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Singularidad Del Ser Humano

Elmascapo201511 de Abril de 2015

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a) El sentido de esta expresión

Se ha dicho con toda razón que no resulta legítimo «definir al hombre como individuo de la especie homo (ni siquiera homo sapiens )».Muy al contrario, «el término “persona” se ha escogido para subrayar que el hombre no se deja encerrar en la noción “individuo de la especie”, que hay en él algo más, una plenitud y una perfección de ser particulares, que no se pueden expresar más que empleando la palabra “persona”».

Son ese apogeo y excelencia peculiares los que, según vengo apuntando, invierten entre los hombres las relaciones individuo-especie que tienen vigencia en el caso de las realidades infrapersonales.

Me explico: En el reino de lo infrahumano (animales, plantas…), cada individuo no es más que un momento pasajero del persistir de su especie y, más allá todavía, un resultado efímero del disponerse de la materia: una fracción dentro del todo o, si se me permite la expresión, una suerte de «préstamo ecológico», que surge del conjunto de la naturaleza corpórea, persiste durante algún tiempo… y vuelve a sumergirse en ella sin dejar ningún rastro propiamente individual.

Como consecuencia, adquiere su significado gracias a la especie de la que forma parte y, a través de ella, se encuentra sometido y subordinado al bien del universo en su conjunto (el llamado equilibrio ecológico). No sólo la especie importa más que cada uno de sus ejemplares, sino que éste obtiene toda su valía por servir a la totalidad en que se integra. Cosa que consigue, según vengo insistiendo, en la medida en que mejor encarna los atributos propios de su especie o raza, en que es más igual a todos los demás, en que los repite.

En tal sentido, sostiene Kierkegaard, con el lenguaje paradójico que le caracteriza: «Tienen razón los pájaros cuando atacan a picotazos, hasta la sangre, al pájaro que no es como los otros, porque aquí la especie es superior a los individuos singulares. Los pájaros son todos pájaros, ni más ni menos». Pero todavía resultan más significativas las palabras que añade de inmediato: «En cambio, el destino de los hombres no es ser “como los otros”, sino tener cada uno su propia particularidad».

La cuestión podría comentarse así: Por su tenue consistencia en el ser y en el obrar, los animales, las plantas, las realidades inertes, no tienen ni aptitud ni «derecho» para destacar su individualidad, recortándola sobre el horizonte del cosmos y de la peculiaridad de la familia biológica a la que pertenecen; son propiamente parte de su especie: fracción.

Al contrario, el hombre se despega hasta tal punto de la suya propia, como algo dotado de valor por sí mismo —como persona—, que, en un tono un tanto hiperbólico, casi podría afirmarse que:

No existe especie humana (cuando lo que se considera en cada varón o mujer es su índole personal).

O, tal vez, que entre los hombres la especie reviste un significado totalmente distinto —casi opuesto— al que posee entre los animales y las plantas.

O, mejor todavía, porque aquí no queda ya rastro de metáfora, que esa especie —que realmente sí existe— no se configura de tal modo que el ser humano quede plenamente definido por su mera pertenencia a ella, de modo que tanto diera uno como otro.

Muy lejos de todo esto, en un sentido nada figurado: cada persona humana —cada uno de nuestros interlocutores— trasciende su propio género y ostenta un significado particular, propio y nobilísimo, al margen o con independencia de los demás exponentes de la humanidad (o, en casos más precisos, del grupo o clase a que pertenece, de los intereses del colegio o de la empresa, etc.). Algo muy similar sostiene Pareyson cuando afirma que «en el hombre, por decirlo de algún modo, todo individuo es único en su especie».

b) Algunas de sus consecuencias

De aquí, sea dicho sólo de pasada, la conveniencia de esforzarnos por llamar a cada uno de nuestros conocidos, de nuestros amigos y familiares, por su nombre de pila, propio e irrepetible, y de ser consecuentes con esta denominación. Como explica Forment, «cada persona o individuo humano es único e insustituible. Merece, por ello, ser nombrado no con un nombre que diga relación a algo genérico o específico, sino con un nombre propio, que se refiera a él mismo. Un nombre que indica su carácter individual y valioso por sí mismo. Sólo las personas tienen nombre

propio. Si se da también a otras realidades es por su relación directa con personas. El nombre propio se puede extender de la persona, su objeto directo, a su entorno, que tiene un nombre propio no por sí mismo, sino por estar referido a las personas», que son lo más perfecto de toda la naturaleza, lo supereminente y valioso en sí y por sí.

