DROGAS: GUERRA Y VERDAD
Dominguin1A22 de Septiembre de 2012
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DROGAS: guerra y verdad
La progresiva criminalización del comercio y consumo de ciertas sustancias ha implicado la restricción de derechos fundamentales que afectan la dignidad, la propiedad y la libre iniciativa económica; y ha arrastrado, además, con la perturbación permanente de las instituciones democráticas y la separación de poderes, dando lugar a una militarización de la vida pública, política y social, que liderada mundialmente por Estados Unidos, compromete la propia soberanía de varios países, imponiendo inmensos costos económicos, sociales y políticos.
El escrito hace algunos apuntalamientos en el campo polémico que involucran la realidad del comercio y consumo de psicoactivos, su criminalización y las exigencias constitucionales.
INTRODUCCIÓN
Los múltiples efectos de una guerra absurda
No hace mucho tiempo, las legislaciones emprendieron la criminalización casi absoluta y progresiva de todas las conductas involucradas en la cadena del comercio y consumo de múltiples sustancias psicoactivas y que empezaron a señalarse con expresiones tan parciales como narcóticos, tan absurdas como drogas ilícitas y tan peyorativas como estupefacientes. A lo largo del siglo XX las sociedades han perecido expresar una manía especial por la asepsia, dentro de múltiples procesos de criminalización que han comportado elementos racistas y discriminatorios, intereses económicos e industriales, prácticas intervencionistas, elementos religiosos fundamentalistas, y razones -reales o aparentes, muchas veces imposturas- de salud pública. Texas aprobó, en 1914, las primeras leyes contra la marihuana, sólo cinco años antes de que hasta el comercio de alcohol fuera criminalizado en Estados Unidos, mediante enmienda constitucional asegurada por unos votantes puritanos y más femeninos que en tiempo de paz. Pero mientras el comercio de alcohol sólo soportó la criminalización hasta 1933, la criminalización del comercio y el consumo de otras sustancias apenas se estaba preparando en el caldero calentado por burócratas que vieron peligrar sus puestos tras la derogación de la ley seca. Estados Unidos lidera desde el inicio de los años ochenta esta criminalización en el planeta, que ha resultado catastrófica para los países andinos, en particular para Colombia.
La criminalización de las drogas se localiza, entonces, en el cruce de muy variados discursos y prácticas que por su situación estratégica también hacen posible la eventual descriminalización del consumo y comercio de “drogas”. La descriminalización parece una exigencia del constitucionalismo y el liberalismo, cuyos valores centrales como la dignidad humana y el pluralismo resultan pisoteados por una persecución que parece proteger a hombres y sociedades contra sí mismos. Pero también en las teorías económicas del liberalismo se pueden encontrar exigencias normativas, éticas incluso, para descriminalizar las “drogas”. La criminalización de las drogas no debería ser tan clara para los cristianos más ortodoxos, siendo que Jesús no llegó a tratar el tema, ni siquiera en sus parábolas, aunque sí consagro vino. Razones de salud pública más poderosas e incontrastables parecen aconsejar la descriminalización. Y la represión del comercio y consumo de psicoactivos ha comportado costos económicos y sociales simplemente descomunales que tornan ineficiente una criminalización ya por sí ineficaz, de suerte que el derecho penal “antidrogas” no soporta ningún análisis económico serio.
Una decisión judicial sobre psicoactivos
En mayo de 1994, el fallo de un juez constitucional (Sentencia C-221/94) reconoció la inconstitucionalidad de la criminalización del porte y consumo de sustancias psicoactivas. El exhaustivo Estatuto Nacional de Estupefacientes castigaba el porte y consumo de la dosis personal de psicoactivos, que el mismo Estatuto determinaba en 20 gramos para la marihuana, 5 gramos para el hachís, 1 gramo para la cocaína o sustancia a base de cocaína, y 2 gramos para la metacualona. La decisión, aunque tímida, fue sumamente atacada por los sectores conservadores que han celebrado la prohibición –incluido el entonces presidente Gaviria–, y ha soportado varios intentos de contrarreforma (uno de Samper y otro de Uribe en su fracasado referendo). El derecho al porte y consumo de psicoactivos fue reconocido en forma tan restrictiva, que el consumo sólo parece protegido en la intimidad del domicilio. Pero ese reducido espectro del fallo era más que previsible, y, de alguna manera, casi un lujo en medio de la guerra enfermiza contra las drogas. Esa guerra de carteles, de pandillas, de grupos armados. Una guerra de burócratas que suplantan médicos, psicólogos y psiquiatras a su vez burocratizados. Una guerra propagandística por todos los medios. Una guerra de aspersiones venenosas, de deforestaciones y extradiciones. Guerra en la que se ha impuesto el detestable principio de debilidad con los fuertes y fortaleza con los débiles. Fuertes con los campesinos, con los jóvenes, con las “mulas”, con los negros, con los latinos, con los inmigrantes, con los pobres. Y débiles con aquellos que por su poder o privilegios se aseguran contra los efectos perversos de la acción o represión estatal o privada que promueven o toleran.
