Escuchar Arte Complejo
Kaukoto17 de Diciembre de 2013
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ESCUCHAR: UN ARTE COMPLEJO
Carlos ALEMANY
Jesuita
Profesor de Psicología
Universidad Comillas. Madrid
«Nos han sido dadas dos orejas, pero sólo una boca, para que podamos oír más y hablar menos»
Zenón de Elea
Zenón de Elea era un buen observador de lo que ocurría en la vida cotidiana: que la gente de entonces hablaba mucho y oía/escuchaba muy poco. Hoy, veinticinco siglos después, su aforismo sigue siendo de plena actualidad. Ahi está como aviso, no sólo para navegantes, sino casi, casi, para náufragos...
¿Por qué practicamos tan poco algo que psicológicamente necesitamos tanto? Ciertamente, los vientos que corren acentúan la prisa, el activismo, el desahogo compulsivo, etc., a los que se suman los avances tecnológicos de la llamada «sociedad del clic». El teléfono, por ejemplo, un buen instrumento para poder comunicarnos, pasa a ser el elemento invasor más habitual en nuestras vidas. Ahora ya ni siquiera necesitamos levantarnos para atenderlo: el inalámbrico interrumpe la comida, la sobremesa.. . Cada vez es más frecuente ver cómo se utiliza en la calle o mientras se conduce el coche... Está, además, la «partline» (el totum revolutum, todos hablando a la vez); etc., etc.
Otro ejemplo: la juventud está ya plenamente inserta en la era del «walkman»: los «cascos» siempre puestos, en el metro, en el autobús, pedaleando, o a la salida de clase... ¡Siempre buscando la hiperestimulación. . . ! ¿Puede darse, en una sociedad así, con una vivencia del tiempo tan acelerada, el espacio, el ámbito y la serenidad suficientes para que se produzca esa escucha sosegada, esa conexión interpersonal que produce el saberse escuchado por el otro? Lo tenemos, ciertamente, bastante difícil. Por eso la escucha es, paradójicamente, un valor tan necesario como contracultural. Tal vez, cuando la hartura se haga ya inaguantable, tratemos de huir de la ciudad al campo. Sin embargo, es posible que nos llevemos con nosotros —también al campo— los ruidos internos y externos que nos impidan abrirnos a una acogida, al deseo que tienen de comunicarse con nosotros nuestra mujer, nuestros hijos, nuestros amigos o vecinos... Y, sin embargo ahí está siempre latente, como esperando su momento, esa capacidad de disfrutar lo natural, de escuchar el viento que peina la sierra, de oír a los pájaros que compiten, en variopinto concierto, con la «música callada».
Tony de Mello formulaba muy acertadamente esta búsqueda de la consciencia lúcida, esa que está presente y conectada a lo que se contempla, ve o escucha. En uno de sus cuentos trae a colación a un discípulo que se quejaba constantemente a su Maestro de que le ocultaba el secreto último del Zen.
«Un día, el Maestro se lo llevó a pasear con él por el monte. Mientras paseaban, oyeron cantar a un pájaro.
—'¿Has oído el canto de ese pájaro?', le preguntó el Maestro.
—'Sí', respondió el discípulo.
—'Bien, ahora ya sabes que no te he estado ocultando nada'.
—'Sí', asintió el discípulo»'.
Oír, escuchar, contemplar, requieren un ámbito y una actitud bien distintos de los que habitualmente nos rodean: ruidos, ruidos, ruidos... o palabras. «Palabras para cantar, palabras para rezar, palabras para llorar, palabras, palabras, palabras...», recitaba acertadamente José Antonio Labordeta allá por los años setenta.
Dos falsas creencias -o mitos- sobre el escuchar
A) ¿Es lo mismo «escuchar» que «oir»?
Es innegable que con frecuencia utilizamos indistintamente ambos verbos en nuestro lenguaje ordinario. «¿Es que no me has oído?», le pregunta la esposa a su marido. «Sí, sí... te estaba escuchando...», responde éste, aunque a duras penas podría repetirle las últimas palabras que ha registrado el microordenador de su cerebro.
Cuando hablamos de «oir», estamos refiriéndonos al proceso fisiológico que acontece cuando la recepción de las ondas -estímulos- produce una serie de vibraciones que llegan al cerebro. Hay un umbral de audición que tiene lugar cuando se producen ondas con una frecuencia de entre 125 y 8.000 c/seg. Por debajo de ese umbral, es muy poco... o nada lo que oímos:
—el silencio absoluto o el desierto están entre 0 y 10 decibelios;
—el ambiente de una biblioteca o el cuchicheo, entre 30 y 40 decibelios;
—una conversación habitual de tono moderado puede estar entre 50 y 60 decibelios.
