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El divorcio


Enviado por   •  21 de Abril de 2013  •  5.389 Palabras (22 Páginas)  •  288 Visitas

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INTRODUCCIÓN

Sin lugar a dudas el divorcio es uno de los eventos de mayor impacto en la vida de una persona. Si bien en ocasiones resulta la solución a una crisis, es indispensable el buen manejo del mismo para no producir una situación más lacerante y dañina para los implicados.

Este estudio se posesiona desde la visión del padre, desde las consecuencias para este del proceso post-divorcio, respecto a sus derechos y la relación con sus hijos ya que la tradición ha acuñado una serie de costumbres, conductas y disposiciones ubicando al hombre en una posición desventajosa respecto a la mujer en relación con los hijos.

De esta forma son objetivos específicos de esta ponencia:

1. Caracterizar la padrectomía y su forma de expresión en los casos estudiados.

2. Redimensionar el síndrome del padre destruido y su forma de expresión.

3. Conocer las vivencias negativas del padre durante este proceso y sus correspondientes efectos emocionales y conductuales.

De manera más general,las caracterizaciones que nos propusimos poseen como objetivo común evaluar las implicaciones que tiene el mal manejo del proceso post-divorcio para el desempeño de una adecuada paternidad.

DESARROLLO

Desde los primeros instantes de toda relación interpersonal se desarrollan procesos de cambios constantes, cualitativos y cuantitativos, donde la simiente de los próximos se encuentra en el aquí y ahora. Así mismo, en la historia anterior de la pareja se pueden hallar, potencialmente, antecedentes que influyen de muy diversas maneras en el motivo, estilo, profundidad, responsabilidad, expectativas y calidad emocional de la relación.

Cuando dos personas se transforman en pareja conyugal traen al seno de la unión sus características personales y expectativas de relación. La pareja, junto a los hijos, emprende la gran aventura de conformar una familia, grupo peculiar para el cual quizás no están preparados y que exigirá de ellos el desempeño de nuevos roles. Esto demanda que esta valiosa experiencia se conduzca con la virtud de la responsabilidad.

Pero ¿qué sucede cuando sobrevienen los desacuerdos, las distancias, la ruptura?

A menudo nos encontramos en nuestra práctica clínica con seres humanos de todas las edades y ambos sexos con una vivencia de pérdida tan profunda como irrecuperable. Los hijos se sienten desorientados y confundidos, inmersos en un conflicto que no desearon, ni previeron. La paternidad y maternidad se debaten en un enfrentamiento consciente o inconsciente, dirigido inevitablemente al resquebrajamiento o anulación de los roles antes compartidos.

Nos referimos a la separación o divorcio, indistintamente, como la acción de la disolución de los vínculos emocionales de la pareja, tenga lugar o no la disolución legal.

Cuando en el desenlace de esta decisión no prima el propósito de rescatar lo positivo de la unión anterior (entiéndase: armonía, el mantenimiento de los roles paternos, etc.) y el proceso es guiado por la falta de responsabilidad hacia la descendencia, estamos ante el caso de un divorcio “mal manejado” que produce una relación dañina para todos los involucrados en dicho evento.

Resulta fácil encontrar en la literatura gran cantidad de estudios acerca de las consecuencias negativas que el divorcio trae para los niños (Hetherington y cols., 1979; Kelly y Wallerstein, 1976; Wallerstein, 1983). También han sido reconocidas las consecuencias para la figura femenina al asumir la maternidad sin el apoyo del padre (Fustenberg, 1982; Jacobson, 1983; Price-Bonham y cols. 1980).

Sin embargo los estudios sobre los efectos nocivos de este proceso en los padres son escasos o al menos insuficientemente estudiados. El pediatra Robert E. Fay (1989) ha descrito como “padrectomía” y “síndrome del padre destruido” a vivencias que afectan la paternidad, ambos conceptos que por su importancia, requieren de mayor precisión conceptual, desarrollo y profundización. Resulta una necesidad acercarse a la construcción de esta parte importante de la subjetividad masculina.

