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Anverso Y Reverso De La Tolerancia

sandraargumedo8 de Febrero de 2013

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Anverso y reverso de la tolerancia

La tolerancia, como relación peculiar entre los hombres (individuos, grupos sociales o comunidades humanas diversas), entra tardíamente en la historia.

Primero en el ámbito religioso, después en el político y más tarde, con una presencia escasa e infrecuente, en la vida cotidiana.

Baste recordar la intolerancia racista del nazismo, aún tan fresca en nuestra memoria, y hoy, ante nuestros propios ojos, las depuraciones étnicas en la antigua Yugoslavia.

Se justifica, por ello, que la ONU haya sentido la necesidad de proclamar, en el umbral del siglo XXI, un año para la tolerancia. Este llamamiento, desde la más alta y universal tribuna de la convivencia internacional, se justifica plenamente a la vista del persistente resurgimiento de conflictos nacionales, raciales, interétnicos, religiosos que, junto con las bárbaras manifestaciones de xenofobia, la hostilización de inmigrantes y la persecución de diversas minorías, se alimentan de la más intolerable tolerancia.

En una época algunos han caracterizado como la del “fin de las ideologías”, se hecha mano de ideologías opuestas, como las del liberalismo y el socialismo para reivindicar la tolerancia, o las del racismo y el exacerbado nacionalismo, para defender o encubrir la intolerancia. En esta dramática situación, tanto en el plano de las ideas como en el de la realidad, tratar de esclarecer la naturaleza de la tolerancia, sus fundamentos y sus límites, teniendo como telón de fondo su anverso, la intolerancia, no es una tarea puramente teórica o académica, sino práctica y vital. Y a esta necesidad responden, con mayor o menor fortuna, las presentes reflexiones.

Aclaraciones previas

Antes de esbozar un concepto de tolerancia, precisemos que se trata de una forma de relación en la que uno es el sujeto tolerante y otro el tolerado o destinatario de esa actitud. La materia de dicha relación (lo que se tolera) es diversa: ideas, gustos, preferencias, actos o formas de vida. Y dada esta diversidad, diversos han de ser los tipos de tolerancia: religiosa, política, racial, nacional, étnica, cultural, artística, sexual, familiar, escolar, etcétera. Pero siempre se tratará de una relación entre seres humanos, aunque en una esfera específica –la de la religión- pueda atribuirse la tolerancia, o su reverso, la intolerancia, a un ser trascendente, divino, supra-humano, en tanto que al hombre sólo se le reserva el papel pasivo de destinatario de la condescendencia de Dios.

Históricamente, la tolerancia se ha reivindicado muy tarde y escalonándola de un campo a otro. Primero fue la tolerancia religiosa que Locke reivindica en su Carta de la tolerancia (1685), cuando aún están lejos de apagarse las llamas de las guerras de la religión entre protestantes y católicos. Posteriormente, en el siglo XVIII, con Voltaire y los ilustrados, se defiende la tolerancia política y a ella se suman, en el siglo XIX, John Stuart Mill y Jeremy Bentham. Otras formas de tolerancia – étnica, sexual- sólo se reivindicaran después, casi ante nuestros ojos, pues apenas afloran ya avanzado el siglo XX.

Rasgos de la tolerancia

1. La tolerancia se da en la relación de un sujeto con otros, cuya alteridad se manifiesta en sus diferentes convicciones, ideas, gustos, preferencias, formas de vida, etcétera. O sea: presupone cierta diferencia entre uno y otro. Si ésta no se da, es decir, si ambos comparten las mismas convicciones, preferencias o formas de vida, carece de sentido, por innecesaria, la tolerancia.

2. No basta que se dé efectivamente semejante diferencia para que pueda hablarse de tolerancia; es preciso asimismo que sea reconocida o se tenga conciencia de ella.

3. Tampoco basta lo anterior, es indispensable también que la diferencia reconocida, o de la que se es consciente, nos importe. O en otros términos: que nos interese o afecte de tal modo que no podamos permanecer indiferentes ante su existencia.

4. Pero, a la vez que se reconoce una diferencia que nos importa y afecta, no se le acepta o aprueba al ser medida con el patrón de nuestras ideas, preferencias o formas de vida.

5. Ahora bien, aunque no se acepte o apruebe lo diferente, por no concordar con las opciones propias, se admite el derecho del otro a ser diferente, y a mantener sus diferencias.

6. Admitir ese derecho no significa para el sujeto tolerante renunciar a lo propio, e incluso a tratar de que el otro cambie sus opciones y asuma otras que, hasta cierto momento, no comparte, pero semejante cambio sólo debe buscarse por la vía del diálogo, la argumentación racional o la persuasión, y no por el de la imposición, la coerción o la fuerza, propias de la intolerancia.

