Etica Para Amador Capitulo 8
elissavasquez21 de Septiembre de 2013
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CAPÍTULO VIII
TANTO GUSTO
Imagínate que alguien te informa de que tu amigo Fulanito o tú amiga Zutanita han sido detenidos por «conducta inmoral» en la vía pública. Puedes estar seguro de que su «inmoralidad» no ha consistido en saltarse un semáforo en rojo, o en haber dicho a alguien una mentira muy gorda en plena calle, ni tampoco es que hayan sustraído una cartera aprovechando las apreturas urbanas. Lo más probable es que el salido de Fulanito se dedicase a palmear con rudo aprecio el trasero de las mejores jamonas que se fueran cruzando en su camino o que la descocada de Zutanita, tras unas cuantas copas, se haya empeñado en mostrar a los viandantes que su anatomía nada tiene que envidiar a la de Sabrina o Marta Sánchez. Y si alguna persona de las llamadas «respetables» (¡como si el resto de las personas no lo fuesen!) te anuncia en tono severo que tal o cual película es «inmoral», ya
sabes que no se refiere a que aparezcan varios asesinatos en la pantalla o a que los personajes ganen dinero por medios poco limpios sino a... bueno, tú ya sabes a lo que se refieren. Cuando la gente habla de «moral» y sobre todo de «inmoralidad», el ochenta por cien. to de las veces -y seguro que me quedo corto- el sermón trata de algo referente al sexo. Tanto que algunos creen que la moral se dedica ante todo a juzgar lo que la gente hace con sus genitales. El disparate no puede ser mayor y supongo que por poca atención que le hayas dedicado a lo que te vengo diciendo hasta ahora ya no se te ocurrirá compartirlo. En el sexo, de por sí, no hay nada más «inmoral» que en la comida o en los paseos por el campo; claro que alguien puede comportarse inmoralmente en el sexo (utilizándolo para hacer daño a otra persona, por ejemplo), lo mismo que hay quien se come el bocadillo del vecino o aprovecha sus paseos para planear atentados terroristas. Y por supuesto, como la relación sexual puede llegar a establecer vínculos muy poderosos y complicaciones afectivas muy delicadas entre la gente, es lógico que se consideren especialmente los miramientos debidos a los semejantes en tales casos. Pero, por lo demás, te digo rotundamente que en lo que hace disfrutar a dos y no daña a ninguno no hay nada de malo. El que de veras está malo es quien cree que hay algo de malo en disfrutar... No sólo es que «tenernos» un cuerpo, corno suele decirse (casi con resignación), sino que somos un cuerpo, sin cuya satisfacción y bienestar no hay vida buena que valga. El que se avergüenza de las capacidades gozosas de su cuerpo es tan bobo como el que se avergüenza de
haberse aprendido la tabla de multiplicar. Desde luego, una de las funciones indudablemente importantes del sexo es la procreación. ¡Qué te voy a contar a ti, que eres hijo mío! Y es una consecuencia que no puede ser tomada a la ligera,
pues impone obligaciones ciertamente éticas: repasa, si no te acuerdas, lo que te he contado antes sobre la responsabilidad como reverso inevitable de la libertad. Pero la experiencia sexual no puede limitarse simplemente a la función procreadora.
En los seres humanos, los dispositivos naturales para asegurar la perpetuación de la especie tienen siempre otras dimensiones que la biología no parece haber previsto. Se les añaden símbolos y refinamientos, invenciones preciosas de esa libertad sin la que los hombres no seríamos hombres. Es paradójico que sean los que ven algo de « malo » o al menos de «turbio » en el sexo quienes dicen que dedicarse con demasiado entusiasmo a él animaliza al hombre. La verdad es que son precisamente los animales quienes sólo emplean el sexo para procrear, lo mismo que sólo utilizan la comida para alimentarse o el ejercicio físico para conservar la salud; los humanos, en cambio, hemos inventado el erotismo, la gastronomía y el atletismo. El sexo es un mecanismo de reproducción para los hombres, como también para los ciervos y los besugos; pero en los hombres produce otros muchos efectos, por ejemplo la poesía lírica y la institución matrimonial, que ni los ciervos ni los besugos conocen (no sé si por desgracia o por suerte para ellos). Cuanto más se separa el sexo de la simple procreación, menos animal y más humano resulta. Claro que de ello se derivan consecuencias
buenas y malas, como siempre que la libertad está en juego... Pero de ese problema te vengo hablando casi desde la primera página de este rollo. Lo que se agazapa en toda esa obsesión sobre la «inmoralidad» sexual no es ni más ni menos que uno de los más viejos temores sociales del hombre: el miedo al placer. Y como el placer sexual destaca entre los más intensos y vivos que pueden sentirse, por eso se ve rodeado de tan enfáticos recelos y cautelas. ¿Por qué asusta el placer? Supongo que será porque nos gusta demasiado. A lo largo de los siglos, las sociedades siempre han intentado evitar que sus miembros se aficionasen a darle marcha al cuerpo a todas horas, olvidando el trabajo, la previsión del futuro y la defensa del grupo: la verdad es que uno nunca se siente tan contento y de acuerdo con la vida como cuando goza, pero si se olvida de todo lo demás puede no durar mucho vivo. La existencia humana ha sido en toda época y momento un juego peligroso y eso vale para las primeras tribus que se agruparon junto al fuego hace millares de años y para quienes hoy tenemos que cruzar la calle cuando vamos a comprar el periódico. El placer nos distrae a veces más de la cuenta, cosa que puede resultarnos fatal. Por eso los placeres se han visto siempre acosados por tabúes y restricciones, cuidadosamente racionados, permitidos sólo en ciertas fechas, etc.: se trata de precauciones sociales (que a veces perduran aun cuando ya no hacen falta) para que nadie se distraiga demasiado del peligro de vivir. Por otro lado están quienes sólo disfrutan no dejando disfrutar. Tienen tanto miedo a que el placer les resulte irresistible, se angustian tanto pensando lo que les puede pasar si un día le dan de verdad gusto al cuerpo, que se convierten en calumniadores profesionales del placer. Que si el sexo esto, que si la comida y la bebida lo otro, que si el juego lo de más allá, que si basta de risas Y fiestas con lo triste que es el mundo, etc. Tú, ni caso.
