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EXHORTACIÓN APOSTÓLICA EVANGELII GAUDIUM (fragmento)

dalejadiaz27 de Febrero de 2014

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EXHORTACIÓN APOSTÓLICA

EVANGELII GAUDIUM

DEL SANTO PADRE

FRANCISCO

A LOS OBISPOS

A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS

A LAS PERSONAS CONSAGRADAS

Y A LOS FIELES LAICOS

SOBRE

EL ANUNCIO DEL EVANGELIO

EN EL MUNDO ACTUAL

1. LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO llena el corazón y la vida entera de los que se

encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del

pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo

siempre nace y renace la alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los

fieles cristianos, para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada

por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los

próximos años.

I. Alegría que se renueva y se comunica

2. El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de

consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y

avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia

aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no

hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la

voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el

entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo,

cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres

resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y

plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el

Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.

3. Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se

encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o,

al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo

cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta

invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría

reportada por el Señor».1 Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando

alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su

llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a

Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu

amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito.

Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos

redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido!

Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros

los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a

perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona

setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez.

Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e

inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con

una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos

la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos

muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos

lanza hacia adelante!

4. Los libros del Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de la

salvación, que se volvería desbordante en los tiempos mesiánicos. El

profeta Isaías se dirige al Mesías esperado saludándolo con regocijo: «Tú

multiplicaste la alegría, acrecentaste el gozo» (9,2). Y anima a los

habitantes de Sión a recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y de

júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha visto en el horizonte, el profeta lo invita a

convertirse en mensajero para los demás: «Súbete a un alto monte, alegre

mensajero para Sión, clama con voz poderosa, alegre mensajero para

Jerusalén» (40,9). La creación entera participa de esta alegría de la

salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! ¡Prorrumpid, montes, en

cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a su pueblo, y de sus

pobres se ha compadecido» (49,13).

Zacarías, viendo el día del Señor, invita a dar vítores al Rey que llega «pobre

y montado en un borrico»: «¡Exulta sin freno, Sión, grita de alegría,

Jerusalén, que viene a ti tu Rey, justo y victorioso!» (Za 9,9).

1 PABLO VI, Exhort. ap. Gaudete in Domino (9 mayo 1975), 22: AAS 67 (1975), 297.

Pero quizás la invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías, quien

nos muestra al mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de alegría

que quiere comunicar a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena de vida releer

este texto: «Tu Dios está en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de

gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo» (So

3,17). Es la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida

cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios:

«Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien […] No te prives de

pasar un buen día» (Si 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás

de estas palabras!

5. El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita

insistentemente a la alegría. Bastan algunos ejemplos: «Alégrate» es el

saludo del ángel a María (Lc 1,28). La visita de María a Isabel hace que

Juan salte de alegría en el seno de su madre (cf. Lc 1,41). En su canto

María proclama: «Mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi salvador»

(Lc 1,47). Cuando Jesús comienza su ministerio, Juan exclama: «Ésta es mi

alegría, que ha llegado a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús mismo «se llenó de

alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Su mensaje es fuente de gozo: «Os

he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría

sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría cristiana bebe de la fuente de su

corazón rebosante. Él promete a los discípulos: «Estaréis tristes, pero

vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). E insiste: «Volveré a

veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá quitar vuestra alegría»

(Jn 16,22). Después ellos, al verlo resucitado, «se alegraron» (Jn 20,20). El

libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que en la primera comunidad

«tomaban el alimento con alegría» (2,46). Por donde los discípulos pasaban,

había «una gran alegría» (8,8), y ellos, en medio de la persecución, «se

llenaban de gozo» (13,52). Un eunuco, apenas bautizado, «siguió gozoso su

camino» (8,39), y el carcelero «se alegró con toda su familia por haber

creído en Dios» (16,34). ¿Por qué no entrar también nosotros en ese río de

alegría?

6. Hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua.

Pero reconozco que la alegría no se vive del mismo modo en todas las

etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se adapta y se

transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace

de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo.

Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves

dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la

alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme

confianza, aun en medio de las peores angustias: «Me encuentro lejos de la

paz, he olvidado la dicha […] Pero algo traigo a la memoria, algo que me

hace esperar. Que el amor del Señor no se ha acabado, no se ha agotado su

ternura. Mañana tras mañana se renuevan. ¡Grande es su fidelidad! […]

Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor» (Lm 3,17.21-23.26).

7. La tentación aparece frecuentemente bajo forma de excusas y reclamos,

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