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Los Hijos De Sanchez


Enviado por   •  23 de Julio de 2013  •  3.044 Palabras (13 Páginas)  •  470 Visitas

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"El cuarto tenía una cama, donde dormían Faustino y su mujer. Los demás dormíamos sobre pedazos de cartón o en mantas o trapos esparcidos por el suelo. El único mueble era una cómoda rota, sin puertas, y una mesa que por la noche había que llevar a la cocina para lograr más espacio. Socorrito dormía con su marido y sus hijos en un pequeño sitio entre la cama y la pared. Paula y yo tendíamos nuestras cosas a los pies de la cama. Mi cuñada Delila y su hijo dormían al otro lado de Paula, y mi suegra y su marido dormían en el rincón, cerca de la cocina, donde de día estaba la mesa. Era así como trece de nosotros, cinco familias, nos acomodábamos en ese cuartico". Así vivió unos meses Manuel, el primogénito de Jesús Sánchez, en la ciudad de México. Los Sánchez son los protagonistas de un libro del antropólogo norteamericano Oscar Lewis1; una obra que es ciencia, panfleto, documento, novela y quién sabe cuántas cosas más; con certeza, uno de los libros más inquietantes y más penosos escritos sobre las mores de nuestro tiempo.

Lewis ha trabajado largo tiempo en México; su libro inmediatamente anterior -Cinco familias- logró cierta notoriedad en sectores no directamente concernidos con las investigaciones antropológicas; pero Los hijos de Sánchez parece una culminación no sólo metodológica sino literaria. En el prólogo, el autor describe su método de trabajo: una especie de psicoanálisis biográfico respaldado en todo momento por la constancia y la imparcialidad de una grabadora de sonido. Jesús -el padre- y sus hijos Manuel, Roberto, Consuelo y Marta le concedieron al investigador su amistad y su confianza. Sólo así era posible la obtención del documento en bruto; sólo así era posible rebasar la estadística y la generalización para llegar a esta obra en la que participan la inquisición científica y la creación literaria. "De este modo, creo haber soslayado los dos riesgos más frecuentes en el estudio de los pobres, a saber: el exceso de sentimentalismo y la brutalidad (...).

Espero que este método preserve para el lector la satisfacción emocional y la comprensión que el antropólogo experimenta al tratar directamente con sus sujetos, pero que rara vez se trasluce en la jerga formal de las monografías antropológicas".

La prueba de lo anterior: "Me recordaba a una persona que caminara para atrás entre lo oscuro, sin pisar tierra firme. Caminaba y caminaba sin llegar a ninguna parte. Tan sólo movía las piernas para darle a la gente la impresión de que hacía algo. Su mirada estaba fija en las estrellitas que brillaban en el firmamento. Trataba de agarrarlas y cuando lograba coger una, se sentaba entonces en la soledad infinita hasta que su luz dejaba de brillar. Entonces dejaba que la estrella apagada flotara en el aire, e irresistiblemente iba en busca de otra". Así, en un momento de descanso, en un conato de comprensión y de ternura, en una tregua lírica a la recapitulación de hechos penosos, así habla Consuelo de su hermano Manuel. Este es el mayor de la familia: un irresponsable, un débil, un mitómano; haragán, engreído, simpático, ha sido un completo inútil, un cero -cuando no un fastidio- en sus relaciones sociales y en sus relaciones personales. Ha sido protagonista de intrépidos, desastrosos amores, que algo bello hubieron de tener cuando al evocarlos logra decir simplemente: "Cuando salimos [de un hotel] afuera todo nos parecía amarillo: los carros, las casas, los hombres, las mujeres. Ambos nos veíamos pálidos y cansados. Ella se fue a su trabajo, a sólo dos cuadras de allí, y yo al mío". El resto son miserias, imposturas, remordimientos.

Consuelo no es mejor. Como Manuel -y a diferencia de los otros dos hermanos- es inteligente. Es introvertida, soñadora, ambiciosa; es también egoísta e hipócrita. Hace estudios secundarios; inicia una vaga carrera de secretariado; llega a los esplendores del cine y de la televisión, y su experiencia en ellos parece el argumento de una película mexicana. Ama mezquinamente, y la vida se le pasa persiguiendo una vida mejor, mezcla de deseos concretos y de anhelos sentimentales. Cuando tenía doce o trece años salió por vez primera a la Alameda, al centro de la ciudad; no es que la vecindad donde habitaban los Sánchez estuviera muy lejos; se trataba, tan sólo, de que era otro mundo, y de los cuatro hermanos es Consuelo la única que, en verdad, nunca ha pertenecido a él. Ni, desdichadamente, tampoco al otro, al de afuera, al deslumbrante.

Marta, la menor, es la menos arriscada, la más indefensa y, por lo mismo, la más razonablemente infeliz. Roberto lo es también, pero con desmesura; moreno (el padre no lo quiere bien por ese color de su piel) abraza oscuramente la austeridad y la violencia; siempre presta la navaja en cantinas, en riñas de barrio; siempre a su acecho la otra violencia: la policía, los interrogatorios, las cárceles, y su compleja pasión parece prescribirle, tercamente, su propia consumación: el reposo. En suma, cuatro seres humanos deplorables, retoños indignos de Jesús Sánchez, el campesino que si fue capaz de organizar su existencia, de convertir la miseria en que nació en algo parecido al bienestar; sesentón, es dueño de un par de casas, es -y ha sido siempre- capaz de atender a la subsistencia de sus hijos; no sólo de los legítimos, los de su mujer Lenore, sino también los de dos o tres hogares supernumerarios que ha establecido al azar de la soledad o del fastidio. Durante decenios, Jesús no ha dejado un solo día ("salvo los 1º de mayo") de concurrir al restaurante español donde trabaja; y a una sociedad que distaba de serle propicia le ha enfrentado una dureza sin concesiones, un rigor que, casi con tanta frecuencia como el de la propia sociedad, parece inhumano.

Los cuatro hijos de Sánchez atribuyen, en un momento o en otro, buena parte de sus propias vicisitudes a esa calidad de obsidiana de su padre. Sánchez ha puesto en su existencia un temple tal, que, acaso con harta justificación, no deja campo a la indulgencia; a la tolerancia, a la blandura; sus hijos esperaron inútilmente una conmiseración y una complicidad que no podían exigir, que ni siquiera les era lícito postular. Este patán heroico y sufrido no podía condescender; contemporizar con ellos habría sido contemporizar consigo mismo y perderse también él ante el enemigo: ante la ciudad y la nación que no están trazadas, ni delimitadas, ni organizadas para acoger o justificar a Sánchez o a los de su especie.

Porque en el libro, además de los tristes hijos de Sánchez, aparece un personaje mucho más sórdido: México. Recientemente se ha vuelto casi tópico, entre autores de izquierda y de derecha por igual, criticar los vicios de la organización socioeconómica

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