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Las ideas


Enviado por   •  10 de Noviembre de 2013  •  Tutoriales  •  42.814 Palabras (172 Páginas)  •  187 Visitas

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Las ideas que defiendo no son mías. Las tomé prestadas de

Sócrates, se las birlé a Chesterfield, se las robé a Jesús. Y si no os

gustan sus ideas, ¿las de quién hubierais preferido utilizar?

DALE CARNEGIE

La decisión de ir fue mía; no se puede culpar a nadie más. Cuando me paro a

reconsiderarlo, me resulta casi imposible pensar que yo, el atareado director de una

importante instalación industrial, dejara la fábrica abandonada a su suerte para pasar una

semana en un monasterio al norte de Michigan. Sí, así como suena: un monasterio. Un

monasterio completo, con sus monjes, sus cinco servicios religiosos diarios, sus cánticos, sus

liturgias, su comunión y sus alojamientos comunes; no faltaba detalle.

Quiero que quede claro que me resistí como gato panza arriba. Pero, finalmente, la

decisión de ir fue mía.

«Simeón» es un nombre que me ha perseguido desde que nací. Me bautizaron en la

parroquia luterana de mi barrio y, en la partida de bautismo, podía leerse que los versículos

escogidos para la ceremonia eran del capítulo segundo del Evangelio de Lucas y hablaban de

un tal Simeón. Según Lucas, Simeón era un «hombre justo y piadoso y el Espíritu Santo

estaba sobre él». Al parecer había tenido una inspiración sobre la llegada inminente del

Mesías; aquello era un lío que nunca llegué a entender. Ése fue mi primer encuentro con

Simeón, pero desde luego no había de ser el último.

Me confirmaron en la iglesia luterana al concluir el octavo grado. El pastor había escogido

un versículo para cada uno de nosotros y, cuando me llegó el turno en la ceremonia, leyó en

voz alta el mismo pasaje de Lucas sobre el personaje de Simeón. Recuerdo que en aquel

momento pensé: «Qué coincidencia más curiosa...».

Poco tiempo después —y durante los veinticinco años siguientes—, empecé a tener un

sueño recurrente, que acabó causándome terror. En el sueño, es ya muy entrada la noche, yo

estoy absolutamente perdido en un cementerio y corro para salvar mi vida. Aunque no puedo

ver lo que me persigue, sé que es maligno, algo que quiere hacerme mucho daño. De repente,

de detrás de un gran crucifijo de cemento sale frente a mí un hombre que lleva un hábito

negro con capucha. Cuando me estampo contra él, este hombre viejísimo me coge por los

hombros y, mirándome atentamente a los ojos, me grita: «¡Encuentra a Simeón, encuentra a

Simeón y escúchale!». Llegado a ese punto del sueño me despertaba siempre bañado en sudor

frío.

La guinda fue que el día de mi boda, el sacerdote, en su breve homilía, se refirió al

mismo personaje bíblico: Simeón. Me quedé tan estupefacto que me hice un lío al decir los

votos y pasé bastante mal rato.

Nunca estuve muy seguro de si todas aquellas «coincidencias con Simeón» tendrían

algún sentido, de si significarían algo. Rachael, mi mujer, siempre ha estado convencida de

que sí.

A finales de los años noventa, según todas las apariencias, mi vida era un éxito absoluto.

Trabajaba para una empresa de producción de vidrio plano, de categoría internacional,

en la que ocupaba el puesto de director general de una fábrica de más de quinientos

empleados, con unas cifras de facturación por encima de los cien millones de dólares al año.

La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter

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En la época en que me promocionaron al puesto, yo era el director general más joven en toda

la historia de la compañía, hecho que todavía hoy me enorgullece. La empresa funcionaba de

manera muy descentralizada yeso me concedía una gran autonomía, que yo apreciaba mucho.

Además tenía un sueldo considerable, que incluía una cantidad significativa de dólares en

primas sujeta a la consecución de objetivos determinados y evaluables en la fábrica.

Rachael, que es mi bella esposa desde hace dieciocho años, y yo nos conocimos cuando

estudiábamos en la Universidad de Valparaiso en el norte de Indiana, donde yo me gradué en

Empresariales y ella se licenció en Psicología. Deseábamos con locura tener hijos, pero tuvimos

que luchar contra la esterilidad durante varios años. Nos sometimos a todo tipo de

tratamientos de fecundación, inyecciones, pruebas, exploraciones, punciones, acupuntura,

todo lo habido y por haber... sin ningún resultado. El problema resultaba especialmente

doloroso para Rachael, pero nunca desesperó de tener hijos. Con frecuencia, cuando me

despertaba por la noche, la oía rezar en voz baja pidiendo un hijo.

Más adelante, por una serie de circunstancias poco usuales pero maravillosas, adoptamos

un niño recién nacido. Le llamamos John (por mí), y se convirtió para todos en nuestro niño

«milagro». Dos años más tarde, Rachael se quedó embarazada cuando ya nadie lo esperaba,

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