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Ojos de judas

Shayuri Saovi Ccacyaccoa QuispeSíntesis23 de Julio de 2021

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Los ojos de Judas

Abraham Valdelomar

I

El puerto de Pisco aparece en mis recuerdos como una mansísima aldea, cuya belleza  serena y extraña acrecentaba el mar. Tenía tres plazas. Una, la principal, enarenada, con  una suerte de pequeño malecón, barandado de madera, frente al cual se detenía el carro  que hacía viajes "al pueblo"; otra, la desolada plazoleta donde estaba mi casa, que tenía  por el lado de oriente una valla de toñuces; y la tercera, al sur de la población, en la que  había de realizarse esta tragedia de mis primeros años.

En el puerto yo lo amaba todo y todo lo recuerdo porque allí todo era bello y  memorable. Tenía nueve años, empezaba el camino sinuoso de la vida, y estas primeras  visiones de las cosas, que no se borran nunca, marcaron de manera tan dulcemente  dolorosa y fantástica el recuerdo de mis primeros años que así formóse el fondo de mi  vida triste. A la orilla del mar se piensa siempre; el continuo ir y venir de olas; la  perenne visión del horizonte; los barcos que cruzan el mar a lo lejos sin que nadie sepa  su origen o rumbo; las neblinas matinales durante las cuales los buques perdidos pitean  clamorosamente, como buscándose unos a otros en la bruma, cual ánimas desconsoladas  en un mundo de sombras; las "paracas", aquellos vientos que arrojan a la orilla a los  frágiles botes y levantan columnas de polvo monstruosas y livianas; el ruido cotidiano  del mar, de tan extraños tonos, cambiantes como las horas; y a veces, en la apacible  serenidad marina, el surgir de rugidores animales extraños, tritones pujantes, hinchados,  de pequeños ojos y viscosa color, cuyos cuerpos chasquean las aguas al cubrirlos  desordenadamente.

En las tardes, a la caída del sol, el viaje de los pájaros marinos que vuelven del norte, en  largos cordones, en múltiples líneas, escribiendo en el cielo no sé qué extrañas palabras.  Ejércitos inmensos de viajeros de ignotas regiones, de inciertos parajes que van hacia el  sur agitando rítmicamente sus alas negras, hasta esfumarse, azules, en el oro  

crepuscular. En la noche, en la profunda oscuridad misteriosa, en el arrullo solemne de  las aguas, vanas luces que surgen y se pierden a lo lejos como vidas estériles... En mi  casa, mi dormitorio tenía una ventana que daba hacia el jardín cuya única vid

desmedrada y raquítica, de hojas carcomidas por el salitre, serpenteaba agarrándose en  los barrotes oxidados. Al despertar abría yo los ojos y contemplaba, tras el jardín, el  mar. Por allí cruzaban los vapores con su plomiza cabellera de humo que se diluía en el  cielo azul. Otros llegaban al puerto, creciendo poco a poco, rodeados de gaviotas que  flotaban a su lado como copos de espuma y, ya fondeados, los rodeaban pequeños  botecillos ágiles. Eran entonces los barcos como cadáveres de insectos, acosados por  hormigas hambrientas.

Levantábame después del beso de mi madre, apuraba el café humeante en la taza  familiar, tomaba mi cartilla e íbame a la escuela por la ribera. Ya en el puerto, todo era  luz y movimiento. La pesada locomotora, crepitante, recorría el muelle. Chirriaban  como desperezándose los rieles enmohecidos, alistaban los pescadores sus botes, los  fleteros empujaban sus carros en los cuales los fardos de algodón hacían pirámide,  sonaba la alegre campana del "cochecito"; cruzaban en sus asnos pacientes y lanudos,  sobre los hatos de alfalfa, verde y florecida en azul, las mozas del pueblo; llevaban otras  en cestos de caña brava la pesca de la víspera, y los empleados, con sus gorritas blancas  de viseras negras, entraban al resguardo, a la capitanía, a la aduana y a la estación del  ferrocarril. Volvía yo antes del mediodía de la escuela por la orilla cogiendo conchas,  huesos de aves marinas, piedras de rara color, plumas de gaviotas y yuyos que eran  cintas multicolores y transparentes como vidrios ahumados, que arrojaba el mar.

II

Mi padre que era empleado en la Aduana tenía un hermoso tipo moreno. Faz tranquila,  brillante mirada, bigote pródigo. Los días de llegada de algún vapor vestíase de blanco y  en la falúa rápida, brillante y liviana, en cuya popa agitada por el viento ondeaba la  bandera, iba mar afuera a recibirlo. Mi madre era dulcemente triste. Acostumbraba  llevarnos todas las tardes a mi hermanita y a mí a la orilla a ver morir el sol. Desde allí  se veía el muelle, largo con sus aspas monótonas, sobre las que se elevaban las efes de  sus columnas, que en los cuadernos, en la escuela, nosotros pintábamos así: Pues de los ganchitos de las efes pendían los faroles por las noches. Mi padre volvía por  el muelle, al atardecer, nos buscaba desde lejos, hacíamos señales con los pañuelos y él  perdíase un momento tras de las oficinas al llegar a tierra para reaparecer a nuestro lado.  Juntos veíamos entonces "la procesión de las luces" cuando el sol se había puesto y el  mar sonaba ya con el canto nocturno muy distinto del canto del día. Después de la  procesión regresábamos a casa y durante la comida papá nos contaba todo lo que había  hecho en la tarde.

