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Una Tumba Sin Fondo


Enviado por   •  19 de Noviembre de 2014  •  2.816 Palabras (12 Páginas)  •  266 Visitas

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Una tumba sin fondo

Me llamo John Brenwalter. Mi padre, un borracho, logró patentar un invento para fabricar granos de café con arcilla; pero era un hombre honrado y no quiso involucrarse en la fabricación. Por esta razón era sólo moderadamente rico, pues las regalías de su muy valioso invento apenas le dejaban lo suficiente para pagar los gastos de los pleitos contra los bribones culpables de infracción. Fue así que yo carecí de muchas de las ventajas que gozan los hijos de padres deshonestos e inescrupulosos, y de no haber sido por una madre noble y devota (quien descuidó a mis hermanos y a mis hermanas y vigiló personalmente mi educación), habría crecido en la ignorancia y habría sido obligado a asistir a la escuela. Ser el hijo favorito de una mujer bondadosa es mejor que el oro.

Cuando yo tenía diecinueve años, mi padre tuvo la desgracia de morir. Había tenido siempre una salud perfecta, y su muerte, ocurrida a la hora de cenar y sin previo aviso, a nadie sorprendió tanto como a él mismo. Esa misma mañana le habían notificado la adjudicación de la patente de su invento para forzar cajas de caudales por presión hidráulica y sin hacer ruido. El Jefe de Patentes había declarado que era la más ingeniosa, efectiva y benemérita invención que él hubiera aprobado jamás. Naturalmente, mi padre previó una honrosa, próspera vejez. Es por eso que su repentina muerte fue para él una profunda decepción. Mi madre, en cambio, cuyas piedad y resignación ante los designios del Cielo eran virtudes conspicuas de su carácter, estaba aparentemente menos conmovida. Hacia el final de la comida, una vez que el cuerpo de mi pobre padre fue alzado del suelo, nos reunió a todos en el cuarto contiguo y nos habló de esta manera:

-Hijos míos, el extraño suceso que han presenciado es uno de los más desagradables incidentes en la vida de un hombre honrado, y les aseguro que me resulta poco agradable. Les ruego que crean que yo no he tenido nada que ver en su ejecución. Desde luego -añadió después de una pausa en la que bajó sus ojos abatidos por un profundo pensamiento-, desde luego es mejor que esté muerto.

Dijo estas palabras como si fuera una verdad tan obvia e incontrovertible que ninguno de nosotros tuvo el coraje de desafiar su asombro pidiendo una explicación. Cuando cualquiera de nosotros se equivocaba en algo, el aire de sorpresa de mi madre nos resultaba terrible. Un día, cuando en un arranque de mal humor me tomé la libertad de cortarle la oreja al bebé, sus simples palabras: "¡John, me sorprendes!", fueron para mí una recriminación tan severa que al fin de una noche de insomnio, fui llorando hasta ella y, arrojándome a sus pies, exclamé: "¡Madre, perdóname por haberte sorprendido!" Así, ahora, todos -incluso el bebé de una sola oreja- sentimos que aceptar sin preguntas el hecho de que era mejor, en cierto modo, que nuestro querido padre estuviese muerto, provocaría menos fricciones.

Mi madre continuó:

-Debo decirles, hijos míos, que en el caso de una repentina y misteriosa muerte, la ley exige que venga el médico forense, corte el cuerpo en pedazos y los someta a un grupo de hombres, quienes, después de inspeccionarlos, declaran a la persona muerta. Por hacer esto el forense recibe una gran suma de dinero. Deseo eludir tan penosa formalidad; eso es algo que nunca tuvo la aprobación de... de los restos. John -aquí mi madre volvió hacia mí su rostro angelical- tú eres un joven educado y muy discreto. Ahora tienes la oportunidad de demostrar tu gratitud por todos los sacrificios que nos impuso tu educación. John, ve y mata al forense.

Inefablemente complacido por esta prueba de confianza de mi madre y por la oportunidad de distinguirme por medio de un acto que cuadraba con mi natural disposición, me arrodillé ante ella, llevé sus manos hasta mis labios y las bañé con lágrimas de emoción. Esa tarde, antes de las cinco, había eliminado al médico.

De inmediato fui arrestado y arrojado a la cárcel. Allí pasé una noche muy incómoda: me fue imposible dormir a causa de la irreverencia de mis compañeros de celda, dos clérigos, a quienes la práctica teológica había dado abundantes ideas impías y un dominio absolutamente único del lenguaje blasfemo. Pero ya avanzada la mañana, el carcelero que dormía en el cuarto contiguo y a quien tampoco habían dejado dormir, entró en la celda y con un feroz juramento advirtió a los reverendos caballeros que, si oía una blasfemia más, su sagrada profesión no le impediría ponerlos en la calle. En consecuencia moderaron su objetable conversación sustituyéndola por un acordeón. Así, pude dormir el pacífico y refrescante sueño de la juventud y la inocencia.

A la mañana siguiente me condujeron ante el Juez Superior, un magistrado de sentencia, y se me sometió al examen preliminar. Alegué que no tenía culpa, y añadí que el hombre al que yo había asesinado era un notorio demócrata. (Mi bondadosa madre era republicana y desde mi temprana infancia fui cuidadosamente instruido por ella en los principios de gobierno honesto y en la necesidad de suprimir la oposición sediciosa.) El juez, elegido mediante una urna republicana de doble fondo, estaba visiblemente impresionado por la fuerza lógica de mi alegato y me ofreció un cigarrillo.

-Con el permiso de Su Excelencia -comenzó el Fiscal-, no considero necesario exponer ninguna prueba en este caso. Por la ley de la nación se sienta usted aquí como juez de sentencia y es su deber sentenciar. Tanto testimonio como argumentos implicarían la duda acerca de la decisión de Su Excelencia de cumplir con su deber jurado. Ese es todo mi caso.

Mi abogado, un hermano del médico forense fallecido, se levantó y dijo:

-Con la venia de la Corte... mi docto amigo ha dejado tan bien y con tanta elocuencia establecida la ley imperante en este caso, que sólo me resta preguntar hasta dónde se la ha acatado. En verdad, Su Excelencia es un magistrado penal, y como tal es su deber sentenciar... ¿qué? Ese es un asunto que la ley, sabia y justamente, ha dejado a su propio arbitrio, y sabiamente ya ha descargado usted cada una de las obligaciones que la ley impone. Desde que conozco a Su Excelencia no ha hecho otra cosa que sentenciar. Usted ha sentenciado por soborno, latrocinio, incendio premeditado, perjurio, adulterio, asesinato... cada crimen del código y cada exceso conocido por los sensuales y los depravados, incluyendo a mi docto amigo, el Fiscal. Usted ha cumplido con su deber de magistrado penal, y como no hay ninguna evidencia contra este joven meritorio, mi cliente, propongo que sea absuelto.

Se hizo un solemne silencio. El Juez se levantó, se puso la capa negra y, con voz temblorosa

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