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El libro sobre el santo de don Manuel

NezperReseña23 de Septiembre de 2012

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Sus primeros recuerdos de don Manuel se remontan a cuando ella tenía unos 10 años, unos 37 tendría el párroco: alto, delgado, erguido, de profundos ojos azules como el lago. Era amado por todos, en especial por los niños.

Su hermano Lázaro, que vivía en América desde donde les mandaba dinero, decidió que estudiara fuera de la aldea en un colegio de religiosas a pesar de su escepticismo -no había colegios laicos progresivos y menos para señoritas- para evitar que se convirtiera en una zafia aldeana. Y ella quiso en su momento ser maestra, pero se le atragantó la pedagogía.

CAPÍTULO 2: Hasta el colegio llegaba la fama de santo de don Manuel, su madre le contaba las novedades en sus cartas y las religiosas le pedían noticias y recuerdos del párroco. También una íntima amiga que le cobró excesiva afición y escuchaba arrobada sus recuerdos o las nuevas que llegaban. Nunca más volvió a tener noticias suyas a pesar de que le insistiera en que mantendrían correspondencia para estar al corriente de la vida del santo.

CAPÍTULO 3: Cuando regresó al pueblo con 15 años, estaba ansiosa por seguir a don Manuel. Se contaba de él que entró en el Seminario por ayudar a una hermana viuda con dos hijos, que era muy inteligente y prometía una gran carrera, pero lo dejó todo por hacerse cargo de la parroquia de Valverde de Lucerna, su aldea perdida entre el lago y la montaña. Allí amaba a todo el mundo y siempre procuraba el bien. Recuerda la anécdota de Perote, un aldeano que logró que se casara con su antigua novia cuando ella regresó a la aldea con un hijo y soltera; recuerda cómo lo convenció y cómo ahora, paralítico, aquel hijo se había convertido en el báculo de su vejez.

CAPÍTULO 4: En la noche de San Juan solía realizar curaciones a enfermos a orillas del lago, su presencia, su voz, consiguieron algunas milagrosas, por lo que su fama se fue extendiendo. Pero cuando una madre le pidió que realizara un milagro respondió que no tenía licencia del señor Obispo. Procuraba que todos fueran limpios y aseados, los mandaba al Sacristán -también sastre- a remendar los rotos y les proporcionaba ropa si era necesario.

Aunque amaba a todos, sentía especial debilidad por Blasillo, el bobo, quien se empeñaba en imitar a don Manuel. Su voz era un prodigio que conmovía, en especial en el Evangelio del Viernes Santo cuando resonaban las palabras de Cristo: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”, y la gente se echaba a llorar y luego Blasillo iba por el pueblo repitiendo con su misma voz la misma pregunta.

Nadie se atrevía a mentir en su presencia, pero se negaba a sacar partido de esta cualidad, y por eso se negó a interrogar a un acusado a instancias de un juez que pretendía que le sacara la verdad para condenarlo: al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Él no juzgaba ni creía en la justicia de este mundo.

CAPÍTULO 5: Cuando el pueblo entero, reunido en misa, rezaba el Credo, la voz de don Manuel se callaba al llegar al punto de la resurrección de los muertos. Entonces creía oír las voces de quienes nos precedieron en la muerte, después, al conocer el secreto de don Manuel, lo veía como el caudillo desfallecido arropado por los suyos y empujado ya sin vida a la tierra de promisión.

Todos deseaban aferrar su mano a la hora de morir y nunca, en sus sermones, despotricó contra nadie. Pero no soportaba la maledicencia ni la envidia. Para él la ociosidad era la madre de todos los vicios, y el peor de todos es “el pensar ocioso”. Así se mantenía continuamente ocupado incluso en trabajos manuales en ciertas labores del pueblo como la trilla, sustituyendo a algún enfermo, o yendo a por una res en pleno invierno en lugar de un niño aterido de frío a quien su padre enviara, o cortando leña para los pobres. Cuando se secó el nogal “matriarcal” del pueblo, pidió el tronco, hizo seis tablas y las guardó al pie de su cama. También hacia pelotas y juguetes para jóvenes y niños.

CAPÍTULO 6: Acompañaba al médico y se interesaba sobre todo por los embarazos. Para él la muerte de un recién nacido, o un niño y el suicidio eran terribles misterios. A los suicidas los enterraba en suelo sagrado convencido de su arrepentimiento “in extremis”. También ayudaba al maestro y acudía a las fiestas incluso tocaba el tamboril que dejaba a un lado cuando llegaba la hora de rezar el Ángelus. Y todo se revestía de ministerio cuando él lo hacía.

CAPÍTULO 7: Había que estar contentos, vivir era suficiente; lo último, desear la muerte. En cierta ocasión, acompañó en su muerte a la esposa de un titiritero mientras que éste seguía con el espectáculo de payaso haciendo reír a los niños. Cuando el titiritero quiso darle las gracias, se dirigió al pueblo agradeciéndole a él que dedicara su vida a hacer felices a los demás y asegurándole que su esposa ya lo esperaba en el cielo. Más tarde, Ángela comprendió que la alegría del párroco era una infinita tristeza recatada heroicamente a los ojos de los demás.