La decisión sobre porte y consumo personal, amparada en la Constitución de 1991, ha corrido la suerte de ésta: la ineficacia. Así lo evidencian la muerte y el maltrato contra portadores y consumidores en varias regiones y ciudades del país, por parte de los actores armados, incluidos los oficiales. El Estado no ha hecho nada por respetar él mismo el fallo de la Corte, y mucho menos por hacer que sea real y efectivo, o por promover espacios de participación en una política que nos afecta a todos. Por el contrario, el actual gobierno se atrevió a promover, por todos los medios, un aparente referendo que pretendía, en uno de sus puntos –que por vicios de trámite fue excluido por la Corte Constitucional–, que el Pueblo constitucionalizara la penalización de toda la cadena del porte, consumo y comercio de psicoactivos, sin que ningún ciudadano, que sepamos, haya participado en la discusión o elaboración de la propuesta.
Que en virtud de la mencionada sentencia dejara de estar prohibido el porte y consumo de los psicoactivos cuyo comercio continuaba criminalizado, significaba, para muchos, una contradicción lógica. Es cierto, no es coherente que el Estado pueda perseguir el comercio y la producción de sustancias si su consumo no se le puede arrebatar o impedir a los individuos. Pero es que nada es coherente en el tratamiento jurídico de las drogas. No sólo porque la ley carece de un criterio neutral para penalizar unas u otras “drogas” o sustancias psicoactivas; no sólo porque las legislaciones no puedan definir con precisión las nociones de estupefaciente o psicotrópico, pues las sustancias que en occidente gozan de aceptación sociocultural generalizada, como el alcohol y el tabaco, pueden también ser estupefacientes o narcóticas. No puede ser que se criminalice bajo un mismo delito y con iguales penas las conductas relacionadas con narcóticos y alucinógenos como la marihuana, y con estimulantes como la cocaína, sin atender a otro criterio que la cantidad de la sustancia, como si la gravedad del comercio de 1.000 gramos de marihuana equivaliera a 100 gramos de cocaína, tal como lo hace el Código. No puede ser que respondan penalmente tanto los llamados capos como los expendedores al menudeo o las llamadas “mulas”, porque el delito de los pequeños se torna de bagatela ante la descomunal magnitud del comercio nacional e internacional. Y no es coherente que se prohíba el tráfico de un psicoactivo como la marihuana, que casi carece de contraindicación alguna, mientras el tráfico de alcohol, sumamente riesgoso como lo evidencia su condición de problema de salud pública, está bien protegido e institucionalizado. En concreto, las sustancias psicoactivas cuyo comercio es criminalizado no se distinguen por provocar dependencia ni por ser nocivas o perjudiciales para la salud; por el contrario, las expresiones psicotrópico, estupefaciente o narcótico no son exclusivas de las sustancias criminalizadas, lo que las torna expresiones inútiles, lo que pone en entredicho el principio de legalidad, consustancial al Estado de Derecho.
Una política dura, incluso contra las drogas blandas
En esta guerra de falacias se despliegan sofismas especiales contra las “drogas” blandas: marihuana y hachís, pues aun siendo poderosos psicoactivos, alucinógenos incluso, no resultan nocivos para la salud. Los “humanistas” sanitarios y burocráticos las desfiguran entonces como “drogas portal” que abren el camino hacia otras drogas incluidas las duras. Como las “drogas” criminalizadas no se distinguen de las permitidas, también éstas podrían ser desfiguradas como “portales” y ser entonces criminalizadas. Es más cierto lo contrario: que quienes tienen problemas de consumo con drogas duras pueden encontrar en el consumo de las blandas un aliciente para dejarlas o sustituirlas, como corresponde con la condición cultural de unos y otros psicoactivos. Las políticas “duras” -sumamente represivas- contra las “drogas”, no han desistido en perseguir las “drogas” “blandas” por cuanto cualquier suavización en el tratamiento de éstas permitiría descorrer el velo general que cubre la criminalización; después de todo, en países como Holanda, donde se permite el consumo y comercio de las “drogas” blandas, no se hace lo mismo con las “drogas” duras más por cumplir con los compromisos internacionales de la
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