La tolerancia presupone no sólo el reconocimiento originario del otro como diferente, sino también de la posibilidad de que éste se mantenga como tal y, por tanto, que –no obstante el diálogo, la argumentación y la persuasión- no se alcance el consenso que se busca.

La tolerancia no sólo admite el disenso que tiene su raíz en la diferencia originaria, sino también el que se mantiene después de haberse recorrido, infructuosamente, la vía adecuada y propia de la tolerancia.

Ésta se hace necesaria y deseable no porque el otro asiente a las opciones del sujeto tolerante, sino justamente por lo contrario: porque disiente de sus principios, valores, preferencias o formas de vida. Sólo el disenso y no el consenso reclama y necesita la tolerancia; en él están su raíz y suelo nutricio, pero en el disenso también están –y hasta ahora en mayor escala- la raíz y el suelo nutricio de la intolerancia.

La intolerancia se da cuando hay diferencias y cuando ante éstas –como en la tolerancia- no se permanece indiferente y se adoptan actitudes tan interesadas y destructivas como las que asume el intolerante fanático, racista, chovinista o etnocentrista.

La tolerancia se reconoce y respeta la identidad –real, ajena, es decir, lo que hace al otro efectivamente diferente, en la intolerancia esa identidad es rechazada, justamente por ser ajena, diferente. Así pues, aunque no se es indiferente ante la diferencia, como tampoco se es en la tolerancia, aquella es rechazada, ya sea al excluirla o negarla, ya al reducirla o disolverla en la identidad propia. Lo que en el otro por ser diferente escapa a esa identidad, queda excluido o disuelto para afirmar sólo lo propio. En consecuencia, no se respeta su diferencia, sino que se hace valer la identidad impuesta que anula o disuelve la ajena. Y precisamente en este sometimiento de la identidad ajena a la propia, de lo otro a lo uno, o de la diferencia a cierta identidad, está la esencia misma de la intolerancia.

Tolerancia y libertad

Si la intolerancia entraña semejante dominación o sometimiento, la tolerancia por el contrario presupone un horizonte de libertad del otro para expresar ideas o asumir valores, preferencias o formas de vida diferentes de las del sujeto tolerante.

Sin esta libertad y su reconocimiento por parte del sujeto tolerante, no puede hablarse propiamente de tolerancia. La intolerancia se da justamente en una relación asimétrica en la que uno, y no el otro, es libre: uno impone su identidad a la ajena. La tolerancia, por el contrario, tiene por espacio común dos libertades que, lejos de excluirse, en él se dan de la mano.

Como decía el jurista español Francisco Tomás y Valiente, pocos meses antes de ser victima mortal de la intolerancia más reprobable: “Tal vez la tolerancia de nuestro tiempo haya de ser entendida como el respeto entre hombres igualmente libres”. Y agregaba, precisando aún más su pensamiento: “Así concebida, como respeto recíproco entre hombres iguales en derechos y libertades, pero que no se gustan, bienvenida sea esta forma de tolerancia”. Así, ésta debe ser reciproca, pero con una reciprocidad que sólo puede darse en condiciones comunes de libertad e igualdad. Ciertamente, el intolerante –por definición- hace imposible esa reciprocidad, ya que no tolera la tolerancia: “la tolerancia es pecado”, decía Bossuet en el siglo XVIII, y todavía en el siglo XIX era asociada –como la asociaba Balmes-, a la idea del mal: malas ideas, malas costumbres, etcétera. Ahora bien, admitimos la necesidad, el valor y la deseabilidad de la tolerancia, cabe preguntarse, sin embargo: el tolerante ¿debe tolerar todo?

Justificación de la tolerancia

La tolerancia es una relación necesaria y deseable entre seres humanos cuando se dan entre ellos diferencias que se reconocen y respetan, aunque no se compartan. Ahora bien, ¿porqué tolerar lo que no se comparte e incluso se rechaza abiertamente? La pregunta es pertinente si tenemos en cuenta que la tolerancia no es un valor entre sí, y que en ciertas circunstancias ese valor, por ser relativo, puede perderse. Pero, aún con el contenido valioso que le hemos atribuido, se justifica por un valor absoluto que no tiene, sino por su relación con otros valores, que se integran en su seno, se enriquecen con ella y son irrenunciables. Tales son: 1) el respeto a la libre y autónoma personalidad del otro, lo que excluye que se le considere como objeto de dominio, simple medio o instrumento; 2) la convivencia que ese respeto hace posible, y con ella la fraternidad y la solidaridad, y 3) la democracia, como forma de convivencia de ideas, organizaciones y acciones de diversos actores políticos, y entendida , asimismo, no sólo como construcción de un consenso por la mayoría, sino también como respeto al disenso de individuos y minorías.

Se tolera, pues, lo que no se comparte, ya

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