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Tema de el herrero de la luna llena

vivi01Resumen16 de Enero de 2016

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EL HERRERO DE LA LUNA LLENA

María Isabel Molina


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© Del texto: 2003, Isabel Molina

© De las ilustraciones: 2003, Emil Markov

© De esta edición:

2003, Santillana Ediciones Generales, S. L.

Torrelaguna, 60. 28043 Madrid

Teléfono: 91 744 90 60

• Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de Ediciones

Beazley, 3860. 1437 Buenos Aires

• Editorial Santillana, S. A. de C.V.

Avda. Universidad, 767. Col. Del Valle,

México D.F. C.P. 03100

• Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.

Calle 80, n° 10-23. Santafé de Bogotá-Colombia

ISBN: 84-204-6577-1

Depósito legal: M-26.187-2004

Printed in Spain - Impreso en España por

Rógar S. A., Navalcarnero (Madrid)

Primera edición: septiembre 2003

Tercera edición: junio 2004

Editora:

Marta Higueras Díez

Diseño de la colección:

Manuel Estrada


El herrero de la

luna llena


Mª Isabel Molina

Ilustraciones de Emil Markov

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Índice

        6

        10

        14

        18

        23

        28

        31

        35

        39

        42

        46

        52

        56

        62

        67

        71

        75

        79

        82


Introducción

Desde los tiempos prehistóricos, tuvieron privilegios los herreros, los hombres que dominaban el fuego hasta convertirlo en su servidor; eran libres para viajar, para cambiar de tierra, de rey y de señor y siempre eran bien recibidos y respetados. Eran los que sabían —en un proceso entre misterioso y mágico—, convertir el mineral en lingotes, trabajar el cobre y el oro, la plata y el estaño; los que conocían las proporciones de mezclas y aleaciones, los que recogían y guardaban los restos de aerolitos para conseguir mejores aceros; eran artesanos expertos que fabricaban sonoras campanas de bronce, espadas y arados, joyas de oro y plata y humildes vasijas de estaño. Los más sabios de entre ellos, los alquimistas, se esforzaron en fundir y refinar una y otra vez los metales en la imposible búsqueda del metal más noble. Herreros fueron los antiguos dioses, como Vulcano en Roma o Thor en Germania.

Tanto los herreros como los constructores guardaban fielmente los secretos del oficio y las reuniones de sus gremios eran las responsables de su protección. Antiguos secretos, eficaces para realizar su trabajo y que se debían guardar de los extraños. Secretos que se adornaban de fórmulas mágicas y que los oficiales y los maestros repetían con exactitud y en muchos casos sin entenderlos del todo. Desde nuestra tecnología, desde nuestras fórmulas matemáticas, que los ordenadores calculan en segundos, debemos intentar comprender la maravillada sorpresa que, ante las altas naves de las catedrales que aún hoy nos dejan sin aliento, experimentaban los hombres y mujeres de la Edad Media.

Ya antes de que la historia se escribiese, la ruta que señala la Vía Láctea, el camino de las estrellas que lleva al océano, al Finisterre, fue camino de peregrinaciones. Antes de que el sepulcro del apóstol Santiago atrajese a los peregrinos de Europa, ya los herreros y los antiguos maestros constructores habían recorrido el camino y levantado sus puentes y sus edificios de piedra, sembrándolo de pueblos con el nombre de «oca» o de «ganso», el animal sabio que era su símbolo.

Alfonso VI, el rey del principio de siglo XII, protector del camino, casó cinco veces pero sólo tuvo un hijo varón que murió adolescente en la guerra contra los almorávides. Quiso ser un rey moderno, victorioso contra los árabes, que abrió sus reinos a la corriente de los peregrinos. El Camino de Santiago está salpicado de pueblos que se llaman Villafranca —villas de francos, villas libres— las tierras despobladas que el rey entregaba a los emigrantes que llegaban de más allá de los Pirineos.

Su heredera fue Urraca, su hija, viuda de Raimundo de Borgoña, casada otra vez con Alfonso I el Batallador, rey de Aragón. Urraca tenía un hijo de su primer matrimonio llamado también Alfonso, Alfonso Raimúndez, que será el VII de Castilla cuando sea rey.

