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Genoveva Me Espera Siempre


Enviado por   •  31 de Julio de 2013  •  2.456 Palabras (10 Páginas)  •  2.093 Visitas

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GENOVEVA ME ESPERA SIEMPRE

Aparecía a esa hora del lado oscuro de la calle. ¿Esperas a alguien?, le decía yo. Y ella me respondía: yo siempre espero a alguien. Tenía los cabellos químicamente rubios y los ojos verdaderamente glaucos. ¿Cuál es el color auténtico de tu pelo?, le preguntaba yo. Y ella me respondía: negro. Y yo pensaba siempre que eso era una maravilla - ojos glaucos, pelo negro - y que debía dejar desaparecer la pintura de su cabeza para recuperar la verdad. Alguna vez se lo dije. A los clientes les gusta más así, respondió. De esta suerte, la artificial llamarada de oro brotaba invariablemente con las primeras sombras. Parecía una señal luminosa en el mar de la noche que empezaba a acumular el agua de sus tinieblas sobre aquel rincón de la ciudad. El cuerpo tenía la cintura breve y las caderas de curva graciosa. Además, los senos brotaban por debajo de la blusa sin vanos auxilios. Sí. Una maravilla llamada Genoveva, un poco enigmática nada más. Pero yo no podía ofrecerle dinero. No tenía. Hubiera querido tenerlo para decirle:¿vamos?, o ¿te parece que podemos estar un rato juntos?, como yo había oído que le decían otros hombres. Con el dinero en el bolsillo me habría bastado hacerle una seña, sin palabras. Ella entendería. Echaría a andar calle arriba con su paso incitante y yo iría detrás, a distancia, aparentando completa indiferencia, pero con el corazón desbordante de ansiedad. Porque muchas veces fui testigo de la escena: un hombre llegaba a la esquina de enfrente y se quedaba mirándola; ella resistía la mirada y luego sonreía con los ojos, con la comisura de los labios; el hombre movía casi imperceptiblemente la cabeza invitándola a seguir adelante, a señalar el rumbo desconocido; entonces el cuerpo de la cintura breve y de las caderas graciosas empezaba a andar, seguro de que el otro iba en su persecución. Al final de la calle, la mujer esperaba en el ángulo que hacía un edificio de apartamentos y una vieja casa, de una sola planta. Era el sitio del pacto. Si el arreglo resultaba satisfactorio, no quedaba sino resolverse a entrar a la casa. Lo demás yo lo imaginaba fácilmente. Y se me convertía en una tortura. ¿Pero qué podía hacer? ¿Qué puede hacer un jovencito de diez y siete años que gana cinco pesos a la semana por cuidar un depósito de cereales al otro extremo de la ciudad? ¿Qué podía hacer si de esos cinco pesos tenía que entregar cuatro para que de ellos dispusiera mamá? Además, a veces conviene ir a donde el peluquero y, los domingos, al cine. Y guardar, poco a poco, para los zapatos. Una miseria. Una infelicidad. Pero a los muchachos de diez y siete años, tan pobres como yo, no nos pagan más por cuidar un depósito de cereales al otro extremo de la ciudad. Y aun así debemos dar gracias por haber conseguido un trabajo y al fin y al cabo limpio, pues el maíz y el trigo y la cebada no manchan, huelen bien, y es grato cuando el patrón está ausente y los clientes se han ido, acostarse sobre los bultos. Es como acostarse sobre el campo, sobre las cosechas, sobre lo mejor de la tierra. Pero cinco pesos no son nada. Ya lo dije: una miseria. Y una mujer como ésta vale más, mucho más. Yo sabía que valía mucho más porque ella me lo dijo: "Ricardo, cuando tengas veinte pesos, iremos a la casa para divertirnos". ¡Veinte pesos! Todo un mes de trabajo, y sin pensar en mamá, sin ahorrar nada para los zapatos, dejándome crecer el pelo. No. Genoveva no iría jamás conmigo a la casa de la esquina, jamás podría yo cruzar el zaguán oscuro, llegar al misterioso interior donde, por fin, se me entregaría, donde podría verla desnuda y palpar su cintura breve y sus senos erguidos y sus caderas graciosas. La piel se me erizaba y la corriente del deseo parecía que me quemara la sangre. ¡Qué poca cosa era yo en el mundo! Menos que un grano de trigo en la zaranda, menos que un grano de maíz en el bulto. Yo salía, pues, de mi trabajo con la obsesión de encontrarla ahí y con la angustia de no hallarla. De lejos, al cruzar la plaza, divisaba el farol eléctrico, ya encendido, de la acera contraria a aquella donde se apostaba en espera de los clientes. Y, luego, en el sitio tradicional, veía la luz de sus cabellos y la vaga silueta del cuerpo. Yo fingía no tener prisa. Demoraba el paso a pesar de que por dentro me estaba martirizando el deseo. Pero, como no tenía dinero, me estaba vedado el derecho de correr hacia ella o simplemente el de avanzar con la seguridad de quien puede hacer una buena propuesta. “Durante semanas y semanas, si es preciso, años enteros, trabajaré para poder decirle alguna vez: 'vea Genoveva, aquí está el dinero'. Y sacándolo del bolsillo le mostraré los billetes. Y ella se irá conmigo para la vieja casa”. El patrón llegó completamente ebrio. Entró al depósito dando traspiés. Era un hombre flaco que a mí parecía envejecido antes de tiempo, no sé por qué, tal vez por el contraste entre su destreza muscular - a veces me ayudaba en el transporte de los bultos - y su pelo grisáceo y el abanico de las arrugas en las sienes. Yo le decía don Ricardo. Don Ricardo Bermúdez. Un sabanero de piel enrojecida, de manos ásperas, de modales sórdidos, de duras palabras. "Usted es un imbécil, un cretino", me decía entre carcajadas, satisfecho de ese rasgo de ingenio en que probaba su poderío, golpeándolo como una moneda contra la piedra de mi humildad. Yo permanecía callado, sintiendo el azote invisible de la ofensa como una invitación a saltarle al cuello. Pero me acordaba de los cinco pesos que los sábados, al caer la tarde, él extraía de un puñado de billetes que llevaba siempre en uno de los bolsillos del pantalón, para entregármelos después de haberse mojado con saliva las yemas de los dedos, al contarlos. Yo resistía. Aceptaba la ofensa. "Usted es un perfecto imbécil", repetía entre carcajadas. De pronto se quedaba muy serio, mirándome fijamente. "Traiga el cuaderno de registro", ordenaba. Era un cuaderno sucio y grande, en el cual yo tenía la obligación de anotar el número de bultos que entraban y salían del depósito, en dos columnas paralelas, con la especificación del nombre del cliente. Yo empezaba a temblar. Y a él se le advertía en los redondos ojos oscuros, una luz de placer al descubrir mi fácil angustia. "Por cada error le cobraré un peso", amenazaba. Un sudor frío me inundaba las axilas y me llegaba a los dedos cuando él iniciaba, en voz alta, la lectura de mis apuntes. "60 bultos de maíz... hacienda de Agua Clara... ¿Cómo, 60?". "120 bultos de cebada... Hacienda de Torrijos...". Y estallaba. Estaba imperialmente seguro de su memoria. Y despreciaba, con indignación, el dato escrito por mí en el sucio cuaderno. "Lo dicho: un imbécil. El sábado

Arreglaremos cuentas".

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