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LA NEUROSIS

LORENVI13 de Febrero de 2014

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LAS NEUROSIS DE LA TERCERA EDAD

EL INEVITABLE paso del tiempo altera no sólo nuestros ritmos biológicos, sino también el equilibrio psíquico, sobre todo si era ya inestable y precario. Al entrar en la tercera edad se acentúan, en efecto, todos los trastornos de ansiedad que ya amenazaban, de forma más o menos latente, la salud mental de la madurez.

.Las formas neuróticas que se manifiestan en el anciano pueden dividirse desde el punto de vista clínico en neurosis que aparecen por primera vez en esta época de la vida y neurosis preexistentes que acompañan al paciente también en la senectud. Esta diferenciación adquiere un significado muy concreto si se considera el origen fundamentalmente conflictivo de estos trastornos y se reconocen ciertas situaciones de estrés de la vejez que pueden constituir factores de riesgo para la aparición de neurosis.

Se puede por tanto reconocer en el anciano un área conflictiva bastante concreta que guarda relación con la imagen de sí mismo y los cambios que esta imagen sufre por los cambios ligados a la edad.

Las formas neuróticas seniles pueden así considerarse expresión de una conflictividad que, activada por factores de estrés propios de la edad, se centra en la creciente divergencia entre imagen ideal e imagen real de uno mismo. Conviene, de cualquier forma, distinguir en la economía psicológica del anciano la influencia de elementos internos, propios de la personalidad, de la influencia de las condiciones externas. En general se corre el riesgo de que los rasgos del carácter no se integren en el conjunto o sufran un proceso de exacerbación. Por ejemplo, un anciano ya de por sí prudente se torna, con el paso de los años, avaro y desconfiado; un anciano extravertido se convierte en presumido y demasiado amigable, y un anciano temeroso se concentra cada vez más en su cuerpo y tiende a la hipocondría.

Estos caracteres del envejecimiento no son en absoluto generalizables, ya que también puede registrarse una suavización de ciertos rasgos dominantes de la personalidad, así como la aparición de aspectos nuevos que no se habían manifestado nunca anteriormente. Como factores externos se pueden entender todos los elementos que no guardan relación en origen con la afectividad del individuo, pero que pueden influir en ella, como la posición social, la salud y la compañía.

FACTORES PSICOLÓGICOS DE ESTRÉS

Relaciones interpersonales. Un elemento importante en la vida del anciano es el representado por los cambios en las relaciones sociales y familiares ligados a factores que, aunque externos, como la jubilación o la pérdida de seres queridos, tienen sin embargo una gran resonancia afectiva. La menor participación social modifica las relaciones familiares, sobre todo las relaciones entre los cónyuges, que pueden verse reforzadas en virtud de una mayor solidaridad o dependencia mutua, o pueden deteriorarse por la aparición de contrastes latentes durante mucho tiempo y que se manifiestan en forma de envidias, frustraciones recíprocas y sentimientos de rabia, centrados a veces en la forma subjetiva de afrontar el envejecimiento o de defenderse de la ansiedad.

En las relaciones con los hijos, se acentúan los conflictos generacionales ligados a los cambios en la relación padre-hijo y también a la presencia de sentimientos de rivalidad del anciano en relación a los hijos, que han realizado o pueden realizar todo lo que él no ha podido y ya no puede hacer.

Soledad. Especial importancia asume en la vejez el problema de la soledad, entendida como dimensión psicológica, que corresponde al término tan corriente de ‘sentirse solos”, y como dimensión real correspondiente en cambio al estar solos”.

Estos dos significados indican uno una situación subjetiva y el otro una condición objetiva, que pueden ser dependientes entre sí. En efecto, la sensación de soledad no se halla necesariamente ligada al aislamiento real.

Se atribuye asimismo mucha importancia a la dimensión del núcleo familiar, a la presencia del cónyuge, a la existencia de una red de relaciones personales y al estado de salud, entendido como dato objetivo y como percepción subjetiva. De cualquier forma, un dato relevante es que la soledad así entendida no guarda relación directa con la edad. Es decir, la idea de que los viejos son especialmente vulnerables a la soledad responde a una visión simplista de la realidad.

Desde el punto de vista psicológico, el hecho de sentirse solos se relaciona con un estado de la mente, con una situación interior, con la sensación de falta del otro” eventualmente incluso en presencia de éste, con una situación claramente distinta a la de estar solos. La sensación de estar solo indica pues un estado interior de sufrimiento que se puede experimentar también cuando se está rodeado de amigos u objetos de afecto y que se debe al fracaso en el desarrollo de la capacidad de estar solos.

