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Cinco Panes De Cebada

mary050522 de Noviembre de 2013

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TENIA entonces sólo veintiún años, y por eso quizá me sentí tan decepcionada cuando supe que mi destino era un pueblo.

Yo siempre había soñado con una escuela tan diferente... La veía moderna, bien instalada, ale¬gre... Pero la vida es así.

—Ni siquiera viene el nombre del pueblo en la Enciclopedia. Debe de ser una birria —dijo mi her¬mana Sylvia, dejando así mi moral por los suelos.

Mi madre, como siempre, me animó.

—El sitio es lo de menos. Lo importante es que te sientas a gusto, y que la gente te quiera... Para ser feliz, ¿que más da que el lugar sea grande o chico?

Pero yo pensaba de muy diferente manera. Creía que para mandarme a un sitio así, no era necesario que me hicieran un examen tan duro, ni aquel cu¬rioso test, que dio como resultado que yo me encon¬traba plenamente capacitada para dirigir una escue¬la de ciento setenta niños.

Si tan bien lo hice todo que incluso merecí la felicitación del tribunal, ¿por qué ahora me daban una escuela en un pueblo tan pequeño? ¿Cuántos alumnos tendrían? ¿Tal vez nueve?

Debí hacer estas reflexiones en voz alta, porque Sylvia se rió.

—El trabajo te dejará agotada, pero no te pre¬ocupes. A ti siempre te ha gustado escribir y los ratos libres puedes dedicarlos a eso. Sería buenísimo que salieras de casa como maestra rural y volvieras con un premio literario bajo el brazo, ¿no te parece?

Pero yo no estaba para bromas. El pueblecito aquel se me había atragantado, y estaba segura de que iba a ser algo horrible.

Lo noté en cuanto llegué a la estación y localicé el autobús rojo y azul, sin duda contemporáneo de Godoy, lleno de viajeros, y con el techo repleto de cestas, escobas, un cochecito de bebé, enormes far¬dos de plantas, un colchón y montones de cajas de cartón atadas con cuerdas.

Pregunté a una mujer si aquél era el coche que iba a Beirechea, con la esperanza de que me dijera que no, pero me contestó afirmativamente, en un intervalo de su discusión con el cobrador que pre¬tendía subirle a la baca una enorme maleta atada con cuerda de esparto, a la que ella se aferraba como si en ello le fuera la vida.

—Que sí, Perico... Que te digo que sí... —decía, creyéndose graciosísima y haciendo señas a su ro¬busto chiquillo, que se había sentado cómodamente con los pies en el otro asiento, para que le ayudara a colocar debajo la preciosa maleta.

Me quedé en pie en aquel pasillo horrendo y es¬peré resignada a que el autobús se pusiera en mar¬cha, si es que aún andaba aquel trasto... Y anduvo, claro. Yo soy así de desgraciada.

Y me despedí entonces de mi agradable vida de chica de ciudad. Lo último que vi de ella fue la son¬risa de mi madre, que agitaba la mano, y sus ojos llenos de lágrimas. Sentí un nudo en la garganta y apreté los puños con fuerza.

Muy cerca de mí, la dueña de la maleta explicaba a todo el que quisiera escucharla que no dejaba nunca el equipaje arriba porque sabía de una a la que, por confiada, le habían robado un abrigo que valía buenos duros.

El autobús trotaba ya entre una alarmante nube de humo. Una mujer que llevaba una cesta con dos gallinas me dijo que me sentara y me ofreció un pedazo de asiento en el que sólo cabía una pierna.

Fue un consuelo para mi soledad, y se lo agrade¬cí mucho, quedando así aprisionada entre la cesta y una chica de mi edad, bastante mona, pero que te¬nía pinta de empezar a marearse.

En el asiento delantero un chico, con la frente llena de mercromina, gritaba desesperadamente para que su madre le diera no sé qué que llevaba en el bolso, y un niño de meses completó el cuadro haciéndose pis. ¡Pues vaya un balance!

El autobús, más que rodar, brincaba, y yo pro¬curaba encogerme por no aterrizar encima de las gallinas o sobre la chica, que debía de estar ya fatal, la pobre.

¡Uf, y qué calor tan sofocante! Entre una cosa y otra, yo estaba hecha polvo.

Cada vez que veía un pueblo bonito, deseaba que fuera el mío, pero no tuve suerte. El autobús paraba, sí, pero siempre era para recoger a más via¬jeros que entraban como podían, quedándose de pie por el estrecho pasillo.

— ¿Así que sube usted hacia Beirechea? —dijo la de las gallinas, después de contar por tercera vez el dinero que llevaba en el monedero.

—Sí, señora —contesté con una voz tan triste que el mismo Herodes se hubiera enternecido... Uno de los chicos que iba de pie me lanzó una mirada curiosa, que abarcaba toda mi anatomía, y yo noté que me ponía colorada como un tomate, y que mi frente y mis manos estaban húmedas.

Otro pueblo... Otro... Otro...

El calor era cada vez mayor, y yo ya no podía parar. Lo* curioso es que nadie se quejaba. Aquella gente aceptaba todas aquellas incomodidades con extraña filosofía...

¿O es que eran sólo figuraciones mías?