CAPÍTULO 8: A pesar de su actividad trepidante, y de su temor a la soledad, a veces iba a pasear solo por las ruinas del monasterio cisterciense. Allí, la celda del Padre Capitán conservaba las salpicaduras de sangre de sus mortificaciones. Cuando Ángela intrigada le pregunta por qué no había optado por la vida de meditación, don Manuel responde que la soledad le mataría el alma, que era un don que le había sido negado, “yo no podría llevar solo la cruz del nacimiento”.

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 1: Hasta aquí nos ha contado sus recuerdos de don Manuel cuando ella llegó al pueblo. Entonces la recibió con entusiasmo y se interesó por su hermano que seguía en América deseándole un pronto regreso. El miedo la paralizó en su primera confesión y necesitó de la ayuda de don Manuel para hablar. Don Manuel la insta a que le transmita sus inquietudes como si hablara con su hermano y se olvidara de cuentos de santidad. Cuando ella manifiesta sus dudas, les quita toda importancia: “¿Y dónde has leído eso, marisabidilla? Todo eso es literatura”. Fue entonces cuando ella sintiéndose mujer notó cómo su miedo se trocó en lástima maternal hacia don Manuel, y empezó a acudir al confesionario para consolarle.

Al plantearle sus dudas, don Manuel siempre respondía “A eso, ya sabes, lo del Catecismo”, porque las dudas las inspira el Demonio. Pero al insistir ella, intuye que quizás don Manuel no creía en el Demonio. De regreso a casa en estas reflexiones, la voz de Blasillo repitió el “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado” y ella llegó para echarse a llorar. Con tanta confesión, la madre cree que puede ir para monja, pero ella, responde al hilo de don Manuel que su convento es el pueblo y hay mucho por hacer allí. Un día se atreve a preguntarle abiertamente si hay infierno. Don Manuel evade la pregunta respondiendo que para ella no; al insistirle, el sacerdote responde que crea en el cielo que ve. Pero ella plantea su última duda: si no hay que creer en el infierno tampoco hay que creer en el cielo. Don Manuel regresa a la fe sencilla: “Se ha de creer todo lo que enseña la Santa Madre Iglesia”. Zanja así el tema, con una honda tristeza en la mirada.

CAPÍTULO 2: Poco a Poco, Ángela se va convirtiendo en la ayudante del párroco en el pueblo. Una vez fue a la ciudad invitada por una antigua compañera y tuvo que regresar. Parecía que le faltara el aire, sentía como si don Manuel la necesitara. Reconoce en este sentimiento, que había desarrollado hacia el sacerdote, un afecto maternal: “Quería aliviarle del peso de su cruz del nacimiento”.

CAPÍTULO 3: Ángela tiene 24 años cuando su hermano regresa de América con algunos ahorros. Quiere llevarlas a vivir a la ciudad. Para él, la aldea es el pasado feudal y la ciudad el progreso. Había que huir de la ignorancia. Cuando la madre se niega a abandonar la aldea, Lázaro comienza a darse cuenta del imperio que ejerce don Manuel y se revuelve contra lo que entiende una teocracia oscura y medieval. Pero con el tiempo va viendo la labor de don Manuel y se rinde a su bondad. Seguía manteniendo su posición progresista y anticlerical, pero veía en el párroco algo diferente que motivaba su curiosidad. Con el tiempo aquello derivó en una especie de duelo entre Lázaro y don Manuel, hasta que Lázaro acudió a escucharlo y salió reafirmado en que no era un cura normal. Aunque afirma que alguien tan inteligente no puede creer en lo que predica.

Ángela consulta con don Manuel el consejo de Lázaro de que lea. Don Manuel aplaude la idea porque más vale la literatura que los chismes de pueblo, pero recomienda lecturas piadosas “que te den contento de vivir”. Ángela acaba preguntándose si él tenía ese contento de vivir.

CAPÍTULO 4: Su madre enfermó de muerte y don Manuel le hizo jurar a Lázaro que rezaría por ella porque el contento con que ella muriera sería su vida eterna; porque una vez prometido él lo cumpliría y con su oración… Con los ojos arrasados en lágrimas Lázaro lo promete solemnemente y ella muere en la certeza de que también ella rezaría desde el más allá por los vivos.

CAPÍTULO 5: Comienzan los paseos y las conversaciones entre don Manuel y Lázaro, cada vez más entregado, pero que intuye un secreto en el alma del sacerdote como las campanas sumergidas que dicen que suenan en la noche de San Juan en el lago. Ángela ve en esas campanas la voz de todos los difuntos del pueblo, el alma sumergida de los antepasados.

CAPÍTULO 6: Lázaro cumple su promesa,

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