenco (1512- 1594); fu e el primero en utilizar (aunque no inventó) el sistema de proyección cartográfica que lleva su nombre. 5¿lo seis son ciertas. Leopoldo,6 Alcabice y Ptolomeo han atribuido (jrnbién los movimientos de los pueblos, las guerras, pestes, harnees, diluvios, cambio de estados y de repúblicas a las grandes conjunciones de los altos planetas;1 en realidad, jamás se producen 5¡¡x que sus efectos no se conozcan exactamente ante la estupefacción de los más sabios, pese a que de ello no se pueden deducir relaciones de carácter necesario. En cualquier caso, no debe seguirse al cardenal Arliac, que refiere las grandes conjunciones a la creación del mundo, suponiendo gratuitamente que se produjo hace siete mil ciento cincuenta y ocho años, con lo que incurre en el error de Alfonso,7 rechazado por todos los hebreos y, actualmente, por todas las iglesias, las cuales. . . aceptan hoy el cálculo de Filón, es decir, cinco mil quinientos cuarenta y dos años. .. Si los árabes y Alfonso hubieran partido del cálculo cierto Je la edad del mundo, hubieran ido observando hacia atrás las grandes conjunciones y referido ambas a los hechos de la historia, es posible que se hubiera podido verificar con mayor exactitud la edad del mundo, y la ciencia habría logrado mayor certidumbre acerca de los cambios y ruinas de las repúblicas producidos por los movimientos celestes. Pero quienes fijan a su gusto el horóscopo del mundo, como queda dicho, y establecen sus conjunciones sobre un principio falso, es imposible que puedan saber nada de las conmociones ni de los cambios de las repúblicas. Lo dicho acerca de las grandes conjunciones, se puede también decir de las medianas, que ocurren cada doscientos cuarenta años, y de las menores, que ocurren cada veinte años. . . Habiendo los antiguos observado que los cambios notables de las repúblicas, migraciones de pueblos, inundaciones, pestes, enfermedades, hambres, sobrevenían después de tales conjunciones, más en unos países que en otros, fueron descubriendo, por este medio, la propiedad de los signos y la triplicidad de cada región. Pero, dada la corta edad del mundo y la escasez de observaciones, nos falta la demostración.. . 6. Leopoldo, hijo del duque de Austria. 7 . Se refiere a Alfonso X . Bajo su dirección, Judah ben Moses e Isaac ibn Sid prapararon unas tablas astronómicas (hacia 1270) que tuvieron gran influencia en el tiempo. nión de Julio Maternus" y en contra del parecer de los árabes y príncipe benevolente y juez impasible... Si a los más sabios jjulta difícil observar la regla de oro entre la dulzura y el rigor ,r0pio del buen juez, mucho menos la observarán los príncipes, lClinados a las resoluciones extremas. . . Aceptemos que el príncipe posea la sabiduría, la prudencia, ¡ discreción, el hábito, la paciencia y todas las virtudes requeridas Tjr un buen juez. Pese a todo, tropezará con dificultades si tiene ae juzar a sus súbditos. La regla más hermosa para conservar el •stado de una monarquía, es que el príncipe se haga amar de todos .• no sea despreciado ni odiado por ninguno, si ello es posible. ?ara conseguirlo hay dos procedimientos. Uno, que la pena justa ea aplicada a los malos y la recompensa a los buenos. Por ser uno oí procedimiento favorable y el otro odioso, será conveniente que el príncipe que quiere ser amado, se reserve la distribución de las recompensas: dignidades, honores, oficios, beneficios, pensiones, privilegios, prerrogativas, inmunidades, exenciones, restituciones y jiras gracias y favores que todo príncipe sabio ha de conceder por ¡i mismo. Las condenas, multas, confiscaciones y otras penas debe Jejarlas a sus oficiales, para que administren una justicia buena y expeditiva. . . De este modo, haciendo el príncipe bien a todos y ¡nal a nadie, será por todos amado y por ninguno odiado. .. Creo rjue éste es uno de los más hermosos secretos que ha mantenido :anto tiempo esta monarquía, y que nuestros reyes han sabido muy bien practicar desde siempre. . . Cuando el rey Francisco I hizo prender al canciller Poyet,1 no quiso ser su juez, ni siquiera estar oresente en el juicio, sino que lo remitió al Parlamento de París y, cuando el canciller recusó todos los presidentes y consejeros del tribunal, el rey le concedió dos jueces de cada parlamento. . . Sin embargo, no quiero decir que el príncipe no deba, en algunas ocasiones, juzgar, asistido por su consejo, en especial cuando 1. Guillaume Poyet (1474-1548). Canciller en 1539, fu e degradado, después Je ser sometido a juicio, en 1545. es sabio y entendido, siempre que el asunto sea de gran importancia y digno de su competencia. . . Si el príncipe fuese tan sabio como Salomón, tan prudente como Augusto y tan moderado corno Marco Aurelio, podría mostrarse siempre en público y juzgar frecuentemente, pero como estas virtudes escasean entre los príncipes es mejor que se dejen ver lo menos que puedan, tanto más si hay extranjeros... Todo lo dicho acerca de la inconveniencia de que los príncipes hagan de jueces, debe observarse más estrictamente en el estado popular, debido a la gran dificultad que supone congregar al pueblo y hacerle entrar en razón y, una vez que la entienda, que juzgue bien. . . No conviene de ningún modo —pues a ello se ha debido la caída de muchas repúblicas— despojar al senado y a los magistrados de su autoridad legítima y ordinaria para atribuírsela a quienes detentan la soberanía. Cuanto menor es el poder soberano, excepción hecha de los verdaderos atributos de la majestad, es tanto más estable. . . Quizá sea ésta una de las razones que ha conservado el estado veneciano, porque no hay, ni ha habido