Ofrecí mi fragmento de asiento a una mujer que subió con un niño en brazos, y yo quedé instalada entre una cesta de dos tapas y las barras metálicas que separan el asiento del conductor.

¿Cuándo llegaríamos?

Sentí horror, porque por primera vez en la vida me estaba mareando en aquel puerto de cerradas curvas, y cuanto más lo pensaba peor me iba sin¬tiendo, y más fuerte me atacaba la antipatía por aquel odioso pueblo...

El señor de la derecha tenía una mano vendada y olía a sala de espera de hospital... ¡Huy, qué malí¬sima estaba!

— ¿Qué ha sido, pues, Alfonso? —gritó un an¬ciano que sólo tenía un ojo.

¿Se puede pedir mayor pesadilla para un solo viaje?

—Un desvío de la sierra —suspiró el de la ven¬da, lanzándome una bocanada que apestaba a vino Y ajo.

Cerré los ojos y me tambaleé.

— ¿Se marea, eh? —me dijo con- simpatía un hombre de la primera fila, levantando los ojos de su periódico, pero sin hacer siquiera ademán de ofre¬cerme asiento. — ¡Cuide usted, que me va a aplastar la fruta! —exclamó con resentimiento la dueña de la cesta, que se iba incrustando por momentos en mis cos¬tillas.

— ¡Perdón! —grité desesperada y próxima a dar¬me un ataque de nervios. Me agarré muy fuerte a las barras niqueladas, y cerré los ojos, deseando con toda mi alma morirme cuanto antes.

Comprendía que la cosa no era para tanto. In¬cluso me sorprendió a mí misma mi desesperación, porque siempre he sido una persona serena. Pero entonces, no sé por qué, tenía ganas de gritar o de pegar a alguien... Me parecía que me había metido en un manicomio. Toda aquella gente que me ro¬deaba tenía que estar loca por tener tan buen hu¬mor, yendo a un sitio como debía de ser aquél.

Sentí como una niebla a mí alrededor, y sólo oía confusamente la cháchara de los viajeros.

—El chico de la Serapia, que dice que deja el seminario. ¡Estará bueno el padre! Figúrate, que el año que viene tenía ya las primeras órdenes.

— ¿Yo con Marcos? ¡Tú estás loco! Habrás en¬tendido mal... Pues mira que a mí gustarme Mar¬cos... ¡A buena hora!

—El hijo entra ahora en quintas, y la chica, que tiene diecinueve, va a casarse a Leiza el año que viene.

—No dejes de bajar mañana, Félix. Te digo que esas ovejas te convienen.

— ¿Pero no decía usted que iba a Beirechea? —dijo una voz a mi lado.

Abrí los ojos sobresaltada. Era la mujer de las dos gallinas, que ahora se reía sin ningún disimulo.

Todos los viajeros se habían apeado, y el verme allí sola me hizo sentirme la más pueblerina de todos.

Bajé dando traspiés. Nunca en la vida me había sentido tan desgraciada. La mujer de la maleta azul coronó mi día incrustándomela en la cintura al pa¬sar. No lloré sólo porque me daba vergüenza.

Miré a mi alrededor desorientada. Todos mis compañeros de viaje iban desapareciendo por cami¬nos y atajos, bien cargados con sus cestos, y allí sólo quedaba yo, junto a la cuneta de la carretera, sin saber qué hacer. Comenzaba a oscurecer.

Un hombre venía hacia mí, y no sé por qué, pero estuve tentada de echar a correr. Era altísimo y desgarbado, pero visto de cerca no tenía nada de amenazador, así que interiormente me sentí muy aliviada. Decidí pedirle que me indicara el camino del pueblo.

— ¿Ha venido usted en el auto de Pamplona? —me preguntó.

—Sí. Sí señor.

— ¿Y no sabe usted casualmente si en el auto ve¬nía la maestra?

—Yo soy la maestra —dije como en un sueño. SI, YO era la maestra, y estaba ahora aquí, mien¬tras mis amigas paseaban o estaban en el cine.

—Pero... ¿usted es la maestra? ¿La maestra que viene para Beirechea?

—Sí.

— ¡Pues parece usted muy joven para ser la maestra! Bueno... ¡Qué le vamos a hacer...! Yo soy Pello, el amo de la casa donde vivirá usted. —Mucho gusto —dije, tendiéndole la mano y tratando de olvidar aquel ¡Qué le vamos a hacer! Hubiera dado cualquier cosa por poder volverme a casa.

Miró mi mano un momento, y al fin se decidió a estrecharla con la misma prevención con que toca¬ría un cartucho de dinamita.

—Bueno —dijo tímidamente—, pues ya está us¬ted en Beirechea. Cuando guste, vamos para casa.

Cogí la maleta, porque Pello no hizo un gesto de ayudarme. Después de todo, como ni siquiera se ha¬bía quitado la boina para saludarme, tampoco lo esperaba.

Daba unos pasos kilométricos, así que, como ya he dicho mil veces, cada vez me sentía más cansada, cargada con la maleta y el bolso. Lo único que de¬seaba era despertar si estaba soñando, o morir si estaba despierta.

¡A buen lugar he venido a parar!, pensaba an¬gustiada,

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