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Racionalidad Y Fe

ceci07106 de Junio de 2013

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RACIONALIDAD Y FE

Algunas de las consecuencias de cavar una sima que separe la fe de la racionalidad,

de manera antibíblica, son las siguientes:

La primera consecuencia de colocar el cristianismo en el «piso de arriba» tiene que

ver con la moralidad. Se plantea, rápidamente, el problema de saber cómo podemos

establecer alguna relación entre el cristianismo de arriba y la esfera de la moral en la

vida de cada día. La respuesta, simplemente, es que tal relación es imposible. Como

hemos visto, no existen categorías arriba; aún más; ¡en «el piso de arriba» no hay

manera de hallar categorías! No puede, pues, ofrecerlas. Por consiguiente, lo que hoy

forma realmente el llamado «acto cristiano» no es más que el consenso de la iglesia o

el consenso de la sociedad, es decir: lo que la iglesia o la sociedad, o ambas a la vez,

juzgan que es deseable en un momento particular dado. Pero, es imposible tener así

una auténtica moral en el mundo concreto y real, luego que hemos hecho la separación.

Lo que queda es, simplemente, un conjunto de normas éticas relativas y extremadamente

volátiles.

La segunda consecuencia de dicha separación es que dejamos de tener una adecuada

base para la ley. La totalidad del sistema reformado —la Reforma del siglo XVI,

que vindicó el sistema biblico— por lo que hace a la ley se basaba sobre el hecho de

que Dios había revelado algo real y que descendía hasta las cosas comunes de la

vida. Existe una bella pintura realizada por Paul Robert y que se halla en el viejo

edificio del Palacio de Justicia de Lausanne (Suiza). Se llama «La Justicia Instruye a

los Jueces». La pintura nos describe muchos pleitos; a lo largo y ancho del mural

aparecen las esposas pleiteando contra sus maridos, los maridos contra las esposas,

los arquitectos contra los albañiles, los comerciantes contra los artesanos, etcétera.

¿Cómo juzgarán los jueces entre todas estas personas querellantes? Esta es la

manera cómo hacemos justicia en un país reformado, contesta Paul Robert. Sobre el

lienzo, la figura de la Justicia señala con su espada a un libro sobre cuyas páginas se

leen las palabras «LA LEY DE DIOS». Para el hombre reformado la ley tenía una

base: la Palabra de Dios, la Biblia. El hombre moderno no sólo ha echado por la borda

a la teología cristiana, sino que ha arrojado al mismo tiempo la posibilidad de usar lo

que nuestros abuelos consideraban como la base de la moralidad y la ley, como el

fundamento de la ética privada y pública.

Otra consecuencia es que nos quedamos sin respuesta para el problema del mal.

La respuesta cristiana reposa en el hecho histórico de la caída, un hecho que ocurrió

en el espacio y en el tiempo. La caída, real y completa, en tanto que hecho histórico,

constituye la única respuesta al problema del mal. El error de Tomás de Aquino consistió

en explicar la caída como incompleta. Pero, la verdadera posición cristiana es

que, en el espacio y en el tiempo —en la historia, por consiguiente—, hubo un hombre

no programado que hizo una elección y se rebeló realmente contra Dios. Si prescindimos

de esto, tendremos que enfrentarnos con el profundo pesimismo de Baudelaire:

«Si hay un Dios, es el diablo», o con la afirmación de Archibald Mac Leish en su obra

J.B. : «Si es Dios no puede ser bueno, si es bueno no puede ser Dios». Sin la respuesta

cristiana de que Dios creó un hombre significativo en el marco de una historia con

significado y que el mal es el resultado de la revuelta de Satán y luego del hombre en

una rebelión histórica en el espacio y en el tiempo, no existe respuesta y sólo nos

queda aceptar con lágrimas la afirmación de Baudelaire. Una vez se prescinde de la

respuesta bíblica, todo lo que podemos hacer es dar el salto de la irracionalidad y

decir, contra toda razón, que Dios es bueno. Subrayemos, una vez más, que si aceptamos

la dualidad, pensando que así escapamos del conflicto con la cultura moderna o

que eludimos los problemas que nos plantea el consenso del pensamiento contemporáneo,

nos encontramos atrapados en una ilusión. Por cuanto, sólo al dar unos pocos

pasos, descubrimos que nos estamos adentrando en el mismo lugar en que viven

nuestros oponentes.

La cuarta consecuencia de situar el cristianismo arriba, en la región de lo ilógico, es

que perdemos nuestra oportunidad de evangelizar al verdadero hombre del siglo

veinte en medio de su condición auténtica. El hombre moderno suspira por una respuesta

diferente, una respuesta que no sea la que ya conoce: que se halla condenado.