república donde quienes detentan la soberanía se ocupen menos de los asuntos que corresponden al consejo y a los magistrados... Un estado no puede dejar de prosperar cuando el soberano retiene los atributos propios de la majestad, el senado conserva su autoridad, los magistrados ejercen su potestad y la justicia sigue su curso ordinario. . . CAPÍTULO VII SI EN LAS FACCIONES CIVILES, EL PRINCIPE DEBE UNIRSE A UN A DE I.AS PARTES Y SI EL SUBDITO DEBE SER OBLIGAD O A SEGUIR UN A U OTRA, CO N LOS MEDIOS D E REMEDIAR LAS SEDICIONES . . .Examinemos ahora si, cuando los súbditos están divididos en facciones y bandos y los jueces y magistrados toman también partido, el príncipe soberano debe unirse a una de las partes y si debe obligar al súbdito a seguir una u otra. Partamos del principio que las facciones y partidos son peligrosos y perniciosos en jjJa clase de república. Es necesario, pues, cuand o se puede , pregarlos con sabios consejos y, en el caso de que no se haya previsto •0 necesario antes de que surjan, buscar los medios par a curarlos 3i cuando menos, para aliviar la enfermedad. No niego que las sediiones y facciones no produzcan, en ocasiones, algún bien, tales •orno una buena ordenanza o una hermosa reforma que, sin la .edición, no se hubiera realizado. Sin embargo, la sedición no Jeja, por eso, de ser perniciosa, aunque de ella resulte accidental ¡ casualmente algún bien. . . Por la misma razón que los vicios y ;nfermedades son perniciosos para el alma y el cuerpo, las sediciones y guerras civiles son peligrosas y perjudiciales para los estajos y repúblicas. Quizá se diga que son útiles para las monarquías ; iránicas, puesto que sostienen a los tiranos, enemigos permanentes Je los súbditos, d e cuy a desunió n depend e el mantenimiento de los áranos. . . Si las facciones y sediciones son perniciosas para las monarquías, mucho más peligrosas son para los estados populares y aristocráticos. Los monarcas pueden conservar su majestad y decidir como neutrales las contiendas o, uniéndose a una de las partes, hacer entrar a la otra en razón o exterminarla totalmente. En cambio, en el estado popular, el pueblo dividido no tiene soberano, como tampoco lo tienen los señores divididos en facciones en la aristocracia, salvo que la mayor parte del pueblo o de los señores permanezcan neutrales y puedan mandar a los demás. No llamo facción a un puñado de súbditos, sino a una buena parte de ellos ligados contra los otros; si sólo se trata de un pequeño número, el soberano debe, para reducirlos, remitir el asunto a jueces no apasionados... Si la sedición no se puede apaciguar por las vías de la justicia, el soberano debe emplear la fuerza para extinguirla, mediante el castigo de alguno de los más importantes, especialmente de los jefes de partido, sin aguardar a que ganen fuerza y no se les pueda hacer frente... Si la facción se dirige directamente contra el estado, o contra la vida del soberano, no cabe preguntar si éste tomará partido, puesto que es formalmente atacado, y no puede tolerar que se atente contra su persona o su estado sin correr el peligro de que otros hagan lo mismo. El cas- tigo es el que deberá ser diferente. Si los conjurados son pocos dejará el castigo a sus jueces y oficiales procurando que sea expedí" tivo y se aplique antes que los demás sean descubiertos, con el fin de que la pena de unos pocos impida que los buenos súbditos abandonen su deber, al tiempo que disuada a quienes aún no se han de cidido. . . Mas si los conjurados son muchos y no se ha descubierto a todos, el príncipe prudente no debe permitir que se torture a los aprehendidos, aunque, por ser el más fuerte, no corra peligro al hacerlo; por cada uno que haga morir,' se levantarán cien parientes y amigos. .. , aparte que el príncipe debe evitar ser acusado de crueldad, tanto por los súbditos como por los extranjeros... Lo más seguro es prevenir las conjuraciones, disimulando no saber el nombre de los conjurados: Optimum remedium insidiarum est, ¡¡ non intelligatur, dice Tácito. . . Los gobernadores y magistrados deben procurar estar bien informados, porque los príncipes y señores soberanos son quienes generalmente saben menos de los asuntos que más de cerca les atañen. Con frecuencia. . . están al tanto de las ligas y tramas que se preparan contra los otros príncipes, pero no perciben el fuego que está a punto de encenderse en sus propios reinos, casas y aposentos. . . Se dice que el emperador Carlos V sabía todo lo que ocurría en Francia y, sin embargo, fue sorprendido por una conjuración que se había cocinado a su lado, en Alemania, sin que se diese cuenta. . . Veamos ahora cómo se debe comportar el soberano con las facciones y conjuraciones que no van directamente contra él, ni contra su estado, pero dividen a los señores, estados, ciudades o provincias a él sometidos. Tales divisiones deben evitarse por todos los medios posibles, sin dejar de reparar en los detalles más insignificantes. . ., ya que las sediciones y guerras civiles, frecuentemente tienen su origen en motivos triviales. . . Conviene, pues, antes que el fuego de la sedición se convierta en hoguera, echar sobre él agua fría o apagarlo del todo, es ded r, apaciguarlo mediante dulces palabras y amonestaciones, o proceder mediante la fuerza. Así hizo Alejandro Magno al ver a sus amigos Efestión y Crátero en discordia, a la que arrastraban al resto; primero los amonestó julcemente, pero después los amenazó, diciéndoles que se coligaría filtra el primero que ofendiese al otro. . . Cuando el príncipe no '0s puede concertar ni con palabras dulces ni con amenazas, les jebe dar árbitros intachables