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DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA

AlejandroR2513 de Octubre de 2013

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Capítulo VI

LA CONCIENCIA MORAL

Grandeza de la conciencia

La conciencia es lo más noble del hombre y de la mujer. Si la libertad es el constitutivo del existente humano, la conciencia señala el ser mismo de la persona. Orígenes escribió: «El alma del alma es la conciencia». En efecto, la conciencia es como la quintaesencia de la persona. Se dice de ella que es «su núcleo más íntimo», el «santuario de Dios», «sagrario del hombre», «lugar en el que Dios le habla»... Por eso se la adjetiva como «sagrada».

El sentir popular reconoce esta sacralidad y dignidad, hasta el punto que define la calidad de la persona por su conciencia. De ahí que el elogio máximo de alguien se concreta en el dicho popular: «Es un hombre o mujer de conciencia», y con ello se hace el encomio máximo. Paralelamente, el juicio más negativo se expresa en términos semejantes: «Ese hombre o esa mujer no tienen conciencia». Y también este comentario encierra el veredicto límite sobre la categoría moral de un individuo.

Asimismo, la importancia de la conciencia personal se refleja en las expresiones que demandan su reconocimiento y exigen sus derechos. Sentencias tales como «no permito que alguien se meta en mi conciencia», «exijo que se respete mi conciencia», «esto no lo permite mi conciencia», «es algo que debo hacer en conciencia», etc. son expresiones que surgen espontáneas en momentos en los que la persona humana debe tomar una decisión que compromete su más íntimo ser.

En correspondencia con la grandeza de la conciencia personal, las grandes Declaraciones de los derechos humanos reconocen la «libertad de conciencia» como uno de los derechos fundamentales, el cual, a su vez, es la base de otros muchos derechos. De ahí que, a dicho reconocimiento, responda la «objeción de conciencia» como el derecho que protege a la conciencia contra cualquier injerencia extraña, bien sea de particulares o de los Estados. «Libertad» y «objeción» de conciencia están reconocidas en la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU (art. 18) y en la Declaración sobre Libertad Religiosa del Concilio Vaticano II (LR, 1-2; cfr. GS, 79).

La descripción más exhaustiva y el papel decisivo que la conciencia desempeña en la vida moral quedó expresado literalmente en la Constitución «Gaudium et spes» con estas solemnes palabras:

«La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que yerre la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien, y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado» (GS, 16).

En resumen, este texto conciliar entraña las siguientes afirmaciones:

• La conciencia, sagrario del hombre, es lo más íntimo de la persona.

• En la conciencia, Dios habla al hombre.

• La conciencia descubre al creyente el precepto máximo del amor.

• Por la conciencia los hombres se unen entre sí en la búsqueda de la verdad.

• La conciencia recta es la seguridad máxima para ser fieles a la vida moral.

• La conciencia no pierde su dignidad cuando actúa con ignorancia invencible;

• La conciencia se degrada cuando, conscientemente, comete el pecado.

Definición

El Catecismo de la Iglesia Católica define la conciencia en los siguientes términos:

«La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho» (CEC, 1796).

La definición esclarece que la conciencia es un juicio racional práctico que juzga acerca de la bondad o malicia de una acción. En efecto, al modo como la razón teórica juzga de la veracidad o falsedad de una verdad especulativa, el hombre también es capaz de hacer juicios prácticos. El fundamento es obvio: dado que el hombre conoce y actúa, además de formular juicios teóricos sobre la verdad y el error de ciertos enunciados intelectuales, también debe ser capaz de emitir juicios teórico- prácticos sobre el valor moral de sus actos. Este juicio de la razón práctica es la conciencia.

Por consiguiente, la función de la conciencia es juzgar las propias acciones del individuo, dictaminando su cualidad; es decir, juzga si son buenas o malas.

División

a) Por el modo habitual de emitir el juicio cabe distinguir varios tipos de conciencia, las más frecuentes son estas tres: delicada, escrupulosa y laxa:

- Conciencia delicada es la que trata en todo momento y en los actos más pequeños de juzgar rectamente sobre lo mandado o prohibido con el fin de cumplirlo.