Todo puede llegar a sentar mal o servir para hacer el mal, pero nada es malo sólo por el hecho de que te dé gusto hacerlo. A los calumniadores profesionales del placer se les llama «puritanos». ¿Sabes quién es puritano? El que asegura que la
señal de que algo es bueno consiste en que no nos gusta hacerlo. El que sostiene que siempre tiene más mérito sufrir que gozar (cuando en realidad puede ser más meritorio gozar bien que sufrir mal). Y lo peor de todo: el puritano cree que cuando uno vive bien tiene que pasarlo mal y que cuando uno lo pasa mal es porque está
viviendo bien. Por supuesto, los puritanos se consideran la gente más «moral» del mundo y además guardianes de la moralidad de sus vecinos. No quiero ser exagerado, aunque suelo serlo, pero yo te diría que es más «decente» y más «moral» el sinvergüenza corriente que el puritano oficial. Su modelo suele ser la señora de aquel cuento... ¿te acuerdas? Llamó a la policía para protestar de que había unos chicos desnudos bañándose delante de su casa. La policía alejó a los chicos, pero la señora volvió a llamar diciendo que se estaban bañando (desnudos, siempre desnudos) un poco más arriba y que seguía el escándalo. Vuelta a alejarlos la policía y vuelta a protestar la señora. «Pero señora -dijo el inspector-, si los hemos mandado a más de un kilómetro y medio de distancia ... » Y la puritana contestó, «virtuosamente» indignada: «¡Si, pero con los gemelos todavía sigo viéndoles! » Corno a mi juicio el puritanismo es la actitud más opuesta que puede darse a la ética, no me oirás ni una palabra contra el placer ni por supuesto intentaré de ningún modo que te avergüences, aunque sea poquito, por el apetito de disfrutar lo más posible con cuerpo y alma. Incluso estoy dispuesto a repetirte con la mayor convicción el consejo de un viejo maestro francés que mucho te recomiendo, Michel de Montaigne: «Hay que retener con todas nuestras uñas y dientes el uso de los placeres de la vida, que los años nos quitan de entre las manos unos después de otros. » En esa frase de Montaigne quiero destacarte dos cosas. La primera aparece al final de la recomendación y dice que los años nos van quitando sin cesar posibilidades de gozo por lo que no es prudente esperar demasiado para decidirse a pasarlo bien. Si tardas mucho en pasarlo bien, terminas por pasar de pasarlo bien... Hay que saber entregarse al saboreo del presente, lo que los romanos (y el un poco latoso profe-poeta de El club de los poetas muertos) resumían en-el dicho carpe diem. Pero esto no quiere decir que tengas que buscar hoy todos los placeres sino que debes buscar todos los placeres de hoy. Uno de los medios más seguros de estropear los goces del presente es empeñarte en que cada momento tenga de todo y que te brinde las satisfacciones más dispares e improbables. No te obsesiones con meter a la fuerza en el instante que vives los place- 1 res que no pegan; procura más bien encontrarle el guiño placentero a todo lo que hay. Vamos: no dejes que se te enfríe el huevo frito por esforzarte a contracorriente en conseguir una hamburguesa ni te amargues la hamburguesa ya servida porque le falta ketchup...
Recuerda que lo placentero no ese huevo, ni la hamburguesa, ni la salsa, sino lo bien que tú sepas disfrutar con lo que te rodea. Lo cual me lleva al principio de la cita de Montaigne que antes te puse, cuando habla de aferrarse con uñas y dientes «al uso de los placeres de
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