y aceptables por ellos; si procede así, j príncipe se ve liberado del juicio y del odio o descontento de 'j parte condenada. . . Sobre todo, el príncipe nunca debe mostrar ¡jás afección por uno que por otro, pues ésta ha sido la causa de ;a ruina de muchos príncipes. . . Sería perder el tiempo describir ras guerras crueles y sanguinarias que en este reino provocaron Roberto de Artois, Luis de Evreux, rey de Navarra, Juan de Monfort, fuan de Borgoña y muchos otros en nuestra época, que no hay por qué mencionar, todo por la: indulgencia de los reyes, que pretenden 3ctuar como abogados, cuando son jueces y árbitros, y se olvidan del ilto puesto que corresponde a su majestad al descender a los más Infimos lugares para compartir la pasión de sus súbditos, haciéndose amigo de unos y enemigo de otros. . . Los pueblos septentrionales se valen, en tales casos, del duelo, como puede verse en las antiguas leyes de lombardos, salios, ripuarios, ingleses, borgoñones, daneses, alemanes y normandos, quienes, en sus costumbres, llaman al duelo ley notable. Muchos lo reprueban como práctica inhumana y nunca fue aceptado ni practicado por asirios, egipcios, persas, hebreos, griegos ni latinos, salvo en caso de guerra justa. . . Sin embargo, es preferible permitir que los súbditos se valgan del duelo, según la forma antigua y legí- tima . . ., que prohibirlo y encender, con ello, un fuego de guerra civil en el corazón aue termine por abrasar a todo el cuerpo de la reoública. . . Además, es peligroso suprimir una costumbre considerada necesaria durante mil doscientos años. . . Luis IX, teniendo a la vista el honor de Dios y el bienestar de los súbditos, fue el primero que prohibió los duelos en este reino mediante edicto del tenor siguiente: Prohibimos los duelos en todo nuestro dominio y toda clase de contiendas. . . Cuando digo que el combate es a veces útil, no quiero decir que deba ser permitido por la ley, sino que debe consentirse sólo en caso de necesidad y mediante expresa autorización del soberano, tras haber oído a las partes. . . Nos hemos referido a alguno de los medios posibles para prevenir las sediciones y facciones ya que, por la misma razón que es más fácil impedir la invasión del enemigo que expulsarlo una v«2 que ha penetrado en el país, igualmente es más fácil prevenir las sediciones que apaciguarlas. En el estado popular resulta más difí- cil que en cualquier otro. El príncipe, en la monarquía, y los se. ñores, en la aristocracia, son y deben ser jueces soberanos y árbitros de los súbditos y, a menudo, basta con su poder absoluto y autoridad para apaciguar toda contienda. Pero en el estado popular la soberanía reside en los propios facciosos, quienes consideran a los magistrados como sometidos a su poder. No queda otro remedio entonces, que los más sabios intervengan y hábilmente se adapten al humor del pueblo para hacerle entrar en razón. . . Conviene, pues, que el sabio magistrado, al ver al pueblo enfurecido, condescienda al principio con sus exigencias, para poder, poco a poco, hacerle entrar en razón, porque resistir a una muchedumbre irritada es como querer oponerse a un torrente que cae desde muy alto. Mucho más peligroso es hacer uso de sus fuerzas frente a los súbditos cuando no se está muy seguro de la victoria, porque si el súbdito resulta vencedor, impondrá la ley al vencido. Aun cuando el príncipe no sea vencido, si no logra sus propósitos, será denigrado y dará ocasión a los demás súbditos para rebelarse y a los extranjeros para atacarlo. Todo esto es más de temer en los estados populares. En Roma, quienes trataron de hacer frente a las sediciones mediante el viso de la violencia y de resistir abiertamente al pueblo agitado, echaron todo a perder, en tanto que quienes procedieron con dulzura terminaron por reducir al pueblo a la razón. . . Así como los animales salvajes nunca se domestican a golpes de estaca, sino con halagos, del mismo modo no se gana; al pueblo agitado, bestia de mil cabezas y de las más salvajes, mediante la fuerza, sino con dulces tratos. Es preciso hacer ciertas concesiones al pueblo y, cuando la causa de la sedición es el hambre o la escasez, organizar algún reparto entre los más pobres, porque el vientre no escucha razones. . . Así procedió el sabio Feríeles con los atenienses; para hacerles entrar en razón los hartaba con fiestas, juegos, comedias, canciones y bailes y, en época de prestía, ordenaba repartir dinero o trigo; después de haberse hecho, por tales medios, con la bestia de mil cabezas, ora por los ojos, ora por las orejas, ora por la panza, publicaba edictos y ordenanzas ¡aludables y les dirigía sabias amonestaciones que nunca oiría un pueblo amotinado o hambriento. Lo dicho no significa, sin embar- '•o. . •, que se deban seguir las inclinaciones y pasiones de un pueblo insaciable e insensato, sino, por el contrario, es preciso tener •js riendas de tal forma que no queden ni muy tirantes ni sueltas Jel todo. . . Si el príncipe soberano toma partido, dejará de ser juez soberano, para convertirse en jefe de partido y correrá riesgo de perder su vida, en especial cuando la causa de la sedición no es polirica. Así está ocurriendo en Europa desde hace cincuenta años, con motivo de las guerras de religión. Se ha visto cómo los reinos de ¿uecia, Escocia, Dinamarca, Inglaterra, los señores de las ligas y el Imperio de Alemania han cambiado de religión, sin que el estado Je cada república y monarquía se haya alterado. Cierto que en mudios lugares los cambios se han producido con gran violencia y efusión de sangre. Cuando la religión es aceptada por común consentimiento, no debe tolerarse que