De cómo se conserva la ilusión
santialejo1Trabajo10 de Septiembre de 2011
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debía ser tasado; que después de lo necesario viene lo útil, y esto sí debe tasarse, pero menos que lo superfluo; y que tasando con exceso lo superfluo se impedía precisamente lo superfluo.
En la tasa de las tierras, se hacían registros por diversidades; mas no era fácil conocer y apreciar las diferencias y aun era más difícil no tropezar con gentes interesadas en desconocerlas. Hay pues ahí dos clases de injusticia: la injusticia del hombre y la injusticia de la cosa. Pero si, en general, la tasa no es excesiva; si se le deja al pueblo, de sobra, lo que le es realmente necesario, las injusticias particulares significan poco. Y si, al contrario, no se le deja al pueblo lo que en rigor le hace falta para poder vivir, la menor desproporción ocasionará muy graves consecuencias.
Si algunos ciudadanos pagan menos de lo justo, el mal no es grande: su beneficio redundará en favor del público; si otros pagan demasiado, su perjuicio alcanzará a todos. Si el Estado proporciona su renta a la de los individuos, el desahogo de los particulares hará subir la renta del Estado. Todo depende del momento. ¿Empezará el Estado por empobrecer a los súbditos para enriquecerse, o esperará que los súbditos estén en situación de enriquecerlo? ¿Optará por lo primero o por lo último? ¿Comenzará por ser rico o acabará por serlo?
Los derechos impuestos a las mercaderías son los que el pueblo siente menos, porque no se le piden de una manera formal. Es un tributo indirecto, y puede hacerse de modo que el pueblo ignore que lo paga.
Para eso no es conveniente que sea el vendedor de cada mercancía quien pague el derecho impuesto a cada uno. El vendedor sabe muy bien que no paga por sí: y el comprador, que en definitiva es el que paga, confunde el recargo con el precio de la mercancía. Algunos autores han escrito que Nerón suprimió el derecho de veinticinco por ciento que antes se pagaba sobre los esclavos que se vendían (4); le hubiera sido lo mismo ordenar que este impuesto lo pagara el vendedor en lugar del comprador; con este arreglo, hubiera mantenido aquel impuesto aparentando abolirlo.
Hay dos reinos en Europa que han puesto contribuciones muy fuertes sobre las bebidas; en el uno, el expendedor paga este impuesto él solo; en el otro, lo pagan todos los consumidores indistintamente. En el primero, nadie siente el rigor de tal tributo; en el segundo se le cree oneroso. En aquél, ve el ciudadano que tiene la libertad de no pagarlo; en éste, no siente más que la necesidad que le obliga.
Por otra parte, para que tribute directamente cada ciudadano, es preciso ejecutar casa por casa repetidas investigaciones. Nada más contrario a la libertad; y los que establecen este régimen, no pueden lisonjearse de haber encontrado la mejor especie de administración.
CAPÍTULO VIII
De cómo se conserva la ilusión
Para que el precio de la cosa y el derecho que se le imponga puedan confundirse en la mente del que paga, es preciso que haya cierta relación entre la mercancía y el impuesto, sin que se grave un género de poco precio con un derecho extremado. Hay países en los cuales el derecho es diez y siete o diez y ocho veces el valor del artículo. En este caso, el príncipe les quita la ilusión a los contribuyentes haciéndoles ver que se les trata sin consideración, en lo cual comprenden hasta dónde llega su servidumbre.
Por otro lado, para que el príncipe cobre un derecho tan desproporcionado con el valor de la cosa, menester sería que vendiera él mismo, es decir, él solo, para que el pueblo no pudiera comprar en otra parte; lo que está sujeto a mil inconvenientes.
Siendo en tal caso muy lucrativo el fraude, la pena razonable y natural que es la confiscación, no basta para impedirlo, sobre todo cuando el precio de la cosa es ínfimo, que es lo ordinario. Es necesario, pues, recurrir a penas extravagantes, parecidas
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