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El Sepultamiento De Edipo


Enviado por   •  8 de Julio de 2014  •  2.296 Palabras (10 Páginas)  •  238 Visitas

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El sepultamiento del complejo de Edipo

(1924)

«Der Untergang des Ödipuskomplexes»

El complejo de Edipo revela cada vez más su significación como fenómeno central del período sexual de la primera infancia. Después cae sepultado, sucumbe a la represión -como decimos-, y es seguido por el período de latencia. Pero todavía no se ha aclarado a raíz de qué se va a pique {al fundamento}; los análisis parecen enseñarlo: a raíz de las dolorosas desilusiones acontecidas. La niñita, que quiere considerarse la amada predilecta del padre, forzosamente tendrá que vivenciar alguna seria reprimenda de parte de él, y se verá arrojada de los cielos. El varoncito, que considera a la madre como su propiedad, hace la experiencia de que ella le quita amor y cuidados para entregárselos a un recién nacido. Y la reflexión acrisola el valor de estos influjos, destacando el carácter inevitable de tales experiencias penosas, antagónicas al contenido del complejo, Aun donde no ocurren acontecimientos particulares, como los mencionados a manera de ejemplos, la falta de la satisfacción esperada, la continua denegación del hijo deseado, por fuerza determinarán que los pequeños enamorados se extrañen de su inclinación sin esperanzas. Así, el complejo de Edipo se iría al fundamento a raíz de su fracaso, como resultado de su imposibilidad interna.

Otra concepción dirá que el complejo de Edipo tiene que caer porque ha llegado el tiempo de su disolución, así como los dientes de leche se caen cuando salen los definitivos. Es verdad que el complejo de Edipo es vivenciado de manera enteramente individual por la mayoría de los humanos, pero es también un fenómeno determinado por la herencia, dispuesto por ella, que tiene que desvanecerse de acuerdo con el programa cuando se inicia la fase evolutiva siguiente, predeterminada. Entonces, es bastante indiferente conocer las ocasiones a raíz de las cuales ello acontece, y aun que se las pueda averiguar.

No puede negarse el derecho que asiste a ambas concepciones, pues las dos lo tienen. Pero además son compatibles entre sí; queda espacio para la ontogenética junto a la filogenética, de miras más vastas. También el individuo íntegro, por su nacimiento, ya está destinado a morir; y acaso ya su disposición orgánica contiene el indicio de aquello por lo cual morirá. Empero, sigue siendo interesante averiguar cómo se cumple el programa congénito y cómo ciertos daños accidentales sacan partido de la disposición.

Ultimamente se ha aguzado nuestra sensibilidad para la percepción de que el desarrollo sexual del niño progresa hasta una fase en que los genitales ya han tomado sobre sí el papel rector. Pero estos genitales son sólo los masculinos (más precisamente, el pene), pues los femeninos siguen sin ser descubiertos. Esta fase fálica, contemporánea a la del complejo de Edipo, no prosigue su desarrollo hasta la organización genital definitiva, sino que se hunde y es relevada por el período de latencia. Ahora bien, su desenlace se consuma de manera típica y apuntalándose en sucesos que retornan de manera regular.

Cuando el niño (varón) ha volcado su interés a los genitales, lo deja traslucir por su vasta ocupación manual en ellos, y después tiene que hacer la experiencia de que los adultos no están de acuerdo con ese obrar. Más o menos clara, más o menos brutal, -sobreviene la amenaza de que se le arrebatará esta parte tan estimada por él. La mayoría de las veces, la amenaza de castración proviene de mujeres; a menudo, ellas buscan reforzar su autoridad invocando al padre o al doctor, quienes, según lo aseguran, consumarán el castigo. En cierto número de casos, las mujeres mismas proceden a una mitigación simbólica de la amenaza, pues no anuncian la eliminación de los genitales, en verdad pasivos, sino de la mano, activamente pecaminosa. Y con notable frecuencia acontece que al varoncito no se lo amenaza con la castración por jugar con la mano en el pene, sino por mojar todas las noches su cama y no habituarse a la limpieza. Las personas encargadas de la crianza se comportan como si esa incontinencia nocturna fuese consecuencia y prueba de que el niño se ocupa de su pene con demasiado ardor, y probablemente aciertan en ello. Comoquiera que sea, la persistencia en mojarse en la cama ha de equipararse a la polución del adulto: una expresión de la misma excitación genital que en esa época ha esforzado al niño a la masturbación.