se discuta, porque de la disensión se pasa a la duda. Representa una gran impiedad poner en duda aquello que todos deben tener por intangible y cierto. Nada hay, por claro y evidente que sea, que no se oscurezca y conmueva por la discusión, especialmente aquello que no se funda en la demostración ni en la razón, sino en la creencia. Si filósofos y matemáticos no ponen en duda los principios de sus ciencias, ¿por qué se va a permitir disputar sobre la religión admitida y aceptada? No se olvide que el filósofo Anaxágoras sostenía que la nieve era negra, Favorino que la cuartana era saludable y Carneades que es incomparablemente mejor ser malo que virtuoso y que, pese a tales opiniones, no les faltaron seguidores. Aristóteles decía que merece el rigor de las leyes quien pone en duda la existencia de un Dios soberano, lo que demostró, y que quien niega la blancura de la nieve es un insensato. También es cierto que todos los príncipes y reyes de Oriente y de Africa, prohiben rigurosamente que se dispute sobre la religión y la misma prohibición existe en España. . . La ley de Dios manda expresamente escribirla por doquier y leerla sil cesar al pueblo, de cualquier sexo y edad, pero no dice que dispute sobre ella. Por el contrario, los hebreos, instruidos por lo profetas, por tradición de padre a hijo, enseñaban la ley de Dios et siete colegios que había en el monte de Sión, pero no toleraroi jamás que se disputase sobre ella, como leemos en Optatus Milevi tanus... La discusión sólo tiene sentido respecto de lo verosímil pero no respecto de lo necesario y divino. . . Los propios ateos convienen en que nada conserva más los estados y repúblicas que la religión, y que ésta es el principal fundamento del poder de los monarcas y señores, de la ejecución de las leyes, de la obediencia de los súbditos, del respeto por los magistrados, del temor de obrar mal y de la amistad recíproca de todos. Por ello, es de suma importancia que cosa tan sagrada como la religión, no sea menospreciada ni puesta en duda mediante disputas, pues de ello depende la ruina de las repúblicas. No se debe prestar oídos a quienes razonan sutilmente mediante argumentos contrarios, pues suma taíio est quae pro religione facit, como decía Papiniano. No trataré aquí de qué religión es la mejor, si bien es cierto que sólo hay una religión, una verdad, una ley divina publicada por la palabra de Dios. El príncipe que está convencido de la verdadera religión y quiera convertir a sus súbditos, divididos en sectas y facciones, no debe, a mi juicio, emplear la fuerza. Cuanto más se violenta la voluntad de los hombres, tanto más se resiste. Si el príncipe abraza y obedece la verdadera religión de modo sincero y sin reservas, logrará que el corazón y la voluntad de los súbditos la acepten, sin violencia ni pena. Al obrar así, no sóljo evitará la agitación, el desorden y la guerra civil, sino que conducirá a los súbditos descarriados al puerto de salvación. El gran Teodosio nos dio el ejemplo. Encontró el Imperio romano lleno de arríanos. . ., pero, pese a ser su enemigo, no quiso fo'rzarlos ni castigarlos, sino que les permitió continuar viviendo libremente...; con todo, viviendo de acuerdo con su religión y educando en ella a sus hijos, logró disminuir el número de los arríanos en Europa. . . El rey de los turcos, cuyo dominio se extiende a gran parte de Europa, observa tan bien como cualquier otro ¡u religión, pero no ejerce violencia sobre nadie; al contrario, permite que todos vivan de acuerdo con su conciencia y hasta mantiene cerca de su palacio, en Pera, cuatro religiones diversas: la judía, [a romana, la griega y la mahometana, y envía limosna a los caloteros, es decir, a los buenos padres o monjes cristianos del monte \thos, para que rueguen por él. . . Cuando no se obra así, quienes se ven impedidos de profesar ju religión y son asqueados por las otras, terminarán por hacerse ateos, como se ha visto muchas veces. Una vez que el temor de pios desaparece, pisotearán las leyes y. los magistrados y no habrá impiedad ni perversidad en la que no incurran, sin que ninguna ley humana pueda remediarlo. Por la misma razón que la tiranía más .ruel es preferible a la anarquía, que no reconoce ni príncipe ni magistrado, la superstición mayor del mundo no es tan detestable como el ateísmo. Debe, pues, evitarse el mal mayor si es imposible establecer la verdadera religión. No debe asombrarnos si en :iempo de Teodosio, pese a las muchas sectas existentes, no hubo guerras civiles; cuando menos había cien sectas, según el cálculo Je Tertuliano y Epifanio y las unas servían de contrapeso a las otras. En materia de sediciones y tumultos, nada hay más peligroso que la división de los súbditos en dos opiniones, sea por razón de estado, sea por religión, sea por las leyes y costumbres. Por el contrario, si hay muchas opiniones, siempre habrá algunos que procuren la paz y concierten a los otros, quienes, de otro modo, no se avendrían jamás. . . Hasta aquí, algunos de los procedimientos para apaciguar las sediciones, entre otros muchos que habría que explicar en detalle. . . Tal, por ejemplo, la requisa de las armas, si se teme la sedición. .. Entre las ordenanzas de París dignas de encomio, hay una muy útil y bien observada, según la cual ningún ganapán ni bribón puede llevar espada, puñal, cuchillo ni otras armas ofensivas, para evitar los homicidios que resultan de sus disputas. . . No es propio dei buen político o gobernante aguardar a que se cometa el homicidio o se produzca la sedición para prohibir el uso de las armas. Como el buen médico previene las enfermedades. . ., el sabio príncipe