La Hirinoa De La Educacion En America Latina
micela29 de Abril de 2015
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La educación, sujeta desde la Independencia a los intentos modernizadores ilustrados, no logró observar la diversidad cultural de América Latina. En el siglo XIX a través de la distinción barbarie/civilización y en el siglo XX bajo la fórmula del Estado docente, la educación cedió ante la fuerza unificante de fines económicos o políticos. La actual complejidad de las sociedades latinoamericanas rechaza aquella unidad y exige para la educación un nuevo rol: la preparación para la coordinación de diferencias. El objetivo de la igualdad social, impulsado desde la educación y vigente por dos siglos, deja su lugar a una integración pragmática donde cada instancia pasa a ser entendida desde su particularidad. Al menos desde el siglo XIX el pensamiento latinoamericano ha depositado en la educación sus esperanzas de igualdad y justicia social. Como el camino más confiable de movilidad y desconcentración del poder político, la educación inicialmente pareció construir un puente seguro entre la oscuridad de una tradición juzgada antihistórica y las fulgurantes luces de una modernidad en ciernes. Los liberales decimonónicos insertos en la esfera del Estado la ungieron como fuente de virtud, límite entre la barbarie y la civilización, inagotable manantial de certezas sustraídas a la ciencia positiva, la veneraron, la convirtieron en tarea nacional y en instrumento de ilustración y creciente bienestar. Luego, y sin haber logrado secularizar la sociedad, el Estado docente la invocó como antídoto contra la abismante pobreza originada en los propios esfuerzos de destradicionalización y en los intentos modernizadores y desarrollistas.
Sin embargo, cerca de dos siglos de educación no bastaron para eliminar la pobreza. Entretanto el progreso, preso de su linealidad, perdió capacidad inter
ALDO MASCAREÑO: sociólogo chileno, cursante del doctorado en Sociología por la Universidad de Bielefeld, Alemania. Nota: Agradezco a Marcelo Arnold (Universidad de Chile) y Lucas Sierra (Universidad de Cambridge) sus valiosos comentarios al texto. Las traducciones al español de los textos citados son mías.
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pretativa de las diferencias sociales y las instituciones republicanas siguen en medida considerable sujetas a asambleas militares, corrupción e inoperancia en la orientación de la sociedad. Entre aquel tiempo y el actual, entre la construcción de los Estados nacionales y la globalización del mercado, tuvo lugar una transformación estructural y semántica que situó a la educación, en tanto instrumento y puerta de acceso a la igualdad, ante sus propios límites, los límites de una alta complejidad social imposible de proyectar como totalidad en el presente de los programas y estrategias educativas. Educar no puede tener ya por finalidad aprehender la inteligibilidad del mundo, su unidad moral o su esencia histórica, pues toda unidad y toda esencia violentan una actualidad contingente en sus fundamentos y variada en sus expresiones. América Latina sabe de esta variedad. Es tradición en la selva amazónica y racionalidad en la urbe; magia de curanderos y causalidad de científicos. Es identidad religiosa y monetarización mercantil; es democracia y autoritarismo, pobreza y riqueza. América Latina es diferencia. La ironía de la educación consiste en renunciar a su anhelo de uniformidad social que la guió desde la organización de las repúblicas, para encontrar su legitimidad en la diferencia que quiso absorber. Paradojalmente, debe negarse a sí misma para ser lo que siempre pretendió ser, una fuente de interrogantes válidas ante la facticidad de un mundo cambiante. Solo por esa vía logrará acceder a una nueva posición en el seno de cada una de las distintas esferas de vida, evitando a la vez ser cautivada por la diversidad e inmediatez de los saberes prácticos. De no emprender esta transformación, la educación se sitúa a las puertas de una severa crisis; al hacerlo, entra por completo en ella, pues debe cuestionar profundamente su modo de observación del mundo y, ante todo, su observación de sí misma.
