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Stephen King Eso


Enviado por   •  10 de Noviembre de 2013  •  11.357 Palabras (46 Páginas)  •  626 Visitas

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ABUELA

STEPHEN KING

La madre de George fue hasta la puerta, vaciló un instante y volvió para acariciarle el pelo.

—No quiero que te preocupes —dijo—. No te pasará nada. Y a Abuela, tampoco.

—Claro que no me pasará nada. Dile a Buddy que se lo tome con filosofía.

—¿Cómo?

George sonrió.

—Que esté tranquilo.

—Ah, qué gracioso —sonrió también, con una sonrisa distraída, como si no sonriera a nadie en particular—. George, ¿estás seguro...?

—Todo saldrá bien.

«¿Estás seguro de qué? ¿Estás seguro de que no te asusta quedarte a solas con Abuela? ¿Qué es lo que iba a preguntar?»

Si era eso, la respuesta era no. Después de todo, ya no tenía seis años, como cuando llegaron de Maine para cuidar a Abuela y gritó de terror cuando ésta le tendió sus enormes brazos desde aquel sillón de vinilo blanco que olía siempre a huevos pasados por agua y aquel polvo dulzón que Mami le ponía en la piel. Abuela abría sus blancos brazos para estrecharlo contra su inmenso cuerpo de elefante. A Buddy ya le había tocado el turno, se había dejado engullir por el ciego abrazo de Abuela y había salido con vida de la experiencia..., pero Buddy tenía dos años más que él.

Ahora Buddy estaba ingresado en el Hospital CMG de Lewiston, con una pierna rota.

—¿Tienes el número del médico, por si pasara algo? Que no pasará, ¿verdad?

—Verdad —contestó George, sonriente, tragando con la garganta seca. ¿Resultaba natural su sonrisa? Seguro, seguro que sí. Además, ya no le temía a Abuela. Después de todo, ya no tenía seis años. Mami se iba al hospital para ver a Buddy y él se quedaba y «se lo tomaba con filosofía». No había problema en pasar algún tiempo a solas con Abuela.

Mami fue hasta la puerta por segunda vez, dudó nuevamente y retrocedió una vez más, con aquella sonrisa dirigida a nadie en particular.

—Si se despierta y te pide la infusión...

—Ya sé —contestó George, vislumbrando la preocupación de Mami y su aprensión, bajo aquella sonrisa distraída. Estaba preocupada por Buddy, Buddy y su estúpida Liga Pony. El entrenador había llamado diciendo que Buddy se había hecho daño durante un partido en el gimnasio. George se acababa de enterar de la noticia. Había vuelto de la escuela y estaba engullendo una galleta y un vaso de leche con cacao, cuando oyó a su madre al teléfono con voz entrecortada:

—¿Herido? ¿Buddy? ¿Muy grave?

—Ya sé lo que tiene Buddy, Mami. Es muy fácil. Se llama transpiración negativa. Anda, vete.

—Sé buen chico, George y no te asustes. Abuela ya no te asusta, ¿verdad?

George carraspeó, sonriendo. Le gustó su propia sonrisa, la sonrisa de un chico que «se lo tomaba con filosofía», la sonrisa de un chico que lo entendía todo, la sonrisa de un chico que había dejado atrás los seis años definitivamente. Tragó saliva. Era una gran sonrisa, pero, un poco más allá, en la oscuridad, sentía la garganta muy seca, como forrada de algodón.

—Dile a Buddy que siento que se haya roto la pierna.

—De tu parte —contestó Mami y se dirigió hacia la puerta de nuevo. El sol de las cuatro de la tarde entró en un haz oblicuo por la ventana—. Gracias a Dios, suscribimos el seguro de deportes, Georgie. Porque no sé qué hubiéramos hecho ahora sin él.

—Dile que confío en que le haya dado una buena tunda a ese imbécil.

Mami volvió a sonreír, distraída, una mujer de más de cincuenta años, con dos hijos pequeños, uno de trece, otro de once, y sin marido. Finalmente, Mami abrió la puerta y un fresco susurro de octubre se coló en la casa.

—Y recuerda, el doctor Arlinder...

—Sí, Mami —dijo George—. Será mejor que te vayas; si no, llegarás cuando ya le hayan puesto el yeso.

—Seguramente Abuela dormirá todo el tiempo—añadió Mami—. Te quiero, Georgie, eres un buen hijo— y cerró la puerta.

George fue hasta la ventana y vio cómo Mami se acercaba a toda prisa al viejo Dogde del 69, que gastaba demasiada gasolina y demasiado aceite, mientras hurgaba en el bolso en busca de las llaves.

Ahora, ya fuera de la casa y sin saber que George la observaba, la sonrisa distraída se esfumó y sólo quedó una mujer distraída... distraída y preocupada por Buddy. George estaba preocupado por ella. En cambio, Buddy no le inspiraba exactamente lo mismo. Buddy, que se divertía siempre tirándolo al suelo y sentándose encima, aplastándole los hombros con las rodillas, mientras le golpeaba con una cuchara en la frente hasta volverlo loco. Buddy llamaba a aquel estúpido juego la Cuchara de la Tortura del Bárbaro Chino y se reía como un endemoniado hasta hacer llorar a George. Buddy, que otras veces se divertía aplicándole la Quemadura de la Cuerda India tan fuerte que el brazo de George se llenaba de minúsculas gotitas de sangre en los poros, como el rocío en la hierba al amanecer. Buddy, que una noche había escuchado con tanto interés que a George le gustaba Heather MacArdle, y al que en la mañana siguiente le faltó tiempo para correr por todo el patio de la escuela a la hora del recreo, gritando: ¡HEATHER Y GEORGE ESTÁN EN LA COLA, DÁNDOSE BESOS TODA LA NOCHE, PRIMERO EL AMOR, LUEGO LA BODA Y AL FINAL UN NIÑO EN UN CARRICOCHE!, como una locomotora a toda marcha. Sabía que una pierna rota no duraba toda la vida, pero también que Buddy le dejaría en paz al menos, mientras aquello durase. A ver si ahora me vas a dar con la Cuchara de la Tortura del Bárbaro Chino con la pierna enyesada, Buddy. Claro que sí, chaval, te voy a dar con ella

CADA DÍA.

El Dodge retrocedió hasta la carretera, mientras su madre miraba a ambos lados, aunque no había tráfico, porque nunca pasaba nadie por allí. Tenía que recorrer dos kilómetros entre cercas y hondonadas hasta encontrar la carretera principal y, después, diecinueve kilómetros hasta Lewiston.

El coche arrancó y se alejó por el camino, levantando

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