debe también prevenir en lo posible las sediciones y, si ya se han producido, apaciguarlas a cualquier precio. . . Las sediciones y guerras civiles proceden de las mismas causas que producen los cambios de los estados y repúblicas: la denegación de justicia, la opresión de la plebe, la distribución desigual de penas y recompensas, la riqueza excesiva de unos pocos, la extrema pobreza de muchos, la excesiva ociosidad de los súbditos, la impunidad de los delitos. Quizá sea esta última la de mayor importancia y a la que se presta menor atención. . . Los príncipes y magistrados que pretenden la gloria de ser misericordiosos, echan sobre sus cabezas la pena merecida por los culpables... El castigo de los rebeldes constituye también un modo de prevenir las sediciones futuras. . . Además de las causas de sedición ya citadas, hay otra que nace de la licencia que se otorga a los oradores, capaces de guiar los corazones y la voluntad del pueblo al fin que se proponen, porque nada hay que arrastre más los ánimos que la gracia del bien decir. . . No digo esto como elogio de la elocuencia, sino para llamar la atención sobre su fuerza, empleada más frecuentemente para el mal que para el bien. . .; para uno que emplee virtuosamente este arte, otros cincuenta abusan de él y, entre tantos, difícilmente se hallará un hombre de bien, porque seguir la verdad sería negar su profesión... Se ha visto en armas toda Alemania y a cien mil hombres muertos en menos de un año, después que los predicadores sediciosos alzaron al pueblo contra la nobleza... Sin embargo . . ., como decía Platón, no hay mejor medio, para apaciguar las sediciones y mantener a los súbditos en la obediencia de los príncipes, que contar con un predicador sabio y virtuoso que, con su palabra, sea capaz de doblegar y apoderarse de los ánimos más rebeldes. Particularmente es esto necesario en el estado popular, donde el pueblo es señor y sólo puede ser refrenado por los oradores. .. LIBRO QUINTO CAPÍTULO I PROCEDIMIENTOS PARA ADAPTAR LA FORMA DE REPUBLICA A LA DIVERSIDAD DE LOS HOMBRES Y EL MODO DE CONOCER EL NATURAL DE LOS PUEBLOS Habiendo tratado hasta aquí del estado universal de las repú- blicas, ocupémonos ahora de las características particulares de cada una de ellas de acuerdo con la diversidad de los pueblos, con el fin de adaptar la forma de la cosa pública a la naturaleza de los lugares y las ordenanzas humanas a las leyes naturales. No faltan quienes, por no haber reparado en ello y pretender que la naturaleza sirva a sus leyes, han alterado y destruido grandes estados. Sin. embargo, los tratadistas políticos no se han planteado esta cuestión. Al igual que entre los animales observamos una gran variedad y, dentro de cada especie, diferencias notables a causa de la diversidad de las regiones, podemos, de modo semejante, afirmar que existe tanta variedad de hombres como de países. En un mismo clima, el pueblo oriental es muy diferente del occidental y, a la misma latitud y distancia del ecuador, el pueblo septentrional es diferente del meridional. Aún más, en un mismo clima, latitud y longitud son perceptibles las diferencias entre el lugar montañoso y el llano. Puede, así, ocurrir que en una misma ciudad, la variación de altitud produzca variedad de caracteres y de costumbres. Por esta razón, las ciudades situadas en distintos niveles, son más propensas a sediciones y cambios que las situadas al mismo nivel. La ciudad de Roma, con sus siete colinas, apenas conoció época sin sedición. Plutarco, sin preocuparse por la causa, se asombraba de que en Atenas hubiese tres facciones de carácter diverso; los habitantes de la parte alta de la ciudad, llamados astu, querían el estado popular, los de la ciudad baja querían la oligarquía, y los habitantes del puerto del Pireo deseaban un estado aristocrático, integrado por nobleza y pueblo. . . No se puede atribuir el fenómeno a la mezcla de razas. . ., pues Plutarco se refería a la época de Solón, cuando los atenienses eran tan puros que no se podía dudar de su progenie ática.. . También los suizos —que proceden de Suecia-—, son muy diferentes en temperamento, naturaleza y gobierno, pese a estar entre sí más unidos que cualquiera otra nación; los cinco pequeños cantones de las montañas, así como los grisones, son reputados más fieros y belicosos y se gobiernan popularmente, en tanto que los restantes, más tratables, se gobiernan aristocráticamente, siendo, por naturaleza, más inclinados a la aristocracia que al estado popular. Es necesario tener en cuenta el natural de los hombres cuando se trata de cambiar el estado. Así, en Florencia. . ., Antonio Soderini se pronunció por el estado popular [cuando se trataba de transformarlo en aristocracia], argumentando que en tanto el natural de los venecianos se adaptaba a la aristocracia, a los florentinos les era propio el estado popular. . . Según Plutarco, el pueblo ateniense era colérico y misericordioso, se complacía con las adulaciones y sufría alegremente cualquier burla; el pueblo de Cartago era vengativo y cruel, humilde con los superiores e imperioso con los sometidos, cobarde en la desgracia e insolente en la victoria; el pueblo romano, por el contrario, era paciente en la desgracia, constante en la victoria, moderado en sus pasiones, le repugnaban los aduladores y estimaba a los hombres graves y severos... Es, pues, necesario que el sabio gobernante conozca bien el temperamento y natural de su pueblo antes de intentar ningún cambio en el estado o en las leyes. Uno de los mayores, y quizá el principal, fundamento de las repúblicas consiste en adaptar el estado al natural de los ciudadanos, así