No aceptó la línea de la desesperación, y la dicotomía, porque así lo quiso. Las aceptó

porque, sobre la base del desarrollo natural y de sus presupuestos racionalísticos,

tenía que hacerlo. A veces, este hombre habla con bravatas, pero, en el fondo, se

halla sumido en la desesperación.

EI cristianismo, pues, tiene la oportunidad de hablar claramente del hecho de que su

respuesta sea precisamente la que anhela desesperadamente el hombre moderno: la

unidad del pensamiento. Porque el cristianismo ofrece una respuesta unificada a la

totalidad de la vida. Es verdad que el hombre tendrá que renunciar a su racionalismo

—no a su racionalidad—, pero lo hará sobre la base de lo que puede ser discutido, y

entonces tendrá la posibilidad de recobrar su auténtica racionalidad. El hombre moderno

—¡no lo olvidemos!— ha perdido su racionalidad. Puede, no obstante, recobrarla

y, juntamente con ella, encontrar una respuesta unificada a la vida sobre el fundamento

de lo que se halla abierto a la comprobación y a la discusión.

Recordemos, pues, que si caemos en la trampa contra la cual he estado advirtiendo,

lo que habrá sucedido, entre otras cosas, será que nos habremos situado en el lugar

donde en realidad estaremos diciendo con palabras evangélicas lo que el incrédulo

está diciendo con su propio vocabulario. En realidad, la única diferencia será de

terminología. Para hacer frente al hombre moderno, hemos de rehuir la dicotomía.

Debemos abrir la Escritura y dejar que hable verdad verdadera tanto acerca de Dios

mismo como acerca de aquellos puntos en que la Biblia se refiere a la historia y al

cosmos. Esto es lo que nuestros antepasados de la Reforma discernieron tan bien.

Del lado del infinito —como vimos al comienzo de nuestro estudio— estamos separados

completamente de Dios, pero desde el ángulo de la personalidad hemos sido

hechos a imagen de Dios. Así, Dios puede hablar con nosotros y revelarnos algo de él,

no exhaustivamente, pero verdaderamente (no podríamos, después de todo, conocer

nada de manera exhaustiva, dado que somos criaturas finitas). Luego, nos ha contado

acerca de las cosas del reino creado, finito también. Dios nos ha comunicado cosas

verdaderas relativas al cosmos y la historia. Es la única manera de no quedar a la

deriva. Pero nadie puede tener esta respuesta si no se aferra al concepto que la

Reforma tenía de la Escritura. No se trata solamente del problema de Dios revelándose

en Jesucristo, ya que no hay suficiente contenido en ello si lo desgajamos de las

Escrituras. Esa revelación, aparte de lo que la Biblia transmite, no existe realmente.

Desprovista de contenido bíblico se convierte en otro estandarte sin contenido, porque

todo lo que sabemos acerca de lo que fue la revelación de Dios en Cristo nos viene

por las Escrituras. Jesús mismo no hizo jamás ninguna distinción entre la autoridad

suya y la autoridad de las Sagradas Escrituras. Obró conforme a la unidad existente

entre su autoridad y el contenido de la Biblia.

Hay implicado un elemento personal en todo esto. Cristo es Señor de todo: soberano

en cada aspecto de la vida. No sirve para nada decir que él es el Alfa y la Omega,

el principio y el fin, el Señor de todos y de todas 1as cosas, si no es también, y al

mismo tiempo, Señor de la totalidad de la vida intelectual unificada. Soy un hipócrita —

o estoy engañado, o confuso— si acato la soberanía de Cristo y me esfuerzo en

retener algunas esferas de mi propia vida como entidades autónomas. Esto es cierto

de la vida sexual, por ejemplo, si pretendo que sea autónoma. Pero, no es menos

cierto de la vida intelectual, si pretendo que permanezca autónoma, o, también, de mi

vida intelectual en alguna de sus esferas más elevadas o especiales. Cualquier autonomía

está mal. La ciencia autónoma, o el arte autónomo, son cosas malas. Si por

ciencia autónoma, o arte autónomo, entendemos que estas disciplinas pueden pasarse

del contenido del mensaje que Dios nos ha comunicado. Esto no significa que

debamos tener una ciencia, o un arte, estáticos. Todo lo contrario. Nos da la forma,

precisamente, para que dentro de ella —siendo finita— la libertad sea posible. La

ciencia y el arte no pueden dejarse, a la ligera, en un departamento «de abajo»,

autónomo, sin que lleguen al trágico fin que han alcanzado en el curso de la historia.

Hemos comprobado que, en cada caso en que

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