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Hermanas Papin

Chava2830 de Julio de 2014

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EL "CRIMEN" DE LAS HERMANAS PAPIN

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por G. Vialet-Bine y A. Coriat

Es jueves 2 de febrero de 1933 en la ciudad de Le Mans, departamento del Sarthe. Son alrededor de las ocho de la noche, la policía municipal se presenta en casa de René Lancelin, quien no logra entrar en su domicilio, fuerza la puerta del ex procurador judicial y descubre en el primer piso a la señora Lancelin y a su hija asesinadas, con los cuerpos horrorosamente mutilados y los ojos arrancados de sus órbitas. En el segundo piso, refugiadas en el fondo de su lecho y pegadas una a la otra, las dos sirvientas modelo, Christine y Léa Papin, confiesan sin dificultad haber cometido el doble asesinato de sus patronas, patronas irreprochables, según las palabras de las propias sirvientas. Únicamente, un incidente menor relacionado con una plancha descompuesta y un fusible que saltó parece haber desencadenado la “sanguinaria matanza”.

Esta crónica policial, aparecida en la primera plana del periódico local, La Sarthe, abría el misterio del caso “Lancelin-Papin”, misterio que daría lugar, durante medio siglo, a las más diversas interpretaciones y a polémicas entre expertos, pero también a creaciones literarias, cinematográficas y, finalmente, a la instalación de toda una iconografía, lo cual permitió que cada uno le atribuyera al crimen el color más conveniente para sostener su doctrina o su fantasía.

Retornemos al 2 de febrero de 1933. Toda Francia se apasionará por la historia de las hermanas asesinas y se dividirá en dos. Unos, los más numerosos, reclaman una venganza ejemplar. Una canción popular, compuesta durante el proceso, exige al tribunal criminal el cadalso para las “homicidas”. El otro bando, el de la intelligentsia marxista y surrealista, se apropia de la noticia policial. Jean Genet se inspira en ella para escribir su obra de teatro Las criadas. Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir transforman a las dos hermanas en “víctimas” de la lucha de clases. Simone de Beauvoir escribe: “Sólo la violencia del crimen cometido nos da una medida de la atrocidad del crimen invisible, en el que, como se comprenderá, los verdaderos asesinos ‘señalados’ son los amos”. Eluard y Benjamin Péret, desde mayo de 1933 las evocan como “ovejas descarriadas” salidas directamente de un “canto de Maldoror”.

Entre los surrealistas se instaura toda una imaginería en el corazón de la cual el crimen de las dos hermanas, al constituir un cuadro para el espectador, aparece como el medio supremo de expresión. Medio supremo de expresión también el vínculo existente entre ese crimen “insensato, inusitado, inexplicable” y la vida cotidiana “inmensamente banal” de las dos sirvientas modelo en una familia burguesa de Le Mans en 1933.

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Sólo algunos cronistas de talento, tales como Jérôme y Jean Tharaud que cubrían el acontecimiento para la prensa parisiense, mantienen cierta compostura, desconcertados por el trágico misterio, por la opacidad del enigma que envuelve a las dos hermanas.

Pero, entonces, ¿qué son? ¿Criminales, víctimas, heroínas, psicópatas? Es cierto que, como veremos luego, el acto criminal de las dos hermanas contenía ciertas sombras propicias a las proyecciones de cada espectador. En medio de esta cacofonía de voces y de interpretaciones y en este clima de contagio emocional, se elevó precisamente una voz que habría de dar sentido a las variadas visiones parcelarias al calificar el crimen de paranoico.

Es la voz de un joven psiquiatra que acaba de publicar su tesis de doctorado que lleva el titulo que ya conocemos, “De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad”, tesis en la que el caso central se nutre del encuentro de Lacan —pues de él se trata— con la famosa Aimée en la enfermería de Sainte-Anne.

En el curso de su tesis, también Lacan se apropia de la noticia policial que convulsiona a Francia. En diciembre de 1933, es decir dos meses después del proceso, Lacan publica, en la revista surrealista Le Minotaure, el artículo que abordaremos aquí titulado: “Motifs du crime paranoique: le crime des soeurs Papin”. Ciertamente, Lacan nunca conoció a las hermanas Papin; para su estudio se basó en la lectura del acto criminal, lectura que lo llevó, por lo demás, a modificar ciertas conclusiones de su tesis, cuando la tinta aún no se había secado por completo.

De modo que Lacan hace su entrada en el mundo psicoanalítico gracias a las enseñanzas de su paciente Aimée y de “sus hermanas en la psicosis”, Léa y Christine, del mismo modo que, en su época, lo hizo Freud de la mano de sus bellas histéricas. El artículo de Le Minotaure marca un punto de inflexión en su tesis sobre la paranoia de autocastigo y su invención del “estadio del espejo” de 1936. Punto de inflexión que abre un largo camino por el cual llegará a instaurar y a precisar las categorías de lo Simbólico, de lo Imaginario y de lo Real.