como los edictos y ordenanzas a la naturaleza de lugar, tiempo y persona. . . Hablemos, primero, del natural de los pueblos del Norte y del Sur. . . Para entender mejor la variedad infinita que se halla entre los pueblos del Norte y del Sur, dividiremos a los pueblos que habitan la tierra de este lado del ecuador en tres sectores. El primero, que ocupa los treinta grados más próximos al ecuador, corresponde a las regiones ardientes y a los pueblos meridionales; los treinta grados siguientes, a los pueblos centrales y regiones tem- piadas, hasta el paralelo sesenta; los treinta grados que se extienden desde allí hasta el polo, corresponden a los pueblos septentrionales y a las regiones frías. La misma división se puede hacer de los pueblos que habitan del otro lado del ecuador, hasta el polo antartico. Después, dividiremos los treinta primeros grados por la mitad; los quince primeros, más moderados, entre el ecuador y los trópicos, los otros quince, más ardientes, bajo ios trópicos. De igual modo procederemos con el resto. . . Ya he explicado estas divisiones en mi libro Método de la historia y aquí no me detendré en ellas. Con estos presupuestos, será más fácil considerar la naturaleza de los pueblos. No basta decir que los del norte son fuertes, altos, hermosos y poco inteligentes. . ., porque la experiencia nos enseña que los pueblos que habitan muy al norte son pequeños, delgados y curtidos por el frío.. . Lo mismo diremos de la afirmación de Hipócrates y de Aristóteles, según la cual los pueblos del norte tienen los cabellos rubios y finos, en tanto que Galeno dice que tienen el cabello rojo; lo último es cierto para los que habitan cerca de los sesenta grados. . .; pero desde la costa báltica hasta los cuarenta y cinco grados, tienen generalmente el pelo rubio y los ojos verdes.. ., en tanto que quienes habitan en las proximidades de los sesenta grados tienen casi todos ojos de búho. . . Así como en el invierno los lugares subterráneos y las partes internas de los animales conservan el calor que durante el verano se evaporó, así también los habitantes de las regiones septentrionales tienen el calor interior más vehemente que los de la región meridional. Tal calor determina que las fuerzas y energías natura les sean mayores en unos que en otros, y que aquéllos sean más hambrientos y coman y cocinen mejor que éstos, a causa del frío de la región, que conserva el calor natural. Los soldados que pasan de un país meridional a otro septentrional, son más vigorosos y gallardos, como ocurrió con el ejército de Aníbal cuando pasó a Italia. . . Por el contrario, los ejércitos de los pueblos nórdicos se debilitan y languidecen cuanto van más al sur.. . Así como el español dobla su apetito y fuerzas cuando va a Francia, el francés en España languidece y pierde el apetito, y si trata de comer y beber como en su casa, corre el peligro de no contarlo... Por la misma razón, los hombres, los animales y en especial las aves, más sujetas al cambio, engordan durante el invierno y adelgazan con el calor. Si León de Africa1 y Francisco Alvarez, que han escrito la historia de Africa y Etiopía, hubieran reparado en ello no habrían elogiado tanto la abstinencia increíble de dichos pueblos, puesto que cuando falta el calor interior no puede haber apetito. . . Así como los pueblos nórdicos son superiores en fuerza y los del mediodía en astucia, los habitantes de las. regiones centrales participan de ambas cualidades, siendo más aptos para la guerra, según Vegecio y Vitrubio. Son ellos quienes fundaron los grandes imperios, florecientes en armas y leyes... Si se examina con atención la historia de todos los pueblos, se verá que los grandes y poderosos ejércitos proceden de septentrión, las ciencias ocultas, la filosofía, la matemática y otras ciencias contemplativas, de los pueblos meridionales y las ciencias políticas, las leyes, la jurisprudencia, la gracia en el discurrir y bien hablar, de las regiones centrales. Todos los grandes imperios fueron fundados en ellas; así, los imperios de asirios, medos, persas, partos, griegos, romanos y celtas. . . Los romanos ensancharon su poder a costa de los pueblos de mediodía y de oriente, pero no lograron gran cosa de los pueblos de occidente y septentrión. . . Pese a emplear todas sus fuerzas, harto hacían en resistir el ímpetu y parar los golpes de los pueblos nórdicos, quienes no poseían ciudades amuralladas, ni fortalezas, ni castillos, como dice Tácito al hablar de los alemanes. Cierto es que Trajano construyó un puente admirable sobre el Danubio y que venció a Deceval, rey de los dados, pero su sucesor, el emperador Adriano, lo mandó demoler, para evitar que lo; pueblos de septentrión destruyesen el imperio y el poderío de los romanos. Así ocurrió al fin, después que el emperador Constantino licenció las legiones romanas que custodiaban las riberas del Rin y del Danubio; muy poco después, los alemanes, primero y, 1. Leo Africanus (1485-1554), nombre latino de un famoso explorador árabe, de origen español. Autor de una Deicrhtione dell'Africa, 1526, muy leída por sus contemporáneos. después los godos, ostrogodos, vándalos, francos, borgoñones, hé- rulos, húngaros, gébidos, lombardos y, más tarde, normandos, tártaros, turcos y otras naciones escitas invadieron las antiguas provincias romanas. También los ingleses obtuvieron grandes victorias sobre los franceses y conquistaron la parte meridional del reino, pero hace novecientos años que tratan, sin éxito, de arrojar a los escoceses de la isla; sin embargo, es notorio que los franceses son superiores en número a los ingleses y éstos a los escoceses. . . Se