Aún hoy, en el umbral del próximo siglo, no son tratadas con la misma equidad las consecuencias que para el padre implica el proceso post-divorcio. Le corresponde al padre, en la gran mayoría de los casos, el abandono del hogar una vez ocurrido el divorcio. Esto implica, de forma obligada, un reajuste en el desempeño del rol paterno que pasa, al menos, por dos condiciones:

La no convivencia con el hijo.

La relación con el niño mediada por la madre en una relación a menudo no empática.

EL DIVORCIO

Es un periodo que trae consigo la disolución de los vínculos emocionales, los legales y sociales y que no sigue un cierto orden establecido, pues existen parejas que disuelven el vínculo jurídico rápidamente y no así el emocional, mientras en otras esto ocurre a la inversa. Lo cierto es que este suceso, llamado separación o divorcio, resulta, sin lugar a dudas, un proceso largo y complejo, al cual, no se le concede por parte de ambos miembros de la pareja la debida atención desde el punto de vista de la preparación que deben tener para emprenderlo sin dañarse ellos, los demás familiares y los hijos.

De manera general reconocemos dos grandes periodos en el proceso de divorcio que podemos enunciar como su preparación y evolución, que enmarcan lo ocurrido en la pareja antes y después del acto mismo del divorcio.

Periodo de preparación:

Es una etapa previa al proceso específico de divorcio que es denominada “construcción” y se refiere a la edificación de la pareja o familia, donde se sientan las bases de la futura perdurabilidad o ruptura, así como los matices con que transcurrirá la misma.

Scanzoni (1981) ha registrado diversos patrones de interacción conyugal que se diferencian por los distintos grados de implicación de ambos y que van desde una relación de subordinación y distribución de funciones bien definidas (que responden a un patrón tradicional), hasta una relación de igualdad poco frecuente.

Periodo de Evolución:

El periodo anterior observado como el principio del fin termina en una toma de conciencia (por uno o ambos cónyuges) de que el matrimonio no funciona y se lleva a cabo el proceso específico del divorcio, separación, ruptura o disolución del vínculo matrimonial. Aquellas parejas que han construido su mundo familiar en base a desigualdades nocivas, suelen vivir rupturas muy desgarradoras y fragmentadoras. El daño perdura en el tiempo y potencialmente afecta futuras relaciones soliéndose “usar” al hijo como un instrumento de agresión contra el otro, convirtiendo al niño en una de las víctimas de los acontecimientos (Pereira de Castro, 1997), pero no al único dañado ya que en la privación del rol paternal los hombres se ven fuertemente perjudicados.

Comienza entonces un proceso de post-divorcio cuya evolución sigue diversos cursos pero que, de forma bastante común, pueden identificarse dos momentos, uno de deconstrucción (Abelleira, 1995) y otro final de reconstrucción o reajuste.

En esta etapa tiene lugar la separación de la pareja (divorcio conyugal) y el alejamiento de los hijos (divorcio parental).

Divorcio Conyugal:

El divorcio no constituye necesariamente una “patología” obligada para los implicados en él, por más que casi siempre suponga adaptaciones, sufrimientos para alguno de los afectados, etc. La enfermedad parece depender más del manejo que se haga del evento que del evento en sí mismo. No obstante, implica un momento de crisis vivencial, de pérdida para todos los miembros de la familia; y los investigadores coinciden en señalar que significa un quiebre emocional importante como acontecimiento potencialmente psicopatógeno, que podría derivar en manifestaciones patológicas en tanto su manejo sea cada vez más desajustado o inadecuado (Sekin,1997; Biblarz y cols, 1997).

Es la separación judicial o de hecho – habitualmente de mutuo acuerdo – entre dos personas con un vínculo conyugal de cierta estabilidad percibida, que implica un distanciamiento físico y afectivo debido a la imposibilidad pluricausal de continuarla. Se dice de la disolución del vínculo matrimonial público y privado. Supone una división de los bienes en común así como el sostenimiento mutuo de los roles paternos y maternos.

