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Solo Para Fumadores


Enviado por   •  2 de Julio de 2014  •  11.071 Palabras (45 Páginas)  •  311 Visitas

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Ribeyro: 'Sólo para fumadores'

PUBLICADO: 2014-05-31

Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), uno de nuestros mejores escritores, mientras estuvo con vida no alcanzó el debido reconocimiento que su obra —hoy tan apreciada—, merecía por la calidad que destilaba. Si bien obtuvo algunos premios en nuestro país (el Nacional de Novela en 1960, el Nacional de Literatura en 1983 y el Nacional de Cultura en 1993), recién en 1994, pocos días antes de su fallecimiento, le sería otorgado el Juan Rulfo.

Conforme ha continuado el 'descubrimiento' de Ribeyro a nivel mundial (autores como el español Enrique Vila-Matas o el chileno Alejandro Zambra, solo por dar un par de nombres, han encontrado en Ribeyro a una figura de total admiración), el tiempo, en una suerte de justicia poética, ha hecho que en torno al autor de La palabra del mudo y Las prosas apátridas surja entre sus lectores un fanatismo de una naturaleza que los lleva a encontrar en sus textos y en su persona un sólido y genuino soporte ante los vaivenes del mundo de hoy.

De allí que, también, se haya terminado creando una mitología conformada por elementos de lo más diversos: los acantilados de Miraflores, las buhardillas parisinas, las viejas azoteas de Lima, las máquinas de escribir, el vino y —cómo no mencionarlo— los cigarrillos.

Por ello, a continuación decidimos compartir con ustedes uno de los relatos más apreciados de Ribeyro: 'Sólo para fumadores'. Cuento que se alimenta claramente de su propia experiencia como empedernido fumador, un hecho que —no hay que dejar de anotar— lo llevó a la tumba, pues Ribeyro padeció de cáncer al pulmón, pero que revela entre sus líneas la lucha de un sujeto, no contra una adicción específica, sino contra una realidad dispuesta a despojarle de uno de sus más preciados tesoros: la decisión de cómo llevar (y acabar con) su vida.

***

SÓLO PARA FUMADORES

por Julio Ramón Ribeyro

Sin haber sido un fumador precoz, a partir de cierto momento mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos. De mi período de aprendizaje no guardo un recuerdo muy claro, salvo del primer cigarrillo que fumé, a los catorce o quince años. Era un pitillo rubio, marca Derby, que me invitó un condiscípulo a la salida del colegio. Lo encendí muy asustado, a la sombra de una morera y después de echar unas cuantas pitadas me sentí tan mal que estuve vomitando toda la tarde y me juré no repetir la experiencia.

Juramento inútil, como otros tantos que lo siguieron, pues años más tarde, cuando ingresé a la universidad, me era indispensable entrar al Patio de Letras con un cigarrillo encendido. Metros antes de cruzar el viejo zaguán ya había chasqueado la cerilla y alumbrado el pitillo. Eran entonces los Chesterfield, cuyo aroma dulzón guardo hasta ahora en mi memoria. Un paquete me duraba dos o tres días y para poder comprarlo tenía que privarme de otros caprichos, pues en esa época vivía de propinas. Cuando no tenía cigarrillos ni plata para comprarlos se los robaba a mi hermano. Al menor descuido ya había deslizado la mano en su chaqueta colgada de una silla y sustraído un pitillo. Lo digo sin ninguna vergüenza, pues él hacía lo mismo conmigo. Se trataba de un acuerdo tácito y además de una demostración de que las acciones reprensibles, cuando son recíprocas y equivalentes, crean un statu quo y permiten una convivencia armoniosa.

Al subir de precio, los Chesterfield se volatilizaron de mis manos y fueron remplazados por los Inca, negros y nacionales. Veo aún su paquete amarillo y azul con el perfil de un inca en su envoltura. No debía ser muy bueno este tabaco, pero era el más barato que se encontraba en el mercado. En algunas pulperías los vendían por medios paquetes o por cuartos de paquete, en cucuruchos de papel de seda. Era vergonzoso sacar del bolsillo uno de estos cucuruchos. Yo siempre tenía una cajetilla vacía en la que metía los cigarrillos comprados al menudeo. Aun así los Inca eran un lujo comparados con otros cigarrillos que fumé en esos tiempos, cuando mis necesidades de tabaco aumentaron sin que ocurriera lo mismo con mis recursos: un tío militar me traía del cuartel cigarrillos de tropa, amarrados en sartas como si fuesen cohetes, producto repugnante, donde se encontraban pedazos de corcho, astillas, pajas y unas cuantas hebras de tabaco. Pero no me costaban nada, y se fumaban.

No sé si el tabaco es un vicio hereditario. Papá era un fumador moderado, que dejó el cigarrillo a tiempo cuando se dio cuenta de que le hacía daño. No guardo ningún recuerdo de él fumando, salvo una noche en que no sé por qué capricho, pues hacía años que había renunciado al tabaco, cogió un pitillo de la cigarrera de la sala, lo cortó en dos con unas tijeritas y encendió una de las partes. A la primera pitada lo apagó diciendo que era horrible. Mis tíos en cambio fueron grandes fumadores y es conocida la importancia que tienen los tíos en la transmisión de hábitos familiares y modelos de conducta. Mi tío paterno George llevaba siempre un cigarrillo en los labios y encendía el siguiente con la colilla del anterior. Cuando no tenía un cigarrillo en la boca tenía una pipa. Murió de cáncer al pulmón. Mis cuatro tíos maternos vivieron esclavizados por el tabaco. El mayor murió de cáncer a la lengua, el segundo de cáncer a la boca y el tercero de un infarto. El cuarto estuvo a punto de reventar a causa de una úlcera estomacal perforada, pero se recuperó y sigue de pie y fumando.

De uno de estos tíos maternos, el mayor, guardo el primer y más impresionante recuerdo de la pasión por el tabaco. Estábamos de vacaciones en la hacienda Tulpo, a ocho horas a caballo de Santiago de Chuco, en los Andes septentrionales. A causa del mal tiempo no vino el arriero que traía semanalmente provisiones a la hacienda y los fumadores quedaron sin cigarrillos. Tío Paco pasó dos o tres días paseándose desesperado por las arcadas de la casa, subiendo a cada momento al mirador para otear el camino de Santiago. Al fin no pudo más y a pesar de la oposición de todos (para que no ensillara un caballo escondimos las llaves del cuarto de monturas), se lanzó a pie rumbo a Santiago, en plena noche y bajo un aguacero atroz. Apareció al día siguiente, cuando terminábamos de almorzar. Por fortuna se había encontrado a medio camino con el arriero. Entró al comedor empapado, embarrado, calado de frío hasta los huesos, pero sonriente, con un cigarrillo humeando entre los dedos.

Cuando ingresé a la facultad de Derecho conseguí un trabajo por horas donde un abogado y pude disponer así de los medios necesarios para asegurar mi consumo de tabaco.

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