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Libros Tauro


Enviado por   •  29 de Junio de 2014  •  Informes  •  2.327 Palabras (10 Páginas)  •  330 Visitas

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Toda la gente de nuestra categoría: corredores, tenderos, bancarios y oficinistas de compañías navieras, enseñaban música a sus hijos. Nuestros padres, al no ver salida para mí, idearon una lotería. La montaron sobre los huesos de la gente menor. Odesa quedó afectada por ese delirio más que otras ciudades. Se debía ello a que durante decenios nuestra ciudad suministró niños prodigio a las salas de concierto del mundo. De Odesa salieron Misha Elman, Zimbalist, Gabrilóvich, aquí comenzó Yasha Heifetz.

Al cumplir el niño los cuatro o cinco años, la mamá llevaba a ese ser minúsculo y enclenque al señor Zagurski. Zagurski tenía una fábrica de niños prodigio, una fábrica de enanos judíos con cuellos de encaje y zapatitos de charol. Los encontraba en los tugurios de la Moldavanka y en los patios macilentos del Bazar viejo. Zagurski daba la primera orientación, después los niños eran enviados al profesor Auer de Petersburgo. El alma de aquellos alfeñiques de hinchadas cabezas azules cobijaba una potente armonía. Llegaban a ser virtuosos de fama. Y mi padre quiso darles alcance. Tenía yo catorce años, había rebasado la edad de los niños prodigio, pero por mi estatura y flojedad bien podía pasar por uno de ocho años. En eso estaban todas las esperanzas.

Me llevaron a Zagurski. Por respeto a mi abuelo accedió por muy poco precio: un rublo la clase. Mi abuelo, Leivi-Itsjok, era el hazmerreír de la ciudad y su ornato. Deambulaba con chistera y choclos y arrojaba luz sobre los asuntos más oscuros. Le preguntaban qué era un gobelino, por qué los jacobinos traicionaron a Robespierre, cómo se fabrica la seda artificial, qué es la cesárea. Mi abuelo podía responder a todas esas preguntas. Por respeto a su sabiduría y a su demencia, Zagurski nos cobraba un rublo por clase. Es más, por temor a mi abuelo perdía el tiempo conmigo, porque yo era un caso perdido. Los sonidos se desprendían de mi violín como limaduras de hierro. A mí mismo aquellos sonidos me tronzaban el corazón, pero mi padre no me dejaba en paz. En casa sólo se hablaba de Misha Elman, al que el propio zar liberó del servicio militar. Zimbalist, según las noticias de mi padre, fue presentado al rey de Inglaterra y tocó en el palacio de Buckingham; los padres de Gabrilóvich compraron dos casas en Petersburgo. Los niños prodigio habían enriquecido a sus papás. Mi padre hubiera transigido con la pobreza, pero necesitaba la fama.

—No puede ser —le susurraban los que comían a cuenta suya—, no puede ser que el nieto de un abuelo como ese...

Yo era de distinta opinión. Cuando ensayaba los ejercicios de violín colocaba en el atril un libro de Turguénev o de Dumas y mientras rascaba el instrumento devoraba una página tras otra. De día contaba a los chicos de la vecindad patrañas que de noche pasaba al papel. En nuestra familia la escritura nos venía de herencia. Leivi-Itsjok, que a la vejez se chifló, durante su vida estuvo escribiendo una novela titulada «El hombre sin cabeza». Yo salí a él.

Cargado con la funda y las notas me trasladaba tres veces a la semana a la calle Witte, antes Dvoriánskaya, a casa de Zagurski. Allí, sentadas a lo largo de la pared, hacían cola judías pletóricas de histérico entusiasmo. Sobre sus rodillas débiles soportaban unos violines que en tamaño superaban a quienes llegarían a tocar en el palacio de Buckingham.

Se abría la puerta del santuario. Del despacho de Zagurski salían dando traspiés niños cabezudos, pecosos, de cuello delgado como el tallo de una flor y con rubor epiléptico en las mejillas. La puerta volvía a cerrarse, tragándose al enano siguiente. Tras la pared se desgañitaba cantando y dirigiendo el maestro, con pajarita, rizos peligrosos y piernas flacas. El, gerente de la abominable lotería, poblaba la Moldavanka y los negros callejones del Bazar viejo con espectros del pizzicato y de la cantilena. Después, el viejo profesor Auer sacaba un brillo infernal a aquella solfa.

En aquella secta yo no tenía nada que hacer. Enano como ellos, en la voz de mis antepasados escuché otra sugestión.

Me costó dar el primer paso. Un día salí de casa abrumado con la funda, el violín, las notas y doce rublos —el pago por un mes de aprendizaje. Iba por la calle Nézhinskaya y tenía que torcer a la Dvoriánskaya para llegar hasta la casa de Zagurski, pero tiré por la Tiráspolskaya arriba y aparecí en el puerto. Las tres horas que me correspondían pasaron volando en el muelle Práctico. Era el comienzo de la emancipación. La antesala de Zagurski ya no me vio nunca más. Asuntos más importantes ocuparon mi cabeza. Con mi condiscípulo Nemánov comenzamos a visitar en el barco «Kensington» a un viejo marinero llamado mister Trottibearn. Nemánov, un año más joven que yo, se dedicaba desde los ocho años al negocio más extravagante del mundo. Era un genio de la compraventa y cumplía todo lo que prometía. Hoy es millonario en Nueva York, director de la General Motors Co., una empresa tan potente como la Ford. Nemánov me llevaba consigo porque yo le seguía sin rechistar. El compraba a mister Trottibearn pipas metidas de contrabando. Un hermano del viejo marinero torneaba las pipas en Lincoln.

—Gentlemen —nos decía mister Trottibearn—, recuerden que deben hacer a sus hijos con sus propias manos... Fumar una pipa de fábrica es lo mismo que meterse en la boca el pitorro de una lavativa... ¿Saben quién fue Benvenuto Cellini?... Fue un maestro. Mi hermano de Lincoln podría hablarles de él. Mi hermano no impide vivir a nadie. Pero está convencido de que los niños deben hacerse con las propias manos y no con manos ajenas... No hay más remedio que darle la razón, gentlemen...

Nemánov vendía las pipas de Trottibearn a directores de banca, a cónsules extranjeros y a griegos acaudalados... Obtenía el cien por cien de ganancia.

Las pipas del maestro de Lincoln transpiraban poesía. Cada una contenía una idea, una gota de eternidad. En su boquilla ardía un ojo amarillo, los estuches estaban forrados de raso. Yo probé a imaginarme cómo en la vieja Inglaterra vivía Matews Trottibearn, el último artífice de la pipa, que se resistía a la marcha de las cosas.

—No tenemos más remedio que admitir que los hijos deben ser hechos con nuestras propias manos...

Las olas macizas del espolón me alejaban más y más de nuestra casa con olor a cebolla y a suerte judía. Del muelle Práctico pasé a la otra parte del rompeolas. Allí, en un trozo de banco de arena, se instalaron los muchachos de la calle Primórskaya. Desde la mañana hasta la noche, sin ponerse los pantalones, buceaban por debajo de las chalanas, robaban cocos para la comida y esperaban la hora en que de Jersón y de Kamenka llegaban las

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