Unidad de la educación y diferencia en el siglo XIX
Deslumbrados por la expansión de la Revolución Francesa, el desafío de organizar los Estados nacionales y la oportuna colaboración que prestaba para ello el espíritu evolucionista de la época y la naciente filosofía positiva de Comte, el pensamiento latinoamericano del siglo XIX intentó reducir las diferencias internas de las nacientes sociedades latinoamericanas por medio de la unidad de los fines educativos. Se trataba de una tarea que concernía no solo al ámbito educativo, pues en el contexto post-independentista orden social, Estado y educación representaban esferas indisociables. La unidad de la educación era a la vez unidad de una imagen de sociedad plasmada en un Estado centralizado y portador de virtud republicana ante una periferia revestida de tradición, fuese ella popular, campesina, étnica o ligada a las ataduras de un antiguo orden colonial. Bajo el lema positivista «orden y progreso», los Estados nacionales parecían haber encontrado la fórmula que les permitiría distinguir entre unidad y diferencia en las sociedades latinoamericanas. Su observación pretendía hacer de la diferencia solo aquello que debía ser absorbido por la unidad: el campo por la ciudad, la tradición por el progreso, el caos por el orden, la barbarie por la civilización. Organizar a las naciones consistía en otorgarle coherencia a la existencia social, una cohe
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rencia de inspiración jerárquica, sustentada en principios causales y concéntrica en su concepción del poder político. Ciertamente mucho de ello había sido heredado de los siglos coloniales, sin embargo, el entusiasmo positivista de la época le otorgó legitimidad científica a la supresión de las diferencias –antes apoyada en el absolutismo monárquico– y transformó a la educación en el principal instrumento para llevarla a cabo. La instrucción pasó a ser una fuente de perfectibilidad, la imagen optimista de un progreso social de impronta darwiniano-spenceriana y la principal responsabilidad de todo buen gobierno. Durante el periodo colonial la esfera educativa había descansado principalmente en la Iglesia, y aun cuando el universalismo de la Compañía de Jesús garantizaba una cierta apertura a la diferencia, la educación en aquel periodo –señala Gonzalbo– «podía contemplarse como vehículo unificador de la población o como medio para acceder al humanismo cristiano» (p. 227). La expulsión de la Orden y la centralización borbónica cimentaron el camino para que, una vez lograda la independencia, la educación fuese un problema de atención estatal. En tanto límite entre caos y orden, entre el mero actuar y la acción virtuosa, la educación se instituyó en directriz del proceder republicano. Andrés Bello expresó con claridad este interés a mediados del siglo XIX: «Yo ciertamente soy de los que miran la instrucción general, la educación del pueblo, como uno de los objetivos más importantes y privilegiados a que puede dirigir su atención el Gobierno; como una necesidad primaria y urgente; como la base de todo sólido progreso; como el cimiento indispensable de las instituciones republicanas» (1981b, p. 10). El entusiasmo gubernamental no tardó sin embargo en convertirse una forma renovada de unificación ajena a la incorporación de la diferencia. El modelo no era ahora la España castellana, sino una Europa revolucionaria, cientificista y orientada al progreso. La educación se constituyó entonces en la fuerza responsable de configurar una sociedad civil impregnada de moral republicana y a la vez abierta a la aceptación de «un consenso jerárquico impuesto desde arriba» (Botana, p. 488).
A este fin sirvió también la distinción barbarie/civilización en tanto principio ordenador de los fines educativos. En su afamado Facundo (1845), Sarmiento destacó el valor de la educación formal para purificar y acercar al gaucho hacia el modelo civilizatorio europeo. Tal visión había sido anunciada pocos años antes, cuando, al decir de Sarmiento, todo aquello que tuviera lugar fuera del espacio urbano no podía ser sino barbarie (pp. 229-232). Los patrones educativos propios de este estado de barbarie reproducían un orden tradicional que el consenso jerárquico unitario no podía aceptar: mujeres en labores domésticas, hombres en trabajos agrícolas y niños en tareas del campo. Aunque más moderadamente, el propio Bello había apoyado años antes la necesidad de procesar estas diferencias por medio de la unidad de una educación estatal: «Es urgente hacer participar de estos bienes [de la educación] a los habitantes de las provincias y de nuestros campos, y en esto trabaja incesantemente el Gobierno» (Bello 1981a, pp. 36-37). Interés similar demostraba Alberdi, quien si bien dejaba buena parte de la tarea civilizadora a la expansión de las relaciones comerciales, no dudaba de la necesidad de una intervención educativa para transformar costumbres tradicionales
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profundamente arraigadas (Salvatore, p. 97). El fin educativo en Alberdi consistía nuevamente en una homogeneización de las diferencias socioculturales presentes en lo indígena, en los contextos campesinos y en las formas híbridas que entonces se consolidaban, como la religiosidad popular. Por su parte, el chileno Francisco Bilbao veía en la educación un sendero seguro para alcanzar la secularización definitiva de las sociedades latinoamericanas, impregnadas de un antiliberalismo heredado de siglos coloniales y del catolicismo hispánico (Zea). Paradojalmente, el ataque liberal de Bilbao era a la vez una defensa del unitarismo educativo del Estado y de su rol desdiferenciador y desencantador:
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