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Operacion Jesucristo

jrivera860922 de Julio de 2013

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Me acomodé en el mullido terciopelo color ébano del espacioso asiento posterior de la limusina Cadillac y verifiqué la hora en mi Omega. El recorrido hasta los Estudios Burbank de la NBC, de acuerdo con la gente de relaciones públicas que se encargaba de mi gira, se llevaría cuando menos cincuenta minutos en el tráfico del anochecer.

Éste era el punto culminante, grandioso y perfecto, de tres semanas de entrevistas para los periódicos, de presentaciones personales en la radio y la televisión, como invitado en sus programas de entrevistas, y de fiestas para firmar autógrafos en las librerías de costa a costa. Si solamente hubiese sabido lo importante que sería esta noche en mi vida, quizá hubiera permanecido en mi habitación del Century Plaza, dándole doble vuelta a la cerradura y viendo la televisión en pijama.

—¿Alguna vez antes ha estado en el espectáculo de Johnny Carson, señor Lawrence?

Sacudí la cabeza ante los inquisidores ojos color café que me miraban entrecerrados a través del lejano espejo retrovisor. Aun cuando me dirigía a mi presentación número sesenta y uno ante los medios publicitarios en el curso de veinte días, por primera vez me sentía tenso. Ya me las había arreglado para comportarme con cierta medida de aplomo en el espectáculo de Donahue, había charlado con Mery, bromeado con Snyder y aun estrechado la mano de Dinah, así que, ¿por qué ahora sentía mariposas en el estómago? Cerré los ojos tratando de descansar, con la esperanza de que el personal de las limusinas Tanner me hubiese enviado un chofer que no fuera conversador, pero no tuve esa suerte.

—He leído un buen número de sus libros, señor Lawrence. ¡Extra-or-r-r-dinarios! A mi esposa y a mí nos fascinan.

—Es usted muy amable —respondí, antes de poder detenerme. Una acción refleja; sólo una frase que muchos autores emplean repetidas veces para agradecer los elogios vehementes y con frecuencia incómodos que les prodigan sus admiradores. Jamás me había dado cuenta de lo banales que resultan a veces esas palabras, hasta el día en que compartí una sesión de autógrafos con Erma Bombeck, y nos sorprendimos el uno al otro pronunciando la misma respuesta mientras firmábamos nuestras rúbricas tediosamente. A Erma el incidente le causó hilaridad, pero ambos decidimos que a partir de ese momento seríamos un poco más creativos en nuestra conducta humilde.

Mi chofer, con habilidad, hizo avanzar lentamente su carroza reluciente para abandonar la entrada circular del hotel, atestada de Mercedes, en dirección a la Avenida de las Estrellas.

—Usted debe ser un hombre sumamente inteligente, señor Lawrence. ¡Sí señor! ¡Todo un genio! No sé cómo puede inventar todos esos crímenes imposibles y después hacer que encajen todas las piezas. Nunca he podido llegar a saber quién es el asesino hasta no haber leído las últimas páginas. ¡Jamás! Su material es todavía mejor que esas antiguallas de Sherlock Holmes,

¡sí señor!

—Muchas gracias.

Incliné la cabeza hacia atrás cerrando nuevamente los ojos, cuidando de no cruzar las piernas y arrugar el traje de paño color café, de Calvin Klein, que mi esposa, Kitty, había insistido que llevara para el "Espectáculo de esta noche". ¿Sherlock Holmes, había dicho el hombre? Mientras nos deslizábamos sobre nuestros cojines radiales en dirección a Burbank, traté de mantener la mente apartada del espectáculo, intentando recordar los nombres de todos los maestros de las novelas de misterio con quienes me habían comparado durante mi gira. Los nombres de Rex Stout y Ágata Christie se habían mencionado a menudo, así como el de mi favorito, S. S. Van Diñe. El nombre de John Dickson Carr también había surgido con frecuencia un reportero del Sun-Times de Chicago había sugerido a Ellery Queen, sin saber que dos primos, Manfred B. Lee y Frederic Dannay, habían escrito con el seudónimo de Queen, y que el señor Lee ya había partido hacia ese

gran santuario recóndito en el cielo. Una joven entusiasta del Writer's Digest aun había llegado a comparar lo que efusivamente llamó el "realismo vivido" de mis escritos con el mejor escritor de novelas policíacas de Francia, Georges Simenon. La tentación de responderle que "era muy amable" había sido muy fuerte, pero logré resistirla. A todos nos agrada un poco de halago, aun sabiendo que no es verdad.