Cuando Yago de Lavalle peregrina a Santiago, Alfonso el Batallador y su mujer, la reina Urraca, están separados. El matrimonio fracasó. Alfonso Raimúndez, que se ha educado en Galicia, ha encerrado a su madre en un monasterio y se ha proclamado rey de Castilla y León. Alfonso el Batallador también reclama sus derechos al trono como esposo de la reina Urraca y se hace llamar VII de Castilla. (Hay dos reyes distintos con el mismo nombre). El rey de Aragón y sus caballeros atacan esporádicamente la frontera de los dos reinos, la Rioja, que quiere incorporar a su reino de Aragón. Otros caballeros, con el pretexto de defender los derechos de la reina Urraca, saquean villas y aldeas; el rey Alfonso Raimúndez intenta imponer su autoridad. La situación casi es de guerra civil. El pueblo sufre. Los peregrinos son como un río que todas las primaveras inunda el camino.

Yago, su familia, su viaje, Teresa y la conjuración de los constructores son imaginarios. Son reales, el ambiente, las circunstancias, el fascinante personaje de San Juan de Ortega, el Camino... un camino que los herreros obligan a hacer a Yago y que, en cierta forma, todos debemos hacer en nuestra vida.


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I

Veinte años antes

El conde Guillén de Lavalle recibió a los hombres en el gran salón, sentado en la silla tallada que, sobre una tarima, presidía la estancia y que había hecho colocar sobre la valiosa alfombra de lana que se trajera del sur como botín en el año anterior. Hacía frío, siempre hacía frío en el gran salón atravesado por las corrientes de aire. Aunque no tenía dinero para ello y llevaban meses quemando brezo, piñas y ramas, el conde Guillén había ordenado encender con troncos enteros la enorme chimenea en la que cabía un hombre de pie. Llevaba su mejor túnica, de lana sin teñir de aquel color hueso tan de moda aquel año, y un manto bordado. En el dedo se había puesto la vieja sortija de sello que había sido de su padre y de su abuelo y, antes de ellos, de algún antiguo romano, a juzgar por la inscripción casi borrada que estaba grabada en el interior. Guillén de Lavalle necesitaba de aquellos hombres, y la experiencia le había enseñado que la mejor forma de conseguir un buen trato era aparentar riqueza y no mostrar un excesivo interés.

Los hombres avanzaron hasta el centro del gran salón antes de detenerse y saludar con una inclinación de cabeza. Vestían zamarras de piel de cordero sin mangas, con el pelo al exterior. No llevaban túnica, sino calzones de cuero y abarcas en los pies. Olían a humo, a sudor y a cuero mal curtido, y formaban un grupo recio y maloliente en el centro del salón.

El conde Guillén dudó si ofrecerles vino. Luego decidió seguir en su papel de gran señor.

—Bienvenidos a Lavalle —saludó.

Uno de los visitantes se adelantó al grupo. Era un hombre mayor, de escasa estatura. Se quitó el gorro de lana que llevaba en la cabeza antes de hablar descubriendo unos cabellos entrecanos y un parche de cuero que le tapaba un ojo y se sujetaba con unas estrechas correas a la cabeza.

—Nos habéis mandado llamar, buen conde.

—Así es, maese Lucas —asintió el conde Guillén—. Los señores francos se agitan en el norte y, en cuanto llegue la primavera, el rey moro de Zaragoza amenazará el sur. Nuestro rey tendrá que guerrear contra el moro y necesitará todos sus hombres. Por otra parte, este condado es la fortaleza que guarda el reino por el norte. Necesito de vuestras artes. Para la próxima luna llena, mis hombres precisan una nueva partida de espadas, recias y bien forjadas.

Una chispa de inteligencia prendió un momento en el único ojo del hombre llamado maese Lucas. Un leve murmullo corrió entre los hombres, que se miraron unos a otros.

Maese Lucas avanzó un paso más e hizo una inclinación.

—No nos dais mucho tiempo, señor, pero ése es nuestro oficio. Hincharemos los fuelles y pondremos nuestras fraguas a trabajar, y dentro de una luna tendréis espadas nuevas, recién forjadas, para armar a vuestros hombres.

Guillén de Lavalle tragó saliva. Hasta aquel momento todo había ido bien, con la cortesía que reclamaba la costumbre. Ahora llegaba lo difícil. Guillén necesitaba con urgencia las espadas para defender sus tierras del señor franco de más allá de las montañas, que le invadiría en cuanto los ríos se deshelasen; pero no tenía ni un sueldo para pagar el trabajo. Tal vez más adelante, cuando hubiese derrotado a los francos, si conseguía un buen botín o si sus labradores y sus siervos, aprovechando la paz, tenían una buena cosecha, podría pagar con creces el trabajo, pero hasta entonces no tendría dinero y los herreros no trabajarían bajo su palabra; él no había faltado nunca a sus promesas, pero todos los artesanos sabían que la palabra de pago de un señor se podía aplazar indefinidamente.

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