- Conciencia escrupulosa es la que encuentra motivo de pecado donde no hay razón alguna para ello.

- Conciencia laxa es la que por la razón más nimia se siente justificada para no observar lo mandado.

b) En razón de la responsabilidad con que se emite el juicio cabe distinguir la conciencia recta y la torcida:

- Conciencia recta es la que se ajusta al dictamen de la razón: «Se llama prudente al hombre que elige conforme a este dictamen o juicio» (CEC, 1780).

- Conciencia torcida es la que no se somete a la propia razón: Responde al hombre que actúa de modo imprudente y temerario.

Las diversas clases de conciencia se deducen de su relación con la ley o norma moral. El tema lo trataremos de modo expreso en el Capítulo VII. Ahora baste decir que la conciencia emite su juicio a partir de lo que determina la ley: ella no dictamina ni crea el bien y el mal, sino que lo deduce de lo que preceptúa o prohíbe la ley. La relación entre ley y conciencia se formula en este conocido principio: la conciencia es la norma próxima y la ley es la norma remota del actuar humano.

Crisis de la conciencia

Es preciso constatar que algunos contemporáneos niegan la existencia de la conciencia. Nos encontramos nuevamente (lo mismo que hemos dicho al hablar de la libertad) con una incoherencia histórica: ¿Cómo es posible que en una época cultural que valora hasta límites insospechados la conciencia, algunos se empeñen en negarla? Desde la diatriba de Nietzsche que escribió: «la conciencia es una terrible enfermedad», no faltan quienes achacan su origen a prejuicios religiosos, por lo que, en la teoría y en la práctica, pretenden negarla.

El argumento más convincente de la existencia de la conciencia —además de esa convicción universal en todos los tiempos y en las más diversas culturas que es imposible eludir— es la propia experiencia personal la que testifica la existencia de la conciencia en cada persona: todos experimentamos esa capacidad de re-flexión sobre nosotros mismos que nos «hace caer en la cuenta» de lo que hacemos, juzgando su bondad o malicia. Y, si es claro que la «re-flexión» intelectual es la causa del conocimiento teórico, menos aún cabe negar que la «re-flexión» sobre el propio actuar nos advierte de la veracidad de los juicios acerca del bien o del mal de las acciones que hemos realizado o que nos disponemos a llevar a término.

Desde la Biblia, la existencia de la conciencia es un dato incuestionable. Con diversos términos se señala que el actuar del hombre tiene que confrontarse con el dictamen de su conciencia. Según la Revelación, la conciencia está tan enraizada en el ser humano, que se la identifica con el corazón. Así se expresa el libro de los Proverbios: «Tened mis preceptos escondidos en vuestros corazones. Grabadlos sobre la tabla de vuestro corazón» (Prov 3, 1-3). Asimismo, la Biblia refiere que «Dios investiga la conciencia del hombre» (Eccl 42. 18) y que, ante la mala conducta, el pecador se verá acosado «por los remordimientos de la propia conciencia» (Sab 17, 11).

En el Nuevo Testamento se menciona 30 veces el término conciencia, con el cual se significan los diversos usos que se hace de ella: se alaba la buena conciencia (1 Tim 1, 5); se recuerda el respeto a la conciencia propia y ajena (1 Cor 10, 25- 29); se contrapone la conciencia de los paganos y de los cristianos (Rom 2, 15; 13, 5); se recomienda respetar la conciencia de los débiles (1 Cor 7-13), etc. Y San Pablo subraya su «conciencia irreprensible ante Dios y ante los hombres» (Hech 24, 16); por eso aconseja a los creyentes que «no tengan conciencia alguna de pecado» (Heb 10, 2), puesto que tendrán que «dar cuenta a Dios de los juicios de su conciencia» (2 Cor4, 2).

«Libertad de conciencia» y «Libertad de las conciencias»

En el afán de defender la conciencia y su intimidad, se suelen usar dos expresiones que no son unívocas, más bien son equívocas; pero se emplean indistintamente: «libertad de conciencia» y «libertad de las conciencias.

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