Con mis veintiséis novelas en ediciones de bolsillo todavía en el mercado, y vendiéndose tan bien como cuando se publicaron por primera vez, tanto Kitty como mis editores se habían opuesto a mi gira. Mi esposa había insistido en que era una intrusión innecesaria en mi tiempo y mis energías, y mis editores estuvieron de acuerdo, afirmando que, de cualquier manera, todos los libros de Matt Lawrence aparecían en la lista de los libros de mayor venta. Aun así, prevaleció mi opinión. Nunca antes había estado en el remolino promocional de un autor, y pensé que esta experiencia me ofrecería un buen camino en mi ritmo de trabajo, y quizá hasta podría ofrecerme algo de material para una nueva historia.

Mirando hacia atrás, había disfrutado de cada día y noche absurdos de la gira, tal y como me lo había dicho Elia Kazan. No tenía la menor idea de si mis presentaciones habían ayudado o perjudicado las ventas de mi último esfuerzo, Where Weep the Silver Willows, pero ahora que la gira terminaría para mí, después de mi presentación con Carson, casi sentía tener que volver a la tranquila serenidad de nuestro hogar en Camelback Mountain, mucho más arriba de la ciudad de Phoenix.

Exactamente cuarenta y ocho minutos después de abordar la limusina, se desvió en West Alameda en dirección a un bosque de altos cercados de alambrados, deteniéndose ante una puerta en su interior el tiempo suficiente para que el vigilante reconociera a mi chofer, y después se deslizó hasta llegar a una puerta sin ningún letrero. Le di las gracias a mi ferviente admirador tras el volante y entré, reconociendo de inmediato a la pequeña rubia inquieta de la empresa de relaciones públicas de mi editor. Casi me había ocasionado un ataque a las coronarias la mañana del día anterior, demostrándome en forma experta la habilidad con que su Porsche 924 podía tomar las curvas a alta velocidad, después de habernos retrasado para una entrevista grabada en el elegante patio de la cafetería del hotel Beverly Hills.

—Hola, Mary, ¿o debo empezar a llamarte Mario? Ignoró mi débil intento por bromear.

—Oh, señor Lawrence, estábamos empezando a preocuparnos. ¡Caramba, luce maravilloso!

¡Tal y como ese buen mozo que aparece en los comerciales del perfume Canción del Viento!

—Bueno, jovencita, como jamás he visto esos comerciales, no sé si eso es un cumplido o si me ha clasificado en una categoría que dudo mucho que me atraiga.

Sacudió la cabeza con desenfado y se rió.

—¡Ah, sí que lo sabe! Sígame, lo conduciré al famoso salón verde. Creo que los demás invitados ya se encuentran allí. La grabación se iniciará en unos treinta minutos.

En el interior del salón verde, que por cierto no es verde, Mary me presentó a un joven del personal de Johnny Carson, llamado Alfred. Después me dio un ligero beso en la mejilla, me deseó suerte y desapareció. Alfred me preguntó si me agradaría conocer a los demás invitados al programa y le respondí afirmativamente. Primero estreché la mano de Charles Nelson Reilly, comediante y director, quien admitió haber sido admirador mío durante años, y lo demostró recitando cuando menos una docena de títulos de obras mías. Le respondí felicitándolo por su dirección, tan llena de sensibilidad, en la hazaña de Julie Harris de la representación de la vida agitada de Emily Dickson.

Después, llegó Jimmy Stewart, en persona, presentándose él mismo. Muy pronto encontramos nuestro terreno en común, puesto que ambos servimos en la Octava División de la Fuerza Aérea durante la Segunda Guerra Mundial. Por último, estreché la mano de una cautivadora cantante morena, Donna Theodore, quien me recordó mucho a la chica de las fotografías favoritas de nuestro escuadrón, Jane Russell.

Poco después, se pidió cortésmente a los amigos de los invitados que abandonaran el salón y quedamos los cuatro solos, para mutuamente tratar de levantar nuestro valor menguante, en lo cual fracasamos por completo. Hay algo tan sobrecogedor, aun para las personalidades del mundillo del espectáculo, al saber que lo que uno dice y hace aparecerá ante quince millones de personas, que solamente un lunático o un completo idiota no se sentiría inhibido. Con excepción de unas cuantas observaciones al azar acerca del omnipresente neblumo y de Jerry Brown, el gobernador de California, ninguno de nosotros dijo gran cosa hasta que escuchamos a Ed McMahon exclamar: "¡A-a-a-quí está Johnny!" y, todos agradecidos, dirigimos nuestra atención íntegra al gran aparato de televisión.

En su monólogo, Johnny increpó a los Dodgers de Los Ángeles por su racha tan prolongada de juegos perdidos, aguijoneó al Congreso por su incapacidad para aprobar legislación alguna, exceptuando otro aumento para sus miembros, y la emprendió con los vendedores de autos usados, cuya opinión acerca de sus propias aptitudes para vender es tan presuntuosa que insisten en aparecer en sus propios comerciales de televisión detestables, con auxiliares que van desde una boa constrictor hasta dobles de Dolly Parton.

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