Resulta especialmente doloroso cuando existen hijos, pues los niños se ven involucrados en una dinámica polarizada y sin posibilidades de elección (Fay, 1989). En realidad no podría existir elección viable para el hijo que suele concebir – cuando han sido figuras significativas y positivas – a los padres como unión indisoluble. Para ellos papá y mamá son dos conceptos a menudo inseparables, que encierran un sentido personal de elevada connotación afectiva y de protección, incluso en aquellos casos en los cuales la separación es vista por los niños como una salida necesaria a la crisis de la cotidianidad.

A ambos los necesita en circunstancias diferentes o similares, pero los necesita por igual, ya que cada uno de ellos ofrece una salida, o simplemente lo acompaña, con un sello personológico propio para cada acontecimiento que el niño vivencia. No se trata de que uno entregue más cariño que el otro, ni siquiera que las habilidades de uno o sus posibilidades materiales sean más importantes; lo decisivo reside en que son alternativas distintas e igualmente útiles y necesarias afectivamente, un polo no puede existir ya sin la presencia del otro. En la complementariedad cobran vida las partes del todo.

El divorcio conyugal habitualmente conduce al divorcio parental.

Divorcio Parental

La experiencia clínica nos permite hablar de divorcio parental cuando el padre se aleja abrupta o paulatinamente de los hijos con un comportamiento aprendido y “exigido” por la sociedad, ya que existe la representación de la norma social (asignada), la cual establece que ante un divorcio el padre debe marcharse velando así por la estabilidad de sus hijos y de aquel hogar que él contribuyó a formar, de lo contrario no será un “buen padre” o tal vez no es un “buen hombre.”

Es la separación de hecho entre las figuras parentales y los hijos tanto física como afectiva, con la particularidad de que habitualmente el polo hijos no puede participar de la decisión, no se tienen en cuenta sus demandas y necesidades. Alejamiento y o destrucción del vínculo y los roles parentales con la descendencia, haya o no divorcio conyugal.

Los hijos parecen ser propiedad natural e indiscutible de la madre. A ella corresponde la potestad todopoderosa de permitir al padre seguir siéndolo o convertirse en visita de sus hijos. Comienza entonces una suerte de segregación, junto a una desautorización de la imagen paterna que conduce a la anulación del rol paterno. Se ahuyenta al padre, se lo extirpa del rol y de los afectos de la descendencia como una suerte de muerte “natural” y una vez que desaparece, entonces a menudo se le acusa de estar ausente, de no “venir a ver a su hijo”, que “su hijo no le importa”, de que “nunca le importó”, etc.

Con nuestro silencio contribuimos, sin querer, a “asesinar” a los padres, después simplemente, solemos acusarlos de que están muertos. Este ahuyentar tiene varias causas, fundadas o no, pero lo que verdaderamente impacta es que ocurra bajo nuestra mirada cómplice.

La Paternidad: Roles y Mitos

Los postulados de Pichón-Riviere nos acercan certeramente al problema de los roles. Para el autor existe un imaginario social dado por ideas, imágenes y estereotipos, es decir, representaciones simbólicas compartidas acerca del significado conceptual y pragmático de cualquier rol a ejercer, y en este caso, también del ejercicio de la paternidad. Tal imaginario resulta lo que la sociedad asigna al individuo en su devenir histórico, depositando en él un cúmulo de representaciones simbólicas, compartidas con cierta homogeneidad por las personas de la época histórica de que se trate (Pichón-Riviere, 1985).

Lo asignado es el legado sociocultural depositado en el individuo en forma de normas éticas y morales, principios, conocimientos, imágenes estereotipadas, ideas, etc., a través de la familia y la sociedad.Por su parte, el sujeto como depositario acoge y hace suyo lo depositado mediante una serie de representaciones cognitivas, con las cuales se implica emocionalmente y actúa en consecuencia. En el decursar de su vida el sujeto lo incorpora con aquellas adaptaciones personales, convirtiéndose en lo asumido, lo cual guarda estrecha relación con lo asignado. Relación esta que no resulta ni lineal ni directa producto de la mediatización ejercida por las adaptaciones individuales surgidas en ocasiones por inconformidades personales con la norma social imperante, y en otras por poseer fuertes modelos rectores contrarios, dicotómicos o al margen de lo sociocultural asignado.

