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Actividades De Literatura Argentina


Enviado por   •  5 de Diciembre de 2013  •  4.844 Palabras (20 Páginas)  •  436 Visitas

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"Flores" de Jorge Accame

"Yo era profesor de Castellano en la Escuela Normal y a mediados del 80, en el segundo año del bachillerato, tomé una prueba escrita de análisis sintáctico. Al devolver las hojas corregidas sobró una. Los alumnos me dijeron que ese nombre no correspondía al grupo. La evaluación, que había sido reprobada, llevaba la firma de un confuso Juan o José Flores. La guardé dentro de mi portafolios.

Por las dudas, en los días sucesivos pregunté en otros cursos: todos ignoraban su origen. Repasé las listas; en vano. Nadie apareció con ese apellido.

No me sorprendí demasiado. Un escrito aplazado era quizás eludido hasta por su propio dueño. Probablemente abusando de mi ignorancia acerca de los integrantes de cada grupo, alguien habría firmado con seudónimo previendo el resultado final.

Hacia septiembre, volví a examinar al segundo año. Corregí los trabajos y me encontré -creo que lo esperaba- con otra hoja firmada por Flores. Tampoco esta vez había aprobado.

No llevé a cabo más pesquisas. Ahora estaba seguro de que Flores pertenecía al segundo A. Haber encontrado dos veces un trabajo suyo entre las evaluaciones de ese grupo lo confirmaba. Sospeché que se trataba del nombre apócrifo de algún bromista que había hecho dos pruebas. Una

firmada con su verdadero apellido para obtener un concepto real; la otra, que debía atribuirse a una sombra -Flores- y que era entregada con el sólo propósito de perturbarme.

Durante el recreo, mencioné el episodio en el buffet del colegio, delante de mis colegas. En ese momento el comentario no produjo ningún efecto. Nunca se escucha lo que dice realmente el otro, salvo que el discurso sea por mera casualidad el que uno mismo está por decir.

Cuando ya iba a entrar al aula, sentí que me aferraban el brazo para detenerme. Era una preceptora. Se la veía nerviosa.

"Sin querer -murmuró- he oído lo que relató en el bar". Le dije para tranquilizarla que no tenía la menor importancia. Ni siquiera intentó escucharme y empezó a hablar:

"Había hace tiempo, en segundo A, un chico Flores que nunca aprobó Castellano. Era voluntarioso y estudiaba mucho, pero sus deficiencias -mala escuela primaria o falta de cabeza, se ve- le impidieron eximirse. Una tarde, cuando venía hacia aquí a rendir examen por quinta o sexta vez, lo atropelló una camioneta y murió. Fue la única materia que quedó debiendo para siempre".

La narración era bastante melodramática. Sin embargo, la mezcla de ambigüedad y precisión entre aquellas coincidencias me inquietó por varias semanas.

Ese verano, tomé la evaluación final en segundo A. Busqué la de Flores y la aprobé sin leerla. Al día siguiente, la dejé sobre el pupitre de un aula vacía.

Ya no volví a saber de mi inexistente alumno. Deliberadamente, deseché una última explicación posible: la intervención de algún familiar o amigo íntimo del difunto, que cursara en la escuela y hubiera prometido cumplir póstuma y simbólicamente su voluntad truncada.

Para mí -y para la sombra- había una sola realidad: Flores, ese año, se eximió en la materia que lo había fatigado".

Y los sueños, sueños son

Iraultza Askerria

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Laura corría despavorida por la ciudad.

Los aullidos del viento sacudían la noche, entregando un aliento vital a espectros y sombras, mientras los cabellos de la muchacha se agitaban como látigos. En su rostro, empapado por la tormenta, se perfilaban lágrimas y profundos surcos de rimel y maquillaje.

Los altos y adyacentes edificios de la desolada ciudad favorecían el eco de los repentinos truenos, el chaparrón inclemente, los alaridos del aire y el sonido de las chispas de las apagadas farolas, que saltaban segundo a segundo. Sobre tal cúmulo de tenebrosos murmullos, se alzaban unas acompasadas zancadas que perseguían muy de cerca a la muchacha. Al percibir la cercanía del hombre que la acosaba, sus latidos se tornaron más fuertes y agitados como si fuesen golpeados tenazmente por un martillo de enorme cabeza de hierro.

Aceleró el paso. Saltó entre los colmados charcos de agua. Evitó los salientes de la acera y las piedras del asfalto. Corrió más de lo imposible. Más incluso de lo que hubiese podido nunca imaginar. De vez en cuando, miraba aterrorizada por encima del hombro, procurando calcular la distancia que la separaba de su perseguidor. Pero la espesa oscuridad de la noche no la permitía vislumbrar nada a más de dos metros.

Entonces, cayó de bruces sobre un charco. La escasa percepción que tenía sobre el entorno y la celeridad de sus pies habían dado con ella en el suelo. Se revolvió frenética en el agua, liberándose de las manos líquidas y negras que intentaban arrastrarla hacia la profundidad. Cuando por fin logró incorporarse, un rayo rompió la oscuridad de las calles, y pávida, con el corazón en un puño, la mente hundida y el alma acongojada, pudo vislumbrar nítidamente a su perseguidor a escasos metros de distancia. Caminaba muy lentamente hacia ella, enfundado en una gabardina de cuero, los ojos inyectados en sangre y un revólver en la mano diestra.

El terror la envolvió sobremanera bajo las intermitentes luces de la tormenta, que infundían incluso más miedo que la oscuridad. Sintió el rechinar de la mandíbula y el temblor involuntario de los músculos. La palidez de su rostro se semejaba a la única estrella de aquel frío y tenebroso averno. Sus ojos desorbitados contemplaban aterrados al hombre de negro. Sus labios tartamudeaban clemencia. Al fin, devolvió protagonismo a sus piernas y corrió por las calles de la ciudad.

Al mismo tiempo que acrecentaba el pavor de su alma, decrecía la anchura de la calle, hasta que las aceras cedieron terreno ante una calzada pedregosa y alquitranada cercada por altos muros de rojizo ladrillo. Había llegado a un callejón sin salida.

Estaba atrapada.

Se dio la vuelta y emitió un grito ahogado.

Él estaba ahí, justo ahí.

El hombre de negro se aproximaba hacia a ella con parsimonia. Mantenía el escaso espacio y el asfixiado tiempo de aquella ciudad bajo su entero control. Su perfil se alzaba sobre los charcos negros y bajo el punzante chaparrón. Los edificios se inclinaban ante él y las centellas le iluminaban como los focos de una obra de teatro. Era el guardián, rey

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