RELATO DEL ACTO HOMICIDA

Habiendo pagado la deuda correspondiente a los “Antecedentes” —para parafrasear a Lacan—, quisiera ahora penetrar en esta historia desarrollando dos puntos. El primero consistirá en proponer un análisis estructural del acto criminal haciendo hincapié en los rasgos específicos y singulares que lo caracterizaron. El segundo punto será llegar a comprender quiénes eran las hermanas Papin y para ello me limitaré a evaluar las características clínicas de su acto.

Singularidad del acto

Enfocaremos cinco aspectos principales:

— el carácter súbito; — la ausencia de motivo aparente; — la violencia y la ferocidad; — su rigor; — la simetría de las protagonistas.

Son alrededor de las 19 de esa noche de febrero de 1933. La señora y la señorita Lancelin regresan de una venta de caridad donde han hecho algunas compras menores, compras que quieren dejar en la casa antes de salir nuevamente a cenar en la ciudad. El ataque sobreviene en el momento en que las dos mujeres entran en la casa: los sombreros, los bolsos de mano, los

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paquetes desparramados cubriendo el piso alrededor de los cadáveres son el testimonio del carácter súbito del ataque; madre e hija no tuvieron siquiera tiempo para quitarse los sombreros o depositar los demás objetos sobre algún mueble; las manos de la señora Lancelin aún llevan puestos los guantes.

La ausencia de heridas de cualquier tipo, ni siquiera rasguños, en Léa y Christine, demuestra, por lo demás, que no hubo lucha. Las víctimas no pudieron defenderse ni prevenir el ataque; se trata, pues, de una agresión que, de entrada, alcanza el paroxismo de la furia. Además, ¿por qué razón deberían aquellas señoras estar vigilantes o alertas? Hasta un minuto, hasta un segundo antes de que se desencadenara el acto salvaje, nada había perturbado la tersa superficie de las relaciones entre las dos criadas y sus patronas. Pero, ¿entonces que ocurrió? Una plancha descompuesta, un fusible que saltó y sumergió la gran casona en la penumbra, tal vez una mirada de reproche, un relámpago de mal humor en los ojos de la señora Lancelin y todo se derrumba. A ese motivo fútil, a ese motivo insignificante, responderá la horrible carnicería.

Horrible, en efecto, es la palabra que corre bajo todas las plumas. Horror, en efecto, el de esos dos cadáveres bañados en su propia sangre con las cabezas espantosamente destrozadas a causa de los repetidos golpes recibidos. Horror además el que provoca esa papilla humana sanguinolenta, de partículas proyectadas aquí y allá sobre las paredes, materia cerebral, fragmentos óseos, dientes arrancados, salpicaduras de sangre. Más horrible aún, esos ojos “arrancados en vivo” en los primeros momentos del ataque: globos oculares que rodaron a merced de las asperezas del suelo, en un desorden de llaves, de guantes, de papeles arrugados: ojos muy abiertos para siempre carentes de mirada, objetos extraños.

El horror, pues, de esos ojos arrancados a víctimas vivas, “la metáfora más utilizada del odio”, como escribirá luego Lacan; sin embargo, para Léa y Christine, no se trata de ninguna metáfora: “Te arrancaré los ojos”, significa, al pie de la letra, en el sentido más puramente literal lo que han de ejecutar: estamos, pues, en una clínica de lo Real.

Sabemos que fue Christine, la mayor, quien realizó la mayor parte de la faena. Léa la sigue y se limita a imitarla. ¿De dónde sacaron estas dos niñas pálidas y endebles semejante fuerza diabólica? Energía furiosa surgida no se sabe de dónde, que las lleva a golpear hasta el límite de sus fuerzas con una ferocidad y un encarnizamiento inusitados. Lo “nunca visto”, lo nunca visto en los anales criminales.

Léa, por cierto, mete las manos en la masa, pero sólo al final de la operación. Ella es quien post mortem , una vez que sus víctimas están ya sin vida, les asesta profundas cuchilladas en las nalgas, los muslos y las piernas. Cortes profundos que llamará “tajaduras” y que indudablemente recuerdan las realizadas en la cocina, en los panes y las carnes, a fin de asegurase la cocción justa.

¿Sadismo, humor macabro, firma del acto, como a veces dejan los criminales en el lugar de sus fechorías? Ese complemento de obscenidad, ese desorden de ropa interior y carnes mezcladas talladas por el cuchillo no dejan de interrogamos. Encarnizamiento, pues, y ferocidad aun mayores por

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