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No Hay Cuotas


Enviado por   •  17 de Enero de 2014  •  1.115 Palabras (5 Páginas)  •  225 Visitas

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I

Tarde gris de octubre. Ráfagas de aire frío arrastran por la calle papeles arrugados y hojas amarillas, haciendo un ruido menudo y seco que va rasguñando el pavimento. Mujeres que caminan cabizbajas y presurosas afánanse por alisar la falda asustadiza que se esconde entre las piernas. Más allá de los tejados de rojo mortecino, más allá de las cúpulas adustas, extiéndense dormidos montes verdinegros, lejanías zarcas que cubre lenta neblina. Raudo corre el viento arremolinando el polvo. Tarde gris de octubre.

Calle abajo patinaba Enrique. Ruidos subterráneos parecían despertar a su paso. Patinaba despacio. La ausencia de preocupaciones reflejábase en su rostro que ya comenzaba a perder las suaves redondeces de la niñez. Revuelto el pelo ensortijado, firmes las piernas, toscas las manos de colegial, duro el cuerpo por el pelear frecuente.

Enrique pensaba muchas cosas sin pensar en nada. Era octubre y octubre significaba poco estudiar. ¡Los exámenes estaban tan lejos! Y ya eran recuerdos los sustos de julio. Aquellos exámenes no habían sido tan difíciles como dijo serían el bachiller Monzón. Todos los años era igual. "Estudien, estudien mucho, porque este año sí es verdad que van a estar fuertes los exámenes." ¡Ah, ese bachiller Monzón sí que gustaba asustarlos! Pero después, todo era lo mismo. ¿Y ahora? Ahora era octubre. Mes sin libros. Mes de viento frío, cortante, que hace llorar los ojos.

Y el viento pasa llevándose la tarde gris. La noche se va metiendo sigilosamente en la ciudad. De puntillas sobre el algodón de la niebla que ya cubrió los montes zarcos.

Enrique paró en la esquina. Frente a él estaba la pequeña plaza, con sus árboles enhiestos, su estatua procera en el medio y sus faroles grandes iluminando las esquinas. Enrique escudriñó la plazuela. Buscó a sus compañeros de juego. Pero ninguno estaba allí. Volvió la cara con un gesto de fastidio hacia la calle que aparecía a su izquierda y tornó a patinar. Casi no hacía esfuerzos por patinar. Tanto patinaba que ya era acción inconsciente. Simple hábito. Igual que caminar.

Pero, he aquí que pasando frente a una casa verdosa situada casi al llegar a la otra esquina, notó que en una de las ventanas una muchacha leía en un libro. ¿Quién era aquella muchacha? Él no recordaba haberla visto antes. ¿O sí la había visto? Quizás sería nueva en el barrio. Quizá no. Pero la verdad era que le había gustado. ¡Ah, por fin le gustaba una muchacha! Era una emoción inesperada.

¿Qué era eso de tener una muchacha? Recordó que en el colegio, los internos —casi todos— tenían en sus cuartos retratos de mujeres. Y ellos decían: "Es mi muchacha". ¡Una muchacha de uno! Una muchacha de uno es la que le da a uno su retrato y le pone el nombre abajo.

Pero, ¿qué hacía él parado en esa esquina? Ya era noche. Tendría que irse. A su padre no le gustaba que él llegara cuando ya estaban sentados a la mesa. No lograba resolver nada. Los amigos siempre decían cuando les gustaba una muchacha: "Me le voy a parar en la ventana". ¿Pero, qué diría él si se paraba en la ventana?

Tornó a patinar, ahora calle arriba. Sentía un frío extraño y grasiento en las manos. Dentro del pecho el corazón le rebotaba como una pelota de goma.

Ya estaba frente a la ventana. La niña, sorprendida por tan inesperado visitante, apartóse instintivamente de los balaustres. Pero Enrique, aplacándose el pelo revuelto y pasándose la mano por la cara que sentía caliente y roja, la atajó:

—Señorita, este... dispénseme, pero ¿usted no sabe, por casualidad, dónde vive la familia... Rodríguez ?...

La niña contrajo las cejas fingiendo interés.

—¿Rodríguez? ¿Familia Rodríguez? No, no sé...

—Sí, Rodríguez, ¡caramba!, me dijeron que era por aquí.

—¿Sí? —contestó la niña, ya definitivamente extrañada por tan absurdas palabras.

La situación era realmente angustiosa. Enrique pudo notar que ya la niña parecía impacientarse.

...

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