Esto significa que en la vejez puede ser más difícil que a otras edades ser capaz de estar solo con uno mismo, pero significa también que esta capacidad se halla íntimamente relacionada con la organización de la personalidad individual. Por ello no es necesario que el anciano viva aislado para sentirse solo, pues puede sentirse solo también entre otras per sonas más o menos relacionadas con él.

Angustia de muerte. A través de la experien cia del cuerpo que envejece y enferma, el anciano recibe un aviso de la muerte, a la que deja de considerar de forma abstracta, convirtiéndose en una posibilidad de vida. Se trata de vivir con la perspectiva de la muerte, es decir, de un acontecimiento desconocido del que ningún individuo posee una representación directa; nadie puede imaginarse un mundo sin él mismo, como mucho se lo puede imaginar con él como espectador. De cualquier forma, la actitud de los ancianos en relación a la muerte no es en absoluto única. Por un lado se puede asistir a una especie de resignada aceptación de esta realidad biológica, sostenida y protegida por los sentimientos activados por la continuidad de las generaciones. Por otro lado el pensamiento de la muerte puede ser fuente de angustia y de desesperación, pudiendo ulteriormente alterar el ya de por sí precario equilibrio del anciano.

Se puede sin duda afirmar que los factores de personalidad son los elementos más importantes en la relación del anciano con la muerte y sus imágenes. El envejecimiento se caracteriza, pues, por una serie de modificaciones objetivas y subjetivas que habitualmente se indican como pérdidas, subrayando sobre todo el deterioro y las renuncias que conlleva la vejez, pero que se pueden considerar también como cambios, dejando abierta la posibilidad de una especie de reorganización de la identidad personal.

Identidad. La vejez, debido a los cambios y las adaptaciones que supone, se puede considerar como un momento de crisis de la identidad personal, que recuerda por analogía a otras crisis de la vida, como la de la adolescencia o la de “ser padres”, que no obstante tienen un significado distinto. En la senectud se ponen de nuevo en discusión el sentimiento de identidad personal y la imagen que el individuo tiene de sí mismo, con la consecuencia de una situación conflictiva más o menos dramatizada.

En este caso asume gran importancia la representación mental de vejez que cada uno de nosotros lleva dentro desde niño. En efecto, al hablar de vejez se reconoce en esta palabra, además de un contenido objetivo, también un significado subjetivo que deriva de la idea de la vejez formada en la infancia. A menudo nos asombramos por la insistencia con la que los niños exploran el significado de la palabra “viejo” o tildan de viejo a cualquiera. El niño vive en una situación de dependencia del adultos y sabe que cuando sea mayor la vejez será la situación en la que se encontrarán los adultos de su infancia, en primer lugar sus padres. “Cuando sea mayor, tú serás viejo y pequeño”: esta frase infantil tan común expresa una fantasía que forma parte del desarrollo infantil normal. Es posible que términos como “añiñarse” o “chochear” estén más relacionados con estas fantasías que con la constatación de cambios reales de regresión en la vejez. El término “vejez” representa en cualquier caso un atributo conferido otros más que a uno mismo, hasta tal punto que a nadie le parece responder a la imagen de vejez que tiene. Las consecuencias de ello son que los viejos son siempre los demás, así como una connotación negativa de la palabra vejez.

Además, la imagen de vejez que el individuo se construye es el resultado de identificaciones vividas a edad infantil, sobre todo en las relaciones con los padres y los abuelos. Las identificaciones realizadas por el niño se mantienen hasta cuando se produce una realidad objetiva que las reactiva. En la edad senil, en función de la naturaleza positiva o negativa de las vivencias, se producirá o no la aceptación del proceso de envejecimiento. En otras palabras, una relación vivida de niños con los “abuelos buenos” hará que el individuo pueda contemplar de forma positiva su propia vejez, mientras que la imagen de “viejos ariscos y duros” determinará miedo y desconfianza en relación al envejecimiento de uno mismo y será causa de conflictos. La vejez puede ser la edad de la impotencia y de la rabia, pero también la de la sabiduría y la serenidad. Existen en efecto personas que con la edad ven acentuados sus rasgos de misantropía y de desprecio por los demás seres humanos y asumen actitudes de queja y disgusto continuos. Otros asumen en cambio actitudes contradictoriamente infantiles, volviendo a la primera infancia a través de situaciones de dependencia total de los

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