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La Muerte De Honorio


Enviado por   •  20 de Noviembre de 2011  •  10.217 Palabras (41 Páginas)  •  1.015 Visitas

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MIGUEL OTERO SILVA

La muerte de Honorio

NUEVA NARRATIVA HISPÁNICA

SEIX BARRAL BARCELONA • CARACAS* MÉXICO

Los personajes y el argumento de este libro son imaginarios.En cuanto a los maltratos

que en él se narran son auténticos y fueron padecidos por venezolanos de carne y hueso

en los años inmediatamente anteriores a 1958.

M.O.S.

A María Teresa

PRIMER CUADERNO

CINCO QUE NO HABLARON

EL YVC-ALI

EL YVC-ALI volaba sobre desamparados pajonales. El Médico —una frente cristalina fusionada al vidrio

del tragaluz— atisbaba el desfile de verdes con obstinada fijeza, como si temiera olvidarlos. Al devolverle

los anteojos, los objetos recuperaron su relieve y se disipó la bruma que a él lo distanciaba de los seres y

de las cosas.

Las muñecas del Médico emergían penosamente de las mangas de la chaqueta, deformadas por la

mordedura de las esposas, repugnantes rebanadas de carne rota y lívida. Aun en ese instante de tránsito

entre cielo y nubes se engarzaba a la más maltratada de sus muñecas, la de la mano derecha, uno de

aquellos garfios circulares que la habían roturado de magulladuras y heridas. Del aro de acero pendía una

breve cadena que conducía a un aro similar ceñido a la muñeca izquierda de otro preso, su vecino de

asiento.

Era el Barbero. Nunca antes se habían cruzado las vidas de estos dos hombres apareados ahora por

argollas metálicas que fueron forjadas gemelas para maniatar a un solo prisionero. El Médico dedicó unos

minutos a descifrar un rostro conocido bajo las facciones abotagadas de su acompañante pero renunció a

ese inútil propósito y se consagró a otear los manteles de la sabana. El Barbero —patillas de prócer y

camisa a cuadros— no miraba hacia la ventanilla ni hacia el Médico. Sus ojos acechaban sin cesar la

cabina del piloto como sus oídos recelosos captaban los ruidos más insignificantes. Era la primera vez que

subía a un avión y, en verdad, no las tenía todas consigo. A cada cabezada entre las nubes agarrotaba ansiosamente

la mano libre sobre el brazo del asiento, como si de esa manera lograse amortiguar la

sensación de caer en un abismo que le crispaba los músculos del abdomen.

Dos hombres igualmente esposados viajaban en los asientos posteriores. El de la ventanilla —barba rubia de Corazón

de Jesús añadida a un perfil satánico de Caronte al timón de su barcaza de condenados sin esperanza— era el

Periodista. Se sabía de memoria las alternativas de aquel paisaje sobre el cual había volado tantas veces cuando era

libre. Ahora lo miraba de reojo, silbaba entre dientes una vieja canción mexicana (¡Si Adelita se fuera con otro...!), o

se inclinaba para hablar a su vecino, el Tenedor de Libros, a quien aventajaba en altura más de la cabeza.

El Tenedor de Libros —bajo de estatura pero ancho de hombros y forzudo como un caletero del puerto— tenía el

cabello blanco aunque era fácil advertir que las canas no definían su edad real, que esas greñas habían cambiado de

color prematuramente. El Periodista y el Tenedor de Libros, afiliados a banderías políticas rivales, sostuvieron agrias

discusiones en tiempos pasados. Un domingo de comicios por un tris no se fueron a las manos a escaso trecho de una

mesa electoral. Se encontraban de nuevo en un avión o galera, mancornado el uno al otro por garabatos férreos,

apersogados en un calabozo de aluminio que cruzaba el cielo rumbo a un destino incierto. Con la primera mirada se

pusieron de acuerdo para olvidar rencillas de una vida anterior. El Periodista rubricó el pacto con estas palabras:

— ¡Compadre, qué viejo te han puesto!

Había un quinto preso en el avión. Era el Capitán —no vestía uniforme pero se traslucía el oficio militar del modo

rígido de sentarse y de la altivez de la quijada—. arrinconado en un asiento de la banda derecha. El Barbero había

tropezado su fotografía en las páginas de una revista. En cuanto al Periodista, lo conocía de cerca, tan de cerca que

llegaron a conspirar juntos en reciente ocasión. Justamente por esa circunstancia no se saludaron al toparse

frente a los muros de la cárcel ni se miraban durante la travesía. El Capitán contemplaba el paisaje con

devoción parecida a la del Médico, no obstante que un ala del avión le cercenaba un buen trozo de lejanía.

Como no hallaron pareja que le sirviera de yunta, los agentes engarzaron el aro libre de sus esposas a un

brazo del asiento.

En el tragaluz del Médico los pajonales se sucedían salpicados de extrañas figuras amarillentas: círculos,

elipses, parábolas de fango en cuyos bordes alazanos se aquerenciaba un matorral oscuro y compacto.

Sobre una carretera de pesebre navideño resbalaba pausadamente un automóvil con dimensiones de

insecto. Luego lo cubrió todo una planicie yerma y angustiosa.

Quince guardianes componían la custodia de los cinco prisioneros. Eran policías jóvenes,

...

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