Todo este proceso social resulta invisible ya que se “naturalizan” cualidades y actitudes como inherentes a la naturaleza y esencia del varón o la mujer. De esta manera se sustenta la premisa de que ser mujer y ser madre es una reducción impuesta por la naturaleza, genética, ancestral y a través de la cual se puede alcanzar la identidad femenina (Snyder y cols., 1997).

Los medios masivos de comunicación, a veces hasta sin proponérselo, van estereotipando modelos de mujer-madre y de hombre, que posteriormente cada una de las personas se encarga de reproducir con adaptaciones personales en el seno de su familia.

Por su parte varios autores (Arés, 1996; Fernández, 1994; Silveira, 1997; Fay, 1989) coinciden en describir la existencia de una serie de características estereotipadas y asumidas por la media social como indicadores de la norma. Tales características son:

Proveedor, trabajador, disciplinador.

Fuerte, callado y valiente. Racional, agresivo, asertivo.

Invulnerable a la ternura y la emocionalidad.

Homofóbico, rudo corporal y gestualmente. Dueño del ejercicio del poder.

Poseedor de una virilidad de “competencias”

Estereotipos en los cuales el rol de la paternidad no es observado, no está presente; mientras que la funcionalidad masculina aparece absolutamente escindida, lo cual es impensable en el caso de la mujer respecto de la maternidad.

Por tanto es frecuente encontrarnos con que los atributos inherentes a lo masculino-paternal y lo femenino-maternal son oposiciones irreductibles, percibidas y explicadas como el mero discurrir de una verdad biológica o de un código genético que es portado de por vida – a merced de lo heredado – como una “marca registrada” (Loewenstein, Barker, 1996).

Sin embargo los genes no determinan los mecanismos de dominación social ni sexual, las construcciones desde lo sociocultural son el verdadero “código hereditario”, que por ser elaborados pueden reelaborarse cuantas veces sea necesario, o al menos son susceptibles de “mejoras constructivas” o de “verdaderas remodelaciones” a tenor de la realidad siempre cambiante.

De esta manera para la sociedad resulta evidente que el padre no posee un instinto como el de la madre, pero ¿cómo justificar que los hombres no posean un instinto de paternidad?. ¿No estaremos ante la presencia de mitos, más que de verdades científicas?.

El mito de los instintos supone un problema inalcanzable, o al menos inmanejable, pues troca en instintos las conductas con tendencias a la maternidad, por lo que debería asumirse entonces que sería ésta una conducta recurrente en toda la especie humana y resulta obvio que no es así. Pero al asumir connotaciones de mito se torna “intocable” pues los mitos suelen no sufrir reformas ni adaptaciones.

El Problema de los Mitos

El imaginario social asume que la mujer se encuentra “naturalmente” mejor dotada que el hombre para el cuidado y la atención de los hijos. Es esta idea la que posiblemente facilite la decisión casi siempre a favor de la madre de la mayoría de los derechos sobre el hijo en caso de divorcio, en detrimento de los derechos del padre. El problema consiste en dilucidar si esta idea tiene un fundamento de razón o si se trata sólo de una creencia.

Los mitos jamás se cuestionan, cuando algo falla, por ejemplo en el caso del instinto maternal, el fracaso es atribuido a la persona, pero el mito jamás falla. Y si acaso la experiencia funciona como previa en el mito, entonces este se confirma nuevamente; o sea, de cualquier manera los mitos tienden a reforzarse a sí mismos y reproducirse cada vez con más fuerza. Pero ¿esto los hace veraces?.

Los instintos, de forma general, se expresan en conductas, en formas de actuar que son características para una especie determinada y que son irrenunciables; en ellos no interviene la voluntad ni la conciencia y se adquieren genéticamente a través de la herencia. “Clásicamente, el instinto es un esquema de comportamiento heredado, propio de una especie animal, que varía poco de uno a otro individuo, y que se desarrolla según una secuencia temporal poco susceptible de perturbarse y que parece responder a una finalidad”. (Laplanche, Pontalis, 1994).