Pero a partir de ahí se «dispara» la estimulación, y el ruido se hace fuerte, intolerable y hasta doloroso:
—el camión que descarga la basura, el frenazo de un coche o una acalorada discusión de los vecinos subirán los decibelios hasta 80-90; —una moto acelerando a tope por una urbanización, o una discoteca «normal», situarán la tensión entre 110-120 decibelios;
Por otra parte, el hecho físico de oír no puede ser detenido, ya que las vibraciones se transmiten a nuestro cerebro inevitablemente, lo queramos o no.
Escuchar es otra cosa. Escuchar es un proceso psicológico que, partiendo de la audición, implica otras variables del sujeto: atención, interés, motivación, etc. Y es un proceso mucho más complejo que la simple pasividad que asociamos al «dejar de hablar».
Relevantes psicólogos de nuestro tiempo han destacado la importancia de esta dinámica del escuchar, calificándola con elocuentes epítetos. C. Rogers hablará del «escuchar empático»; R. Carkhuff, del «escuchar activo», como contrapuesto al pasivo; J. Rowan, del «escuchar holístico» (la escucha como proceso de la totalidad); y E. Gendlin, del «escuchar absoluto» o del «escuchar terapéutico», subrayando en este caso que la escucha no es sólo una mera disposición o simple paso dentro de un proceso de cambio, sino que puede ser en sí misma un proceso sonante, por la capacidad que tiene de facilitar la clave de comprensión de los significados 2.
M. Marroquín ha insistido en esta misma línea, encuadrando la escucha activa como una destreza imprescindible en cualquier tipo de relación de ayuda 3.
También se ha categorizado adecuadamente el escuchar como el proceso de la atención psicológica interna. Escuchamos desde nuestro adentro, limpio de ruidos, y con la atención relajada y convergente. Esperanza Borús 4 desarrolla magníficamente esta relación entre atención-relajación, que hace posible el marco de referencia de la escucha eficaz, más allá de la mera audición repetitiva, tratando de crear todo un estilo de vida diferente.
B) ¿Habilidad natural o destreza aprendida?
La segunda falsa creencia o mito tiene que ver con la suposición de que escuchar es un proceso natural; de que, a no ser que tengamos lesiones orgánicas, escuchar es algo que nos viene dado por evolución desde nuestro nacimiento. Nacemos con los ojos y los oídos cerrados, y casi sin saber respirar; pero enseguida el instinto de conservación y nuestra propia evolución nos enseñarán a respirar, a ver, a oír, a gritar, a hablar y a andar.
Es indudable que hay personas con más habilidad que otras para manejar estos procesos de forma natural, lo mismo que hay personas mas hábiles para hablar, para escuchar o para nadar. Pero, curiosamente, a partir de los años setenta los distintos expertos o «gurus» se fueron encargando de advertirnos que «no sabíamos respirar», que «no sabíamos ver» —sólo sabíamos mirar—, que «no sabíamos relajarnos», que «no sabíamos acariciarnos», que «no sabíamos escuchar»...
Y es que, sobre una base natural, escuchar es una destreza que debe ser aprendida y enseñada, repetida y evaluada. Sólo entonces, lo que aparecía como un aprendizaje artificial pasa a ser algo ya integrado en nuestro propio talante personal. Eso sí, una vez detectados nuestros déficits y mejorados nuestros logros. Sobre ello diremos una palabra enseguida.
En definitiva, nadie tiene que enseñarnos a oír, a gustar o a tocar; pero todo es muy distinto cuando alguien nos hace diestros y expertos en la escucha profunda, en saborear los distintos gustos o en el uso del tacto como comunicación cálida: sólo entonces comprendemos la diferencia que se da entre los procesos naturales y los que se adquieren con programas de adiestramiento para operativizar y maximizar nuestros propios recursos personales. No caer en la cuenta de todo esto significa quedar encerrados —ensimismados— en nuestros propios ruidos o atrapados en las propias pantallas mentales, como muy acertadamente sugiere Krishnamurti:
«La mayoría de nosotros escuchamos a través de una pantalla de resistencia. De una auténtica escucha nos separan nuestros prejuicios, sean religiosos o espirituales, psicológicos o científicos; nos separan nuestras preocupaciones diarias, nuestros deseos o expectativas, nuestros miedos, etc. Y con esto como pantalla... ¡escuchamos! Por lo cual, lo que realmente escuchamos es... nuestro ruido, nuestro sonido, no lo que realmente está siendo dicho...» 5.
Escuchar y ser escuchado: un arte experiencial
Así pues, la dinámica de la escucha implica una actitud, una destreza que podemos ir mejorando, un proceso que puede desarrollar en nosotros uno de los valores personales mm valiosos e incluso proporcionarnos algunas de nuestras mejores experiencias vitales. Carkhuff habla de lo mucho que ayuda actualizar la motivación justamente en el momento anterior a la escucha de alguien. Aquí y ahora, ¿por qué es importante para él o para ella, para mí, para la interacción entre ambos, que yo escuche bien?
Sin embargo, a la larga, el auténtico proceso motivacional es el que nos transmiten nuestras
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