engaña Tácito al decir que los alemanes beben más y comen menos debido a la frialdad y esterilidad del país; por el contrario, la sed no es más que una inclinación por el frío y la humedad, en tanto que el hambre por la sequedad y el calor; por tener los pueblos nórdicos un calor interior incomparablemente mayor que los de mediodía, es necesario que beban más. . . [Por esta razón], los pueblos de mediodía tienen la piel dura, poco pelo y rizado y soportan fácilmente el calor sin sudar, pero no el frío y la humedad. Se debe a esto que un gran número de españoles murieran de frío sobre las altas montañas del Perú; la falta de calor interior, les impide resistir al frío exterior. No es otra la causa de que todos los pueblos meridionales invernen en las guarniciones, en tanto que los nórdicos guerrean con mayor ardor durante el invierno. . . A mi juicio, Aristóteles se engaña cuando afirma que los pueblos expuestos a temperaturas extremas son bárbaros. La historia y la experiencia que se tiene de los meridionales, muestran que son mucho más ingeniosos que los pueblos centrales. Herodoto escribe que los egipcios eran los hombres más avisados e ingeniosos del mundo. . . Los romanos juzgaron del mismo modo a los pueblos de Africa que ellos llamaban poenos, ya que muchas veces burlaron a los romanos, imponiéndose a su poderío con la destreza de su ingenio. . ., si bien, por no ser tan meridionales como los egipcios, no son de espíritu tan gentil como ellos. Sin ir tan lejos, tenemos la prueba en nuestro reino, donde se percibe la diferencia de ingenio con respecto a los ingleses. Estos se quejaban a Felipe de Commines, asombrándose de que los franceses, casi siempre derrotados por ellos, les vencieron siempre en los tratados que con- certaban con los ingleses. Lo propio ocurre con los españoles quienes, desde hace cíen años, no han firmado un solo tratado con los franceses del que no hayan obtenido ventaja... El natural del español, por ser mucho más meridional, es más frío y melancólico, más resuelto y contemplativo y, como consecuencia, más ingenioso que el francés. Este, debido a su natural, no es contemplativo, sino inquieto, por ser bilioso y colérico, lo que le hace tan activo, diligente y rápido, que al español le parece que corre cuando va a su paso normal. A esto se debe que españoles e italianos gusten servirse de franceses, por su diligencia y presteza. . . Sin duda, la mezcla de estos dos pueblos produciría hombres más perfectos que uno y otro por separado. . . Quienes habitan en la proximidad de los polos son flemáticos y los meridionales melancólicos. Los que viven a treinta grados del polo son más sanguíneos y los que están más cerca de la región central son sanguíneos y coléricos. Hacia el mediodía son más coléricos y melancólicos, según son más negros o amarillos, que son los colores de la melancolía y de la cólera. Galeno nos dice que la flema hace al hombre pesado y torpe; la sangre, alegre y robusto; la cólera, activo y dispuesto; la melancolía, constante y reposado. Existe tanta variedad de temperamentos como mezclas de estos cuatro humores. . . Los historiadores antiguos concuerdan en que los pueblos septentrionales no son tan maliciosos y astutos como los meridionales. A este propósito, Tácito dice que ios alemanes no son sagaces ni astutos, sino que descubren sus secretos a modo de pasatiempo y fácilmente se apartan de sus promesas. El mismo juicio merecen los escitas a Herodoto, Justino y Estrabón; a ello se debe que, tanto los príncipes antiguos como los acutales, recluten sus escoltas entre escitas, tracios, alemanes, suizos y circasianos. . . Los antiguos atribuyeron a los pueblos nórdicos crueldad y barbarie. Así, Tucídides, hijo del rey de Tracia, Oloro, dice que los tracios constituyen una nación cruelísima; Tácito, al referirse a los alemanes, dice que no hacen morir a los culpables mediante procedimientos legales, sino con la misma crueldad que si se tratase de enemigos. . . Cuanto menos tienen los hombres de razón y de entendimiento más se acercan a la naturaleza brutal de los animales, ya que no pueden sujetarse a la razón ni contenerse. . . Por el contrario, el pueblo meridional es cruel y vengativo por su natural meláncolico, que oprime las pasiones del alma con una violencia extrema, v dedica su ingenio a vengar su dolor. Polibio, al tratar de la guerra entre espandianos y cartagineses, dice que nunca se vio guerra más pérfida y cruel; sin embargo, parece cosa de juego si se compara a las carnicerías descritas por León de Africa.. . Sabemos de crueldades iguales o mayores en las Indias recientemente descubiertas; los brasileños, antes de comerse a sus enemigos, bañan a los hijoá en su sangre. Resalta aún más la crueldad cuando se trata de la ejecución de un condenado por la justicia, pues en tal caso debe actuarse sin pasión ni acaloramiento. Ciertos suplicios empleados antiguamente en Persia, exceden toda medida. Todavía hoy en Egipto desuellan vivos a los ladrones y sus pellejos, llenos de paja, los ponen sobre un asno al lado del desollado. Los pueblos de las regiones centrales, no podrían ver ni siquiera oír tales crueldades sin horrorizarse. . . Se trata, pues, de dos crueldades diferentes; la de los pueblos septentrionales consiste en un ímpetu brutal, propio de animales; los meridionales son como zorros que aplican todo su ingenio a satisfacer su venganza. Por lo mismo que la melancolía no se puede evacuar del cuerpo sin gran dificultad, las pasiones del alma producidas por la melancolía no son fáciles de apaciguar, debido a lo cual quienes son propensos a este humor enfurecen con más facilidad