Veamos entonces el instinto materno como uno de los mitos centrales a partir del cual se desprenden otros mitos que tienden a anular todo acercamiento paternal. Este instinto nos habla de ciertas particularidades que a menudo escuchamos en nuestra práctica, a saber:

“No existe mejor afecto que el de una madre”.

“No existen cuidados más esmerados que los de una madre”.

“Nadie quiere a su hijo tanto como una madre”.

“Padres pueden encontrarse muchos, madre hay una sola”.

Los puntos anteriores elevan (y a la vez reducen) la condición femenina a la maternal y la condición de hijos a la de “prisioneros” de un amor que sería pecaminoso no sentir. Resulta esta una apropiación cultural e histórica quizás tan antigua como la humanidad misma, reforzada a menudo por la ciencia.

Es probable que en los actuales círculos científicos se reconozca que no es posible hablar de la maternidad en términos de instinto, pero, por otro lado, en el lenguaje popular se fomenta subrepticiamente su existencia (Ferro, 1991).

Y no es que no exista el amor maternal, por el contrario, existe y resulta maravilloso y digno, lo que no resulta real es que obligatoriamente toda mujer, para serlo debe ser madre y de que toda madre incuestionable y automáticamente desea y quiere a su hijo, debiendo ser amada por este.

Investigaciones recientes recogidas en un informe de la ONU plantean que se dan 45 millones de abortos por año en el mundo, 20 millones de ellos en condiciones inadecuadas por ser ilegal, u otras razones, y de los 175 millones de embarazos, 30 millones de nacimientos resultaban no deseados por diversas causas. Por otra parte, agrega el informe que entre 120 y 150 millones de mujeres del planeta desean limitar sus embarazos, pero no pueden por falta de recursos o por ignorancia (FNUP, 1996).

Lo anterior conduce, una vez más al cuestionamiento del mito. ¿Cómo se explicaría aquí el cese o inexistencia del instinto maternal en esos millones de seres humanos que nos rodean a diario, año tras año, impidiendo el nacimiento de otros seres humanos ya formados y en algunos casos casi a término? ¿Se trata verdaderamente de una herencia natural?. Si fuera cierta esa herencia natural del instinto maternal ¿de qué manera nos podríamos explicar esas cifras?, ¿de qué manera podríamos explicarnos la existencia de bebés que son abandonados en la vía pública?, ¿de qué manera se explica que existan tantas madres en el mundo que desde épocas primitivas hasta hoy mismo, casi en el siglo XXI, desatiendan a sus hijos hasta la desnutrición más severa, les permitan u obliguen a prostituirse, los vendan a parejas estériles en cualquier parte del mundo, o presten su útero para gestar un bebé de otra pareja, o que incluso los ahoguen o los tiren a la basura, en un retrete, con tal de que sus padres o la sociedad no se entere de su infortunio?, ¿De qué instinto se está hablando?, ¿Cuál instinto es el que se está sosteniendo socialmente y hasta cuándo se mantendrá?.

Las creencias tradicionales que atribuyen a los roles de género el que son naturales, inherentes o biológicos hace tornarse en limitada la posibilidad de que tal realidad cambie. En cambio, si tales roles de género fueran percibidos como lo que son, depositaciones socio-históricas mediatizadas por las construcciones personales, entonces esto significaría que también pueden ser deconstruidas y vueltas a construir cuantas veces sea necesario, se propiciaría el cambio, pero se sabe que los cambios son muy resistidos (Bleger, J. 1965).

Como hemos visto hasta aquí, tanto los asignados sociales depositados en el rol de hombre, como la mítica creencia de que la mujer es la única capaz para la mejor atención de los hijos, han reducido desde el punto de vista familiar, social y hasta legal las funciones del padre al de contribuyente biológico, al de progenitor, limitando las potencialidades de este de ejercer y disfrutar a plenitud la dicha de ser padre. Esta realidad se hace extremadamente crítica en la situación de divorcio.