Ahora bien, la tesis es que la organización genital fálica del niño se va al fundamento a raíz de esta amenaza de castración. Por cierto que no enseguida, ni sin que vengan a sumarse ulteriores influjos. En efecto, al principio el varoncito no presta creencia ni obediencia algunas a la amenaza. El psicoanálisis ha atribuido renovado valor a dos clases de experiencias de que ningún niño está exento y por las cuales debería estar preparado para la pérdida de partes muy apreciadas de su cuerpo: el retiro del pecho materno, primero temporario y definitivo después, y la separación del contenido de los intestinos, diariamente exigido. Pero nada se advierte en cuanto a que estas experiencias tuvieran algún efecto con ocasión de la amenaza de castración. Sólo tras hacer una nueva experiencia empieza el niño a contar con la posibilidad de una castración, y aun entonces con vacilaciones, a disgusto y no sin empeñarse en reducir el alcance de su propia observación.

La observación que por fin quiebra la incredulidad del niño es la de los genitales femeninos. Alguna vez el varoncito, orgulloso de su posesión del pene, llega a ver la región genital de una niñita, y no puede menos que convencerse de la falta de un pene en un ser tan semejante a él. Pero con ello se ha vuelto representable la pérdida del propio pene, y la amenaza de castración obtiene su efecto con posterioridad {nachträlglich}.

No debemos ser tan miopes como la persona encargada de la crianza que amenaza con la castración, y pasar por alto que la vida sexual del niño en esa época en modo alguno se agota en la masturbación. Se la puede pesquisar en la actitud edípica hacia sus progenitores; la masturbación es sólo la descarga genital de la excitación sexual perteneciente al complejo, y a esta referencia deberá su significatividad para todas las épocas posteriores. El complejo de Edipo ofrecía al niño dos posibilidades de satisfacción, una activa y una pasiva. Pudo situarse de manera masculina en el lugar del padre y, como él, mantener comercio con la madre, a raíz de lo cual el padre fue sentido pronto como un obstáculo; o quiso sustituir a la madre y hacerse amar por el padre, con lo cual la madre quedó sobrando. En cuanto a la naturaleza del comercio amoroso satisfactorio, el niño sólo debe de tener representaciones muy imprecisas; pero es cierto que el pene cumplió un papel, pues lo atestiguaban sus sentimientos de órgano. No tuvo aún ocasión alguna para dudar de que la mujer posee un pene. Ahora bien, la aceptación de la posibilidad de la castración, la intelección de que la mujer es castrada, puso fin a las dos posibilidades de satisfacción derivadas del complejo de Edipo. En efecto, ambas conllevaban la pérdida del pene; una, la masculina, en calidad de castigo, y la otra, la femenina, como premisa. Si la satisfacción amorosa en el terreno del complejo de Edipo debe costar el pene, entonces por fuerza estallará el conflicto entre el interés narcisista en esta parte del cuerpo y la investidura libidinosa de los objetos parentales. En este conflicto triunfa normalmente el primero de esos poderes: el yo del niño se extraña del complejo de Edipo.

En otro lugar he expuesto el modo en que esto acontece. Las investiduras de objeto son resignadas y sustituidas por identificación. La autoridad del padre, o de ambos progenitores, introyectada en el yo, forma ahí el núcleo del superyó, que toma prestada del padre su severidad, perpetúa la prohibición del incesto y, así, asegura al yo contra el retorno de la investidura libidinosa de objeto. Las aspiraciones libidinosas pertenecientes al complejo de Edipo son en parte desexualizadas y sublimadas, lo cual probablemente acontezca con toda trasposición en identificación, y en parte son inhibidas en su meta y mudadas en mociones tiernas. El proceso en su conjunto salvó una vez s los genitales, alejó de ellos el peligro de la pérdida, y además los paralizó, canceló su función. Con ese proceso se inicia el período de latencia, que viene a interrumpir el desarrollo sexual del niño.

No veo razón alguna para denegar el nombre de «represión» al extrañamiento del yo respecto del complejo de Edipo, si bien las represiones posteriores son llevadas a cabo la mayoría de las veces con participación del superyó, que aquí recién se forma. Pero el proceso descrito es más que una represión; equivale, cuando se consuma idealmente, a una destrucción y cancelación del complejo. Cabe suponer que hemos tropezado aquí con la frontera, nunca muy tajante, entre lo normal y lo patológico. Si el yo no ha logrado efectivamente mucho más que una represión del complejo, este subsistirá inconciente en el ello y más tarde exteriorizará su efecto patógeno.