cuando no pueden satisfacer sus inclinaciones; por ello, hay mayor número de locos furiosos en las regiones meridionales que en las septentrionales. . . La variedad de la locura descubre el temperamento natural del pueblo. Aunque por doquier hay locos de todas clases, sin embargo, los de la región meridional suelen tener visiones terribles, predican, hablan muchas lenguas sin haberlas aprendido y, a veces, son poseídos por espíritus malignos. . . Otra diferencia notable entre el pueblo meridional y el septentrional, es que éste es más casto y púdico y el meridional más lujurioso, lo que se debe a la melancolía espumosa. Por ello, los monstruos proceden ordinariamente de Africa, a la que Ptolomeo coloca bajo Escorpión y Venus, añadiendo que toda Africa adoraba a Venus.. . También sabemos que los reyes de Africa y Persia tenían siempre harenes de mujeres, hecho que no se puede imputar a costumbres depravadas. . . A escitas y alemanes les basta y les sobra con una sola mujer y César, en sus Comentarios, dice que los ingleses en su tiempo compartían una mujer entre diez o doce. Muchos septentrionales, conocedores de su impotencia, se castraban, cortándose las venas parótidas debajo de las orejas, como dice Hipócrates, quien atribuye la causa de la impotencia a la frialdad del vientre y a montar mucho a caballo. . . Por eso, los pueblos nórdicos son tan poco celosos que, según Altomeí de Alemania e Irenicus2 que escriben en elogio de su país, hombres y mujeres se bañan juntos. . . Por el contrario, los meridionales son tan apasionados que, a veces, mueren de celos.. . Los pueblos de las regiones centrales constituyen un término medio al respecto.. . Los emperadores romanos condenaron, sin distinción de razas, a pena de infamia a quien tuviese más de una mujer; después, en este reino, la pena de infamia se transformó en pena capital. Esta ley romana no ha perdurado en Africa por los inconvenientes a que daba lugar. Lo propio ocurrirá a quienes quieran aplicar todas las leyes del pueblo meridional al pueblo de septentrión , sin tener en cuenta su natural. . . De lo dicho puede deducirse que el pueblo meridional está sujeto, en cuanto al cuerpo, a las mayores enfermedades y, en cuanto al espíritu, a los mayores vicios. Por contra, no hay pueblo que tenga el cuerpo mejor dispuesto para vivir largos años, ni el ánimo más propicio a las grandes virtudes. Por ello, cuando Tito Livio hace el elogio de Aníbal, por sus virtudes heroicas, añade que tales virtudes estaban acompañadas de grandísimos vicios, de crueldad inhumana, de perfidia, de impiedad y del desprecio de toda religión. Los grandes espíritus están sujetos a grandes vicios y virtudes. . . 2. Andreas Althamer y Francis Frienlieb Irenicus. Se exceden los antiguos historiadores cuando alaban la virtud, la integridad y bondad de los escitas y otros pueblos nórdicos, porque no merece ser elogiado quien, por carecer de inteligencia y no conocer el mal, no puede ser perverso, sino quien, conociéndolo y pudiendo ser perverso, decide ser honesto. También se engaña Maquiavelo cuando asegura que los peores hombres del mundo son los españoles, italianos y franceses, sin haber leído jamás un buen libro, ni conocer los otros pueblos. Si comparamos los pueblos meridional, septentrional y central, comprobaremos que su natural guarda cierta relación con la juventud, la vejez y la edad madura del hombre y con las cualidades que se atribuyen a cada edad. Cada uno de estos tres pueblos usa para el gobierno de la república de los recursos que íes son propios. El pueblo de septentrión de la fuerza, el pueblo central de la justicia, el meridional de la religión. El magistrado, dice Tácito, no manda en Alemania como no sea con la espada en la mano. . . Los pueblos del centro, que son más razonables y menos fuertes, recurren a la razón, a los jueces y a los procesos. No hay duda de que las leyes y procedimientos provienen de los pueblos del centro: del Asia Menor —cuyos oradores son famosos—, de Grecia, de Italia, de Francia... No es de hoy la abundancia de pleitos en Francia- por muchas leyes y ordenanzas que se dicten para eliminarlos, el natural del pueblo los hará renacer. Además, es preferible resolver las diferencias mediante pleitos que con puñales. En resumen, todos los grandes oradores, legisladores, jurisconsultos, historiadores, poetas, comediantes, charlatanes y cuantos seducen el ánimo de los hombres mediante discursos y palabras hermosas proceden casi todos de las regiones centrales. . . Los pueblos nórdicos se valen de la fuerza para todo, como los leones. Los pueblos centrales, de las leyes y de la razón. Los pueblos del mediodía se valen de engaños y astucias, como los zorros, o bien de la religión. El razonamiento es demasiado sutil para el espíritu grosero del pueblo septentrional y demasiado prosaico para el pueblo meridional. Estos no se conforman con las opiniones legales ni con las hipótesis retóricas, en equilibrio entre lo verdadero y lo falso, sino que sólo aceptan demostraciones ciertas u oráculos divinos, más allá del entendimiento humano Constatamos también que los pueblos del mediodía, egipcios, caldeos y árabes, han creado las ciencias ocultas, las naturales y las matemáticas que inquietan los ingenios mejores y los constri- ñen a reconocer la verdad. Casi todas las religiones se han origj. nado en los pueblos del mediodía de donde se han propagado por toda la tierra. No significa esto que Dios tenga preferencia de lugar o de persona, ni que deje de arrojar su luz divina sobre todos. . ., sino simplemente que el fulgor

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