Ante esta realidad cabe preguntarse si todos podrían guiarse cómodamente por estas reglas ampliamente compartidas por la mayoría. ¿Cuántos asumen la regla socio-cultural como imposición ineludible y de sabor agridulce?. ¿Para cuántos el sabor es amargo?. ¿Cuántos rechazan esta norma de forma silenciosa? Los pocos que abogan por otro modelo de paternidad suelen ser censurados u objeto de burlas.

Aquellos que se oponen a las normas sociales se convierten en depositarios y reveladores de los conflictos y tensiones sociales, grupales y de género. Ellos deciden, quizás porque no les queda otra salida para ser coherentes con su afectividad, no hacerse cargo de los aspectos nocivos o patológicos de la norma social imperante, incluso a riesgo de ser ellos señalados como violadores utópicos de lo asignado. La gran presión ejercida y la imposibilidad de elaboración de la ansiedad y las dicotomías entre lo asignado y lo asumido, a algunos los paraliza e incluso los amolda con “fórceps” a lo que en esta época “debe hacerse” para poder seguir siendo tenido en cuenta como “hombre”.

La revisión de la literatura (Griffin, 1997; Fay, 1989; P.A.P.A., 1992; ¿Padrectomía? Actas de Congreso, 1995) y el estudio realizado de este tema, tanto desde el punto de vista científico como el análisis de su comportamiento en la vida cotidiana no nos permiten – y no es nuestro propósito – culpar de ello a nadie en particular, pero tampoco nos obliga a aceptarlo, sino más bien nos promueve a reflexionar y a abogar por un cambio a favor de una paternidad más comprometida y plena.

Por ejemplo, la cultura ha acuñado en sus diccionarios un concepto de padre como “el macho que engendra, principal y cabeza de un linaje o pueblo.” (Larrouse, 1990); o como “el varón o macho respecto de sus hijos…cosa que da origen a otra.” (Aristos, 1992). ¿Acaso estos conceptos arrojan luz al fenómeno de la paternidad?. ¿No deberíamos actualizar las guías orientadoras de nuestra lengua?.

Se debe desvincular la figura del padre de la idea del progenitor, aunque tal vínculo aparezca como lo deseado, y sin lugar a dudas para muchos, como lo ideal. Nuestro concepto de padre se encuentra en otra dimensión, asociada a un nuevo e incipiente movimiento masculino que pretende incluirse como individuo y como sujeto emocional en la relación con sus hijos. Tal movimiento parecería estar insertado en el contexto de grandes cambios de los paradigmas existenciales a finales del siglo XX (Loewenstein, Barker, 1996).

PADRE

Debe entenderse por padre a aquella figura masculina que en su constante intercambio con el niño (en un espacio y tiempo determinado) elige construir junto a su hijo lazos afectivos duraderos en ambas direcciones (padre-hijo, hijo-padre) y es escogido y reconocido por el menor como la figura parental significativa en base al apego emocional desarrollado y no necesariamente por ser el progenitor.

Atendiendo a la anterior definición resulta comprensible que ser el progenitor de un niño no garantiza el establecimiento de un vínculo de apego significativo entre ambos. Tales relaciones se encuentran determinadas por lo vivencial afectivo que en el transcurso de su devenir ocurren (Silveira, 1996).

No nacemos padres y madres, sino que devenimos en tales mediante una construcción personal basada en lo que la familia, la sociedad y las pautas culturales nos van depositando en nuestras historias personales, es decir, en el proceso de apropiación de la cultura. Más aún, nuestros propios hijos constituyen una guía orientadora de tal construcción, ya que sus conductas y afectos pueden confirmarnos o lanzarnos un S.O.S. sobre algunas incorrecciones paternales.

Partimos de la comprensión de que un padre sin compromiso y emocionalmente distante de sus hijos es una figura socialmente construida y no biológicamente determinada. Por lo que entonces, la figura del padre comprometido, que cuida de su hijo es también una realidad que puede y debe construirse socialmente.

Desde esas dimensiones concebimos el ejercicio de la paternidad (dentro y fuera de los lazos matrimoniales) como la necesidad y posibilidad de:

Mantener un contacto físico duradero y responsable con los hijos.

Crear, mantener y fortalecer lazos afectivos (ternura, comprensión, cariño).

Participar en la guarda, custodia y mantención de los hijos.