Aquel día, como de costumbre, habíamos ido a ver la caída del sol y a esperar a papá.  Mientras mi madre sobre la orilla contemplaba silenciosa el horizonte, nosotros  jugábamos a su lado, con los zapatos enarenados, fabricando fortalezas de arena y  piedras, que destruían las olas al desmayarse junto a sus muros, dejando entre ellos su  blanquísima espuma. Lentamente caía la tarde. De pronto mamá descubrió un punto en  el lejano límite del mar.

–¿Ven ustedes? -nos dijo preocupada- ¿no parece un barco?

–Sí, mamá, respondí. Parece un barco...

–¿Vendrá papá? -interrogó mi hermana.

–Él no comerá hoy con nosotros, seguramente, agregó mi madre. Tendrá que recibir ese  barco. Vendrá de noche. El mar está muy bravo. Y suspiró entristecida... El sol se ahogó en sangre en el horizonte. El barco se divisó perfectamente recortado en  el fondo ocre. Sobre el puerto cayó la noche. En silencio emprendimos la vuelta a casa,  mientras encendían el faro del muelle y desfilaba "la procesión de las luces".

Así decíamos a un carro lleno de faroles que salía de la capitanía y era conducido sobre  el muelle por un marinero, quien a cada cincuenta metros se detenía, colocando sobre  cada poste un farol hasta llegar al extremo del muelle extendido y lineal; mas, como esta  operación hacíase entrada la noche, sólo se veían avanzando sobre el mar, las luces, sin  que el hombre ni el carro ni el muelle se viesen, lo que daba a ese fanal un aspecto  extraño y quimérico en la profunda oscuridad de esas horas.

Parecía aquel carro un buque fantasma que flotara sobre las aguas muertas. A cada  cincuenta metros se detenía, y una luz suspendida por invisible mano iba a colgarse en  lo alto de un poste, invisible también. Así, a medida que el carro avanzaba, las luces  iban quedando inmóviles en el espacio como estrellas sangrientas; y el fanal iba  disminuyendo su brillor y dejando sus luces a lo largo del muelle, como una familia  cuyos miembros fueran muriendo sucesivamente de una misma enfermedad. Por fin la  última luz se quedaba oscilando al viento, muy lejos, sobre el mar que rugía en las  profundas tinieblas de la noche.

Cuando se colgó el último farol, nosotros, cogidos de la mano de mi madre,  abandonamos la playa tornando al hogar. La criada nos puso los delantales blancos. La  comida fue en silencio. Mamá no tomó nada. Y en el mutismo de esa noche triste, yo  veía que mamá no quitaba la vista del lugar que debía ocupar mi padre, que estaba  intacto con su servilleta doblada en el aro, su cubierto reluciente y su invertida copa.  Todo inmóvil. Sólo se oía el chocar de los cubiertos con los platos o los pasos apagados  de la sirviente, o el rumor que producía el viento al doblar los árboles del jardín. Mamá  sólo dijo dos veces con su voz dulce y triste:

–Niño, no se toma así la cuchara...

–Niña, no se come tan de prisa...

III

Papá debió volver muy tarde, porque cuando yo desperté en mi cama, sobresaltado al oír  una exclamación, sonaron frías, lejanas, las dos de la madrugada. Yo no oí en detalle la  conversación, de mis padres; pero no puedo olvidar algunas frases que se me han  quedado grabadas profundamente.

–¡Quién lo hubiera creído! -decía papá-. Tú conoces a Luisa, sabes cuán honorable y  correcto es su marido...

–¡No es posible, no es posible! -respondió mi madre, con voz medrosa. –Ojalá no lo fuese. Lo cierto es que Fernando está preso; el juez cogió al niño y  amenazó a Luisa con detenerlo si ella no decía la verdad, y ya ves, la pobre mujer lo ha  declarado todo. Dijo que Fernando había venido a Pisco con el exclusivo objeto de  perseguir a Kerr, pues había jurado matarlo por una vieja cuestión de honor... –¿Y ella ha delatado a su marido? ¡Qué horrible traición, qué horrible! –¿Y qué cuestión ha sido esa?...

–No ha querido decirlo. Pero, admírate. Esto ha ocurrido a las cuatro de la tarde; Kerr  ha muerto a las cinco a consecuencia de la herida, y cuando trasladaban su cadáver se  promovió en la calle un gran tumulto, oímos gritos y exclamaciones terribles, fuimos  hacia allí y hemos visto a Luisa gritar, mesarse los cabellos y, como loca, llamar a su  hijo. ¡Se lo habían robado!

–¿Le han robado a su hijo?

Sentí los sollozos de mi madre. Asustado me cubrí la cabeza con la sábana y me puse a  rezar, inconsciente y temeroso, por todos esos desdichados a quienes no conocía. –Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, Bendita eres...

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