Los Cuatro Pilares De La Educacion
VillalobosNatty4 de Julio de 2015
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Voy a hablar sobre la calidad de la educación. Esto hoy en día es una temeridad, pues sobre este tema todo se ha dicho y sin embargo todo sigue en discusión; teorías, definiciones, experiencias prácticas, todo se ha expuesto, debatido y rebatido; el tema se ha abordado desde la filosofía, la pedagogía y el sentido común, desde el currículum, el maestro, las expectativas del empresario y las utopías del siglo XXI. En el fondo la pregunta es muy sencilla (y válida lo mismo para la enseñanza superior que para la preuniversitaria): ¿Qué es una buena educación?
RASGOS DE UNA BUENA EDUCACIÓN
a) El carácter.
Carácter era para los griegos uno de los primeros significados de la palabra ethos: la disposición moral de la persona, su temperamento y compostura, el conjunto de sus convicciones o de las virtudes y actitudes adquiridas; el ethos de los estoicos era el núcleo profundo que conducía la vida; posteriormente, por influencia del pensamiento platónico y cristiano, adquirió el matiz de un comportamiento normado por la disposición espiritual del ser humano y en el latín clásico designaba la conducta sabia y magnánima (Latapí, 1999:20).
b) La inteligencia.
Todos los sistemas educativos modernos han girado en torno al conocimiento, al grado de que se les reprocha cultivar unilateralmente la razón, sea la teórica o –ahora- la instrumental. Últimamente se pretende ahondar más su exagerado intelectualismo al orientarla a preparar la “sociedad del conocimiento”. Pertenece sin duda al concepto de un hombre educado el haber desarrollado su inteligencia, al menos a los niveles que le demanda la sociedad de su tiempo. Y la inteligencia se desarrolla a través de y conjuntamente con el lenguaje: pensamos porque hablamos y, en cierta forma, como hablamos; logos era para los griegos a la vez pensamiento y palabra.
c) Los sentimientos.
No sabría yo trazar la línea divisora entre inteligencia y sentimiento. Hoy están de moda la “inteligencia emocional” (Goleman, 1995) y las “inteligencias múltiples” (Gardner, 1995), pero a su manera los griegos se anticiparon con su término metis; esta palabra designaba un conjunto de actitudes, sentimientos o juegos del espíritu que acompañan la actividad de pensar. Alrededor de las funciones fundamentales del raciocinio, la inducción o la deducción, consideraban que intervenían la imaginación, la sagacidad, la exigencia de precisión, el sentido de oportunidad o el valor para manejar el absurdo.
La educación de los sentimientos va más allá; a ella le corresponde un vasto dominio casi ignorado por nuestro racionalismo pedagógico; el cultivo de la imaginación y la creatividad, el desarrollo de la intuición, la modulación de la sensibilidad y muy particularmente la educación para la compasión. Una educación que ignora la compasión será siempre terrible: producirá gente insensible al dolor y por lo mismo prepotente.
Lo que vagamente llamamos “sentido humano”, la capacidad de vibrar con la desgracia ajena, de indignarnos ante la injusticia o de desprendernos de lo que tengamos para regalarlo a quien lo necesita, brota de una raíz oculta: que hayamos asimilado el sentimiento de nuestra propia vulnerabilidad. Es esta vulnerabilidad compartida, este sentido del límite de nuestra existencia que colinda con el límite de las demás existencias humanas, esta aceptación de un desamparo radical, donde brota el encuentro con el “otro” igualmente vulnerado, y donde se fundamenta por cierto el sentido ético.
d) La libertad
Mucho se habla hoy de educar en los valores éticos, de las etapas de juicio moral en la trayectoria del educando, de la heteronomía a la autonomía moral, al establecimiento de los propios valores y la formación de normas para discernir el bien y el mal. Pero percibo una gran laguna en esta pedagogía: poco se atiende a la educación
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