Garantizar el desarrollo pleno de las potencialidades del niño en su proceso de crecimiento e inserción social.

Propiciar la posibilidad de acuerdo, colaboración y ayuda mutua con la madre.

Velar por la integridad de las imágenes paterna y materna, cuidando y fortaleciendo el respeto y cariño de ambos frente a los hijos.

El rol paternal se define como funcional cuando, una vez establecidos los derechos y deberes para la persona que lo asumirá, le permite garantizar su ejecutabilidad y concreción práctica real, pero además, sólo es posible que sea funcional cuando la situación – y las personas que en ella participan – promueven y garantizan que así sea, trayendo como consecuencia la sensación de bienestar y satisfacción en la labor desarrollada (desarrollo de una relación de apego). En última instancia, también se produce el desarrollo de un compromiso con el rol, o dicho de otra manera, produce responsabilidad con el rol de la persona implicada.

No defendemos que tales características y funciones de la paternidad sean privativas del padre, ni que se ejerzan en detrimento de las de la madre. Pero cuando producto de los embates del divorcio la funcionalidad paterna en términos de responsabilidad y compromiso se pone en riesgo, hay cada vez más padres dispuestos a defender el ejercicio de sus derechos, aquellos padres que ven reforzadas sus posturas enriquecedoras del rol con importantes vivencias relacionales de apego.

Estos padres podrían estar vivenciando ciertos cambios alternativos, o la aparición de nuevas alternativas en los paradigmas paternales del hombre en los umbrales del siglo XXI, con postulados destinados a la concreción de un modelo paternal cercano afectivamente a su hijo, comprometido motivacionalmente y no contenido en los modelos paternales anteriores.

No se trata de una rivalidad de sexos, donde uno siempre debe sojuzgar al otro, es más, creemos que la complementariedad de ambos sexos hace esta vida gratificante e impulsa a vivirla, salvaguardar esa dicha implica oponerse a la guerra de géneros.

Padrectomía

La experiencia clínica, recoge los efectos desbastadores que para el padre tiene el divorcio por estar asociado a él la pérdida de los hijos; la ruptura del vínculo relacional, la interrupción de una paternidad construida desde el compromiso y la pérdida de espacios generadores de experiencias gratificantes con los hijos. De esto han sido testigos psicólogos y especialistas afines, lo que ha provocado que, aunque relativamente reciente, pero con fuerza cada vez mayor, grupos de estudiosos aborden este fenómeno tratando de esclarecer sus causas, condicionantes, manifestaciones y vías para su profilaxis y tratamiento.

Por lo que llamaremos padrectomía al alejamiento forzado del padre, cese y extirpación del rol paterno y la pérdida parcial o total de sus derechos ante los hijos. El cual se expresa a nivel sociocultural, legal, familiar y maternal.

El proceso post-divorcio trae consigo, al nivel real y vivencial, un rompimiento de la familia con la figura paterna. Es decir, que de forma inevitable ocurre un grado de pérdida o alejamiento del padre, con su correspondiente precio afectivo. Por diversas razones que ya hemos mencionado, es al padre al que le corresponde decir adiós, o hasta luego, pero finalmente despedirse, lo cual en muchas ocasiones va acompañado de añoranza y un gran sentimiento de dolor, pues se trata de separarse precisamente de lo que más se quiere. Según Goldhaber (1986) esta situación de pérdida es sufrida por siempre, aunque con el tiempo paliada. Es entonces cuando el alejamiento del padre se convierte en extirpación. El obligado cambio en el rol paterno deviene en disfunción y el dolor se torna en angustia y desesperación.

Esta privación paterna, esta padrectomía, parece tan nociva para los hijos como la privación materna, aunque sus efectos sean diferentes. Es nociva en tres direcciones:

En tanto que el hijo sufrirá la deprivación paterna y el dolor de la distancia de un ser significativo que necesita cercano.

En tanto que el padre ve cercenados sus derechos funcionales lo cual le causa dolor, culpas y resentimientos.

En tanto que la madre se verá sensiblemente afectada con una sobrecarga de tareas y funciones al verse obligada (o por elección personal) a suplir las ausencias paternales desde su condición materna.

