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Diseño De Acueducto

sadebaco27 de Agosto de 2013

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EL PLUVIÓMETRO HELLMANN

Ignacio del Estal Aparicio

ALGO DE HISTORIA

Las medidas más primitivas de la lluvia consistirían en colocar un cántaro para recoger

la lluvia directamente, o mejor debajo de un tejado, y sabían muy bien la capacidad del

cántaro por el número de jarras o vasos que podrían obtener; un chaparrón de quince

jarras era superior a uno de siete. Claro que esta “medida” sólo podía servir para su uso

particular, ya que aunque los cantaros de los vecinos fueran más o menos parecidos, la

comparación de las precipitaciones serian muy diferentes.

Lo que sí nos consta, es que desde la más remota antigüedad se ha tratado de recoger el

agua caída sobre el conjunto de superficies de tejados y llevarla a un gran depósito cuyo

incremento en el nivel implicaba consciente o inconscientemente una medida de la

precipitación caída. Seguramente, el deposito dispondría de marcas, o bien introducirían

una vara, graduada de alguna manera: Codos, palmos, dedos,... o cualquier otra medida

ancestral.

En los lugares en los cuales el agua les era vital, sabían el agua de la que podían

disponer para consumo propio, de animales o regar la huerta familiar. Queremos llamar

especialmente la atención que éste procedimiento de medida, consistente en esencia, en

llevar el agua recogida en la gran área que representan los tejados de casas y cobertizos,

a un volumen idéntico pero de área más pequeña, como era el deposito, se sigue

empleando en la actualidad de forma más o menos sofisticada para medir la

precipitación, nos estamos refiriendo al trasvase de volúmenes.

Respecto a las unidades de medida, en cada civilización, en cada pueblo y en cada villa,

tenían sus unidades particulares de longitud, de superficie o de volumen, pues eran

capaces de medir sus campos y los recintos donde guardaban el grano de sus cosechas, y

no necesariamente con nombres derivables unos de otros, con la sencillez que ahora

empleamos, aunque sabían hacer las transformaciones correspondientes.

Las unidades antiguas diferían, en general, unas de otras en su concepción y en sus

nombres, desde el “iku” sumerio hasta la “fanega” española, todos los pueblos, todas

las culturas, han tenido infinidad de unidades y por tanto de nombres, y a su vez, con el

mismo nombre, podían diferir en su valor en cada villa y en cada región, por próxima

que estuviera. A lo largo de la historia fueron muchos los intentos de unificar estas

medidas, al menos en cada reino, pero en general sin resultados demasiado positivos. En

España los primeros esfuerzos de unificación que se conocen datan de Alfonso X el

Sabio.

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UN PASO MÁS

La forma más elemental de medir la lluvia caída en el suelo, si ésta no se filtrase o

escurriera, sería viendo, mediante una regla, la altura alcanzada. Por tanto, si se nos

presenta el problema de hacer esta medida, lo más elemental sería recogerla

directamente en un recipiente cualquiera, con la única condición de que sus paredes

fueran rectas respecto a la base, y medir entonces, mediante una regla, la altura

correspondiente.

La precisión que nos proporciona este procedimiento es francamente mala, no sabremos

nunca si eran 6, 7 o incluso 8 mm, pues incluso una pequeña variación de la inclinación

de la regla nos dará un error considerable. Por este motivo, hemos de transformar las

marcaciones unitarias para obtener mayor precisión, lo que se puede hacer fácilmente

cambiando el volumen a otro recipiente más estrecho y alto, en el que al ser la sección

recta más pequeña, la altura es más grande y por tanto más fácil de medir. Realmente en

el primer recipiente sólo importa la superficie de la boca.

Todas las civilizaciones conocían las proporciones como igualdad de dos razones a/b =

c/d, y aunque para los cuerpos redondos, la mayor parte de ellos no conocían el numero

“π” como lo conocemos ahora, sabían su valor con la aproximación suficiente a partir

del cuadrado circunscrito. Por supuesto, en el cálculo de volúmenes conocían que la

relación de alturas estaba regida por una constante representada por el cociente de las

superficies de ambos recipientes: V=V ́; S·h=S ́·h ́; h ́ = K·h, en donde K representa el

cociente de las dos superficies S/S ́.

Cuanto mayor sea S mayor será K, y por tanto más precisión se obtiene para h ́ y al

contrario. Todos los pueblos antiguos han sabido hacer estas operaciones, otra cosa es,

si sentían la necesidad de estudiar los volúmenes de agua como lo hacían para el trigo,

el vino o el aceite, pero conocimientos para estudiar los volúmenes, los tenían.

