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Alfred Adler

marbella198525 de Junio de 2013

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La educación después de Auschwitz

No puedo entender que se le haya prestado tan poca atención hasta hoy. Explicar esto tendría algo de monstruoso, ante la monstruosidad de lo sucedido. Sin embargo, el hecho de que se haya tomado tan poca conciencia de esta exigencia y de los interrogantes que plantea, revela que esa monstruosidad no ha penetrado bastante en la mente de los hombres, y eso es en sí mismo un síntoma de que, en lo que se refiere al estado de conciencia e inconsciencia de éstos, la posibilidad de la repetición aún permanece. Cualquier debate sobre ideales de educación es insignificante e insustancial frente a esto: que Auschwitz no se repita.

Aquello fue la barbarie, contra la cual toda educación dirige sus esfuerzos. Se habla de la amenaza de recaer en la barbarie. Pero no es una amenaza: Auschwitz fue esa recaída. Y la barbarie subsistirá mientras perduren en lo esencial las condiciones que produjeron aquella recaída. Precisamente, esto es lo terrible. La presión social sigue pesando, aunque hoy se oculta el peligro. Arrastra a los hombres a lo indescriptible, a aquello que en una escala histórico-universal llegó a su punto máximo con Auschwitz. Entre las ideas de Freud que, sin duda, pueden aplicarse a la cultura y a la sociología, una de las más profundas es, a mi juicio, que la civilización engendra por sí misma la anti-civilización, y la refuerza cada vez más. Debería prestarse mayor atención a sus obras El malestar en la cultura y Psicología de las masas y análisis del yo, precisamente en relación con Auschwitz. Si la barbarie está instalada en el principio mismo de la civilización, entonces la lucha contra ella tiene algo de desesperado.

Cualquier reflexión sobre la manera de impedir la repetición de Auschwitz es oscurecida por la idea de que debemos tomar conciencia de ese carácter desesperado, si no queremos caer en los lugares comunes idealistas. Sin embargo, debemos intentarlo, sobre todo porque la estructura básica de la sociedad, así como sus miembros, son hoy los mismos que hace veinticinco años. Millones de inocentes –calcular las cifras o regatear acerca de ellas es indigno del hombre– fueron sistemáticamente exterminados. Nadie tiene derecho a invalidar este hecho como si hubiera sido un fenómeno superficial, una aberración en el curso de la historia, irrelevante frente a la tendencia general del progreso, de la ilustración, del presunto avance de la humanidad. El solo hecho de que tuviera lugar es una expresión de una tendencia social extraordinariamente poderosa. Que sucediera es por sí solo una expresión de una tendencia social extraordinariamente poderosa. Y aquí mencionaré un hecho que, en forma significativa, apenas parece ser conocido en Alemania, aunque proporcionó el material para un best-seller como Los cuarenta días del Musa Dagh de Franz Werfel. Ya en la Primera Guerra Mundial, los turcos –el movimiento llamado de los Jóvenes Turcos, dirigido por Enver Pachá y Taleat Pachá– asesinó a más de un millón de armenios. Al parecer, las más altas autoridades militares y del gobierno de Alemania se enteraron de la matanza, pero guardaron un estricto silencio al respecto. El genocidio hunde sus raíces en la resurrección del nacionalismo agresivo que se desarrolló en muchos países desde finales del siglo XIX. Por otro lado, no se puede negar que el invento de la bomba atómica, capaz de aniquilar literalmente de un solo golpe a centenares de miles de personas, pertenece al mismo contexto histórico que el genocidio. El brusco crecimiento de la población suele denominarse hoy “explosión demográfica”. Es como si la fatalidad histórica preparara contra-explosiones para frenar la explosión demográfica: la matanza de pueblos enteros. Esto es sólo para indicar hasta qué punto las fuerzas contra las que hay que actuar son las del curso que sigue la historia mundial.

Como la posibilidad de transformar las condiciones objetivas, es decir, las sociales y políticas, en las que esos hechos encuentran su caldo de cultivo, es hoy extremadamente limitada, los intentos por impedir la repetición de Auschwitz se reducen necesariamente al aspecto subjetivo. Con esto me refiero también, en lo esencial, a la psicología de las personas que hacen tales cosas. No creo que sirva de mucho apelar a valores eternos, frente a los que quienes son proclives a tales crímenes se limitarían a encogerse de hombros. Tampoco creo que sirva de mucho aludir a las cualidades positivas de las minorías perseguidas. Las raíces deben buscarse en los perseguidores, no en las víctimas, exterminadas con los más miserables pretextos. Lo urgente y necesario es lo que en otra oportunidad he llamado, en este sentido, el retorno al sujeto. Hay que sacar a la luz los mecanismos que hacen a los seres humanos capaces de tales atrocidades, hay que mostrárselos a ellos mismos, hay que tratar de impedir, despertando una conciencia general sobre tales mecanismos, que las personas vuelvan a ser de ese modo. Los asesinados no son los culpables, ni siquiera en el sentido sofístico y caricaturesco en el que muchos quisieran presentarlo hoy. Los únicos culpables son los que, en forma irracional, descargaron sobre ellos su odio y su agresividad.