La Padrectomía actúa en distintos ámbitos:

Ámbito sociocultural:

En los ámbitos de la cultura patriarcal se enarbola un modelo de paternidad de autoridad y disciplina avalada por ser el padre el proveedor familiar casi exclusivo o, al menos, el más importante; distante afectivamente y portador de un status de poder público con connotaciones de omnipotencia.

Existen poderosos instrumentos de reproducción constante de los asignados socioculturales, siendo algunos de ellos los medios de difusión masiva encargados de generar y propagar como verdaderos “virus” algunos poderosos apuntadores de la cultura patriarcal donde el “ser hombre” se analogiza como ser distante, esquivo, torpe en los cuidados y atenciones a los hijos, rudo, inconmovible, etc.; así como las políticas sociales y disposiciones desde lo legal contribuyen a crear un perfil monolítico e inamovible de la paternidad, a la vez que reducido a funciones estereotipadas y limitantes del desarrollo personal.

Es así, que esta asignación del rol en cuanto al ejercicio de la paternidad en la sociedad actual deja al hombre extirpado, cercenado de una paternidad cercana, empática y nutriente, privado del disfrute de sus hijos, ubicándolo en un “status periférico” y excluyéndolo de la función de educación y crianza de sus hijos (Arés, 1996).

Ámbito legal:

Desde lo legal se implementa el cumplimiento de la norma social. Las leyes norman las libertades y los límites de movimiento conceptual y práctico de los deberes y derechos de los que se trate, pero siempre atendiendo a una correspondencia estrecha con lo sociocultural asignado.

Así los códigos y las leyes describen qué es ser hombre y ser padre a partir de un modelo de patriarcado. El patriarca proveedor es representado ahora como el jefe de la familia (Linhares, 1997). Se institucionaliza legalmente la distancia afectiva y el papel del poder arcaico como protector y autoridad indiscutible. Más aún, en este ámbito el mito del instinto maternal y la reducción de lo femenino a lo maternal conduce al supuesto – jamás cuestionado – de que sólo la madre es imprescindible para la crianza de los niños. La norma “natural” es que la madre consiga la custodia y al padre se le conceda la “visita” en la amplia mayoría de los casos que llegan a los tribunales de los países de Latinoamérica.

En muchos casos, la guarda del niño pasa a ser atribuida a la víctima como si fuera un premio y como instrumento de reparación de los daños causados por su pareja, mientras que el cónyuge culpado como responsable (aunque pueda no serlo) de la ruptura del matrimonio, queda automáticamente inhabilitado para el ejercicio de la guarda (Pereira de Castro, 1997).

A pesar del supuesto teórico de que la ley vela por la igualdad de derechos y deberes de la unión conyugal existe la tendencia legal ya instituida como un “saber” desde lo “natural”, de otorgar la guardia y custodia a la madre como portadora indiscutible de las cualidades y capacidades para la crianza, educación y afecto para sus hijos (en países como Chile, Uruguay, Argentina, Brasil y Cuba).

Desde lo legal, el padre vivencia la exclusión familiar a la que se ve sometido cuando ve cercenados sus derechos funcionales casi totalmente, pues en el mejor de los casos el ejercicio de la paternidad se ve ostensiblemente reducido a un sistema de visitas quincenales o a una pensión alimenticia a los hijos que desestimula el interés paterno por la figura del niño, trayendo como resultado el abandono físico y afectivo del menor. Se ven drásticamente reducidas las posibilidades de contribuir a la educación, hábitos y costumbres de sus hijos, ganando terreno la desmotivación y el desestímulo. Esto trae consigo sentimientos de pérdida de prestigio, minusvalía y desimplicación afectiva al verse impedido de participación, o generando en él una presencia intermitente que a menudo lo desorienta y confunde (tanto como a su propio hijo) sobre el quehacer educativo (Gilberti, 1985).

La literatura señala que con un padre intermitente se tiende a la deformación de la personalidad del niño que carece de los atributos paternos en el proceso de su formación (Pereira de Castro, 1997).

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