Para medir la altura o nivel del agua en este segundo recipiente de barro, habrían de

introducir una vara, procedimiento que se sigue empleando en la actualidad, con la

única diferencia de que ahora el terminal de la vara lleva una protección metálica para

evitar el desgaste, (además de la pequeña corrección del volumen de la vara) pero el

resultado es el mismo, unidades de longitud transformables inmediatamente a unidades

de volumen, que como hemos dicho, no guardaban una relación directa como ahora, que

hablamos de cm, cm2, cm3... En la mayoría de los pueblos tenían nombres propios que

no se derivaban tan fácilmente unos de otros como ocurre con los sistemas de medida

actuales.

Cuando el cristal se hizo popular para la fabricación de vasijas, ya no fue estrictamente

necesaria la varilla para hacer la medida, podrían hacerla desde fuera sin más que

aplicar la regla por la parte exterior o bien grabarla en el propio vaso, lo cual constituía

una gran ventaja. Como se ve, los procedimientos de medida se redujeron a varilla o

probeta, aunque a veces, para mayor precisión se emplearon, y se siguen empleando,

ambos.

No tenemos referencias de que el considerado padre de la ciencia moderna, Galileo

Galilei (1564-1642), se sintiera atraído por la medida de la lluvia. Que no constituía ni

para él ni ya para su época problema alguno, lo evidencia el hecho de que uno de sus

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discípulos, Benedetto Castelli (1577-1644), no diseñará un pluviómetro, ya que esto era

elemental, sino que directamente diseñó un complicado pluviógrafo, seguramente el

primer pluviógrafo de balancín.

Fig.1. Pluviógrafo de Benedetto Castelli

En cuanto a la superficie de recepción, a mayor superficie más exactitud, y por supuesto

lo contrario, lo que se deduce fácilmente de una de las formulas expuesta antes:

S·h=S ́·h ́. Pero hemos de tener en cuenta que tanto S (superficie de recepción) como S ́

(superficie de la probeta) deben tener sus límites; ni S puede ser muy grande, ni S ́

puede ser muy pequeña. Así, un vaso superior del tamaño de un barril seria muy exacto

pero no seria manejable, y una S ́, digamos del grosor de un dedo, representaría una

probeta inviable.

Por otra parte, tampoco debemos hacer la superficie de entrada S muy pequeña ya que

las medidas de h ́, que representan las marcas de la probeta, son menores y por tanto de

menor precisión. Y también ocurre que, en el hecho frecuente de la inclinación de la

lluvia por causa del viento, la superficie S se hace aún menor y por tanto aumenta el

error, así: S ́ = S cosα (siendo α el ángulo que forma el viento con la superficie S

horizontal del pluviómetro).

Por lo expuesto, vemos que ambas superficies, S y S ́, han de moverse entre unos

valores que vamos a llamar lógicos, y, además, en aras de la comodidad, se van a

emplear, y así se ha venido haciendo, números redondos en los diversos sistemas de

medida, y que modernamente se reducen prácticamente a dos, el SI y el anglosajón.

La más común de todas las superficies de captación es de 200 cm2, aunque se emplearon

otras como 400, 500 o incluso 1000 cm2, aunque generalmente usadas para estudios

especiales. También se han empleado algunas inferiores a 200 cm2, aunque no

excesivamente inferiores ya que, como hemos dicho, los errores aumentan.

También se le dio gran importancia al perfil de la boca de entrada, diseñándose gran

variedad de ingeniosos biseles, que por una parte tuvieran la superficie exacta y por

otra los topes y artilugios especiales para impedir que el agua, una vez dentro, pudiera

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escapar del vaso, por la acción de los remolinos del viento o por el energético rebote

contra el fondo.

Fig. 2. Diversos esquemas de pluviómetros.

Las variantes de los modelos fueron numerosas, el ingenio deambulaba entre embudos

de pitorros largos o cortos, acoplados a botellas más o menos sofisticadas y en las más

imaginativas formas, tamaños y materiales; equilibrios entre facilidad de fabricación y

economía. Muy frecuentemente, la relación entre las superficies del vaso de recepción y

el largo y estrecho de medición (probeta) era 1/10 ó 1/20. En algunas ocasiones, estos

segundos vasos permanecían permanentemente dentro del pluviómetro para recoger la

lluvia directamente, lo que

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