Esa irracionalidad es lo que se debe combatir: hay que disuadir a las personas de golpear hacia afuera sin reflexionar sobre sí mismas. La educación podría tener sentido sobre todo como una educación para la autorreflexión crítica. Pero como, de acuerdo con los conocimientos de la psicología profunda, los caracteres, en general, incluso los de quienes perpetran tales crímenes en edad adulta, se forman en la primera infancia, la educación llamada a impedir la repetición de esos hechos monstruosos tendrá que concentrarse en ella. Ya he mencionado la tesis freudiana sobre el malestar de la cultura. Pero esto llegó aún más lejos de lo que Freud supuso, sobre todo porque con el correr del tiempo, la presión civilizatoria que él observó se ha multiplicado hasta lo insoportable. Y con ello, las tendencias explosivas sobre las que llamó la atención han adquirido una violencia que él apenas pudo prever. El malestar en la cultura tiene, con todo, un lado social: algo que Freud no ignoró, aunque no lo investigara concretamente. Puede hablarse de la claustrofobia de la humanidad en un mundo dirigido, una sensación de encierro dentro de un ambiente totalmente socializado, tejido como una tupida red. Cuanto más tupida es la red, más se procura escapar, y al mismo tiempo, su espesor es lo que precisamente impide la salida. Esto refuerza la furia contra la civilización, una furia que se vuelve violenta e irracionalmente contra ella.

Un esquema confirmado por la historia de todas las persecuciones es que la ira se dirige contra los débiles, sobre todo contra los que son percibidos como socialmente débiles, y a la vez –con razón o sin ella– como afortunados. Sociológicamente, incluso me atrevería a añadir que nuestra sociedad, a la vez que se integra cada vez más,

alimenta en su seno tendencias a la descomposición. Son tendencias que, ocultas bajo la superficie de la vida ordenada, civilizada, están muy avanzadas. La presión de lo general dominante sobre todo lo particular, sobre las personas individuales y las instituciones particulares, tiende a desintegrar lo particular e individual, así como su capacidad de resistencia. Junto con su identidad y su poder de resistencia, las personas pierden también las cualidades gracias a las cuales serían capaces de oponerse a lo que eventualmente pudiera tentarlos de nuevo al crimen. Quizás apenas sean ya capaces de ofrecer resistencia si los poderes establecidos los conminan a reincidir, si esto ocurre en nombre de un ideal en el que creen a medias o incluso no creen ya en absoluto.

Al hablar de la educación después de Auschwitz, hablo de dos áreas: en primer lugar, la educación en la infancia, sobre todo en la primera, y luego, una ilustración general llamada a crear un clima espiritual, cultural y social que no permita una repetición, es decir, un clima en el que los motivos que llevaron al horror se hagan en cierto modo conscientes.

No pretendo, como es lógico, esbozar el plan de una educación de este tipo, ni siquiera en líneas generales. Pero querría señalar al menos algunos puntos neurálgicos. Con frecuencia se ha responsabilizado –en Estados Unidos, por ejemplo– a la característica docilidad alemana frente a la autoridad, por el nacionalsocialismo, e incluso por Auschwitz. Considero esta explicación demasiado superficial, aunque entre nosotros, como en muchos otros países europeos, los comportamientos autoritarios y la autoridad ciega subsisten, por cierto, mucho más tenazmente de lo que parece aceptable en condiciones de democracia formal. Hay que admitir más bien que el fascismo y el terror que éste alentó, guardan íntima relación con la decadencia de los viejos poderes establecidos del Imperio, que fueron derrocados y abatidos antes de que las personas estuviesen psicológicamente preparadas para autodeterminarse. No se mostraron a la altura de la libertad que les cayó del cielo. Por eso, las estructuras de la autoridad adquirieron esa dimensión destructiva y –por así decirlo– demencial que antes no tenían, o al menos no mostraban. Si vemos cómo la visita de tal o cual soberano que ya no cumple ninguna función política efectiva hace entrar aún en éxtasis a poblaciones enteras, tendremos buenas razones para sospechar que el potencial autoritario es aún hoy mucho más fuerte de lo que nos imaginamos. De todos modos, quiero subrayar explícitamente que el retorno o el no retorno del fascismo no es, en lo esencial, una cuestión psicológica, sino

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