Con todo, siendo este un corolario no despreciable y de aplicación cotidiana, existen consecuencias de mucho mayor calado, especialmente relevantes en la sociedad actual, que, de manera no siempre explícita pero muy a menudo efectiva, tiende a homogeneizar, masificar… o como prefiramos denominarlo, con tal de que seamos conscientes de que todo ello lesiona y disminuye la categoría de las personas, las «des-personaliza». De lo que deriva la necesidad de «singularizarse» si se quiere alcanzar la plena condición personal.

(Para prevenir confusiones en torno a este singularizarse, transcribo unas palabras de Carlos Cardona, que muy bien podrían reemplazar, y con ventaja, a cuanto me dispongo a exponer, y que ahora utilizo para dotar a ese desarrollo de su más pleno significado. Tras afirmar que «la verdadera singularidad de la persona humana […] nada tiene que ver con las extravagancias y las rarezas, que no son más que disfraces que encubren un vacío de personalidad», Cardona agrega que se trata más bien de «ser un hombre común, pero personalmente y a fondo, hasta el heroísmo, dando la vida a Dios, por los otros. […] La verdadera singularidad humana es esta, que tiene su origen en un singular acto creador divino para cada alma, y que tiene su posibilidad en la libertad que Dios nos ha dado, precisamente como facultad de amar generosa y liberalmente: a Él mismo de modo absoluto —y como correspondencia, para la unión de amistad eterna—, y a los otros porque Dios los ama». Y concluye: «Esta es la auténtica singularidad del hombre común, precisamente para la comunión. Esto es ser realmente persona y poner la base esencial para que pueda haber una comunidad verdaderamente humana».)

i) La obligación de ser uno mismo.

Más de una vez he comentado que, como las restantes, semejante obligación deriva del deber primordial de todo ser humano de dar de sí cuanto le sea posible: de alcanzar su plenitud o cumplimiento.

Lo que me gustaría mostrar es que tal perfeccionamiento es paralelo al incremento de singularización de cualquier persona. O, con palabras más sencillas, que nadie puede mejorar sino siendo cada vez más quién es y está llamado a ser, radicalmente diverso de cualquier otro. En cierto modo, se trata de una doctrina reconocida al menos desde Platón. Ya este filósofo vio muy claro que para ser aquel que somos hemos de no-ser (de dejar-de-ser) absolutamente todo lo demás: para ser este varón concreto que soy, no puedo ser ni mujer, ni animal, ni planta… ni cualquier otro varón de los que pueblan el universo.

Y si esto es ya así en el inicio de nuestra vida —y tiene una manifestación muy clara en la dotación genética propia y exclusiva—, se va agudizando con el avanzar de la misma. Entre otros motivos porque: a partir de lo que nos ofrece la naturaleza y la educación que vamos recibiendo, y en estrecha y recíproca interconexión con todo ello, nuestro particular modo de ser (conocido a menudo como «personalidad») lo vamos forjando principalmente a través de elecciones, que nos marcan o conforman con más o menos intensidad; tales elecciones suelen realizarse por lo común optando por alguno de los componentes de una alternativa, y dejando fuera los restantes; por consiguiente, esa cadena de opciones configura una manera de ser progresivamente más perfilada y única, puesto que el abanico de posibilidades decrece en cierto modo y se particulariza con cada nueva decisión; y todo ello nos perfecciona en la medida en que más se adecue a las aptitudes, cualidades, etc. con que en cada instante vamos contando: siempre dando lo mejor de nosotros mismos y no intentando imitar a ningún otro.

Desde tal perspectiva, vienen muy a cuento las palabras que Unamuno dirigía a un escritor novel, que le había escrito en son de queja porque el éxito de sus obras le parecía muy escaso en comparación con el que cosechaban otros en su opinión peor dotados. Don Miguel le contestó: «No te creas más, ni menos, ni igual que otro cualquiera, que no somos los hombres cantidades. Cada cual es único e insustituible; en serlo a conciencia pon todo tu empeño». «Ni igual… ». Se trata de una puntualización de enorme relevancia, tomada con toda probabilidad de su principal

inspirador, Søren Kierkegaard, que afirmaba de modo aún más tajante: «Ser completamente “como los otros” parece una forma de confianza hacia los otros, y como tal se proclama y se alaba naturalmente también en el mundo [...]. No, querer ser del todo como los otros es una vileza deshonesta, grandiosa, precisamente hacia los otros. Por eso la pena ha venido también sobre el género humano: que estos millones viven todos, hasta el último, hacinados en una barraca, porque cada uno es la copia perfecta del otro. De ahí su angustia e indecisión y desconfianza,

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