Tales son los nexos que la observación analítica permite discernir o colegir entre organización fálica, complejo de Edipo, amenaza de castración, formación del superyó y período de latencia. Justifican la tesis de que el complejo de Edipo se va al fundamento a raíz de la amenaza de castración. Pero con ello no queda resuelto el problema; resta espacio para una especulación teórica que puede desechar el resultado obtenido o ponerlo bajo una nueva luz. Antes de internarnos por este camino, tenemos que ocuparnos de un problema que se planteó en el curso de nuestras anteriores elucidaciones y todo el tiempo fue relegado. Según se dijo expresamente, el proceso descrito se refiere sólo al niño de sexo masculino. ¿Cómo se consuma el correspondiente desarrollo en la niña pequeña?

Nuestro material se vuelve aquí –incomprensiblemente– mucho más oscuro y lagunoso. También el sexo femenino desarrolla un complejo de Edipo, un superyó y un período de latencia. ¿Puede atribuírsele también una organización fálica y un complejo de castración? La respuesta es afirmativa, pero las cosas no pueden suceder de igual manera que en el varón. La exigencia feminista de igualdad entre los sexos no tiene aquí mucha vigencia; la diferencia morfológica tiene que exteriorizarse en diversidades del desarrollo psíquico. Parafraseando una sentencia de Napoleón, «la anatomía es el destino». El clítoris de la niñita se comporta al comienzo en un todo como un pene, pero ella, por la comparación con un compañerito de juegos, percibe que es «demasiado corto», y siente este hecho como un perjuicio y una món de inferioridad. Durante un tiempo se consuela con la expectativa de que después, cuando crezca, ella tendrá un apéndice tan grande como el de un muchacho. Es en este punto donde se bifurca el complejo de masculinidad de la mujer. Pero la niña no comprende su falta actual como un carácter sexual, sino que lo explica mediante el supuesto de que una vez poseyó un miembro igualmente grande, y después lo perdió por castración. No parece extender esta inferencia de sí misma a otras mujeres, adultas, sino que atribuye a estas, exactamente en el sentido de la fase fálica, un genital grande y completo, vale decir, masculino. Así se produce esta diferencia esencial: la niñita acepta la castración como un hecho consumado, mientras que el varoncito tiene miedo a la posibilidad de su consumación.

Excluida la angustia de castración, está ausente también un poderoso motivo para instituir el superyó e interrumpir la organización genital infantil. Mucho más que en el varón, estas alteraciones parecen ser resultado de la educación, del amedrentamiento externo, que amenaza con la pérdida de ser-amado. El complejo de Edipo de la niñita es mucho más unívoco que el del pequeño portador del pene; según mi experiencia, es raro que vaya más allá de la sustitución de la madre y de la actitud femenina hacia el padre. La renuncia al pene no se soportará sin un intento de resarcimiento. La muchacha se desliza -a lo largo de una ecuación simbólica, diríamos- del pene al hijo; su complejo de Edipo culmina en el deseo, alimentado por mucho tiempo, de recibir como regalo un hijo del padre, parirle un hijo. Se tiene la impresión de que el complejo de Edipo es abandonado después poco a poco porque este deseo no se cumple nunca. Ambos deseos, el de poseer un pene y el de recibir un hijo, permanecen en lo inconciente, donde se conservan con fuerte investidura y contribuyen a preparar al ser femenino para su posterior papel sexual. La menor intensidad de la contribución sádica a la pulsión sexual, que es lícito conjugar con la mutilación del pene, facilita la mudanza de las aspiraciones directamente sexuales en aspiraciones tiernas de meta inhibida. Pero en conjunto es preciso confesar que nuestras intelecciones de estos procesos de desarrollo que se cumplen en la niña son insatisfactorias, lagunosas y vagas.

No tengo ninguna duda de que los vínculos causales y temporales aquí descritos entre complejo de Edipo, amedrentamiento sexual (amenaza de castración), formación del superyó e introducción del período de latencia son de naturaleza típica; pero no tengo el propósito de aseverar que ese tipo es el único posible. Variaciones en la secuencia temporal y en el encadenamiento de estos procesos no pueden menos que revestir considerable importancia para el desarrollo del individuo.

Desde la publicación del interesante estudio de Otto Rank acerca del «trauma del nacimiento» [1924], por otra parte, ya no se puede admitir sin ulterior examen el resultado de esta pequeña indagación, a saber, que el complejo de Edipo del varoncito se va al fundamento a raíz de la angustia de castración. Pero me parece prematuro internarse hoy en ese examen, y quizá sea también inadecuado iniciar la crítica